DÍA 10.- LLEGADA A BUENOS AIRES - IGUAZÚ
A las 6.45 nuestro avión aterriza puntualmente a Buenos Aires. La noche ha sido mejor de lo que yo esperaba pese a la inconsistencia del sueño de Juan, el niño de la fila de delante, hijo de argentina y de italiano, que ha resultado ser conocido indirecto de Marga.
Tras leer un rato a Vargas Llosa, escribí un texto para el coro infantil y me dormí. A las 4.30 (hora ya argentina) me desperté. Decidí aprovechar ese momento, en que la gente o todavía dormía o no se decidía a levantarse, para proceder a mi aseo personal. Al salir del baño he optado por dar un paseo por el avión para desentumecerme y conseguir que se deshincharan mis pies. Poco después había un atasco tremendo por los pasillos sobretodo en las inmediaciones del baño. La cosa se ha agravado cuando las azafatas han comenzado a servir el desayuno y a recogerlo después. Se veían caras angustiadas por… necesidades elementales no satisfechas.
He llegado a la conclusión de que los horarios de estos viajes transoceánicos los tienen perfectamente estudiados: salida a las 22 h; se pide por megafonía que todo el mundo cierre sus ventanillas; se sirve la cena muy tarde, incluso para los habituados a horarios españoles; poco después de la cena se mitigan y después se apagan las luces y ¿a quién no le entra el sueño?; no se vuelven a encender las luces generales hasta bastante después de que por las juntas de las ventanillas se intuya que el sol ya ha salido y menudeen los pasajeros que despabilan sus músculos por los pasillos; se sirve el desayuno en horario tal que, una vez terminado, comienza el avión a perder altura para después aterrizar. Tengo que comprobar a la vuelta si el proceso horario es el mismo. Seguro que sí. Por lo pronto compruebo que la hora de salida es prácticamente la misma.
Una vez aterrizados, ha comenzado a preocuparnos que los trámites de aeropuerto (recogida de maletas, paso de aduana, control de pasaporte, etc…) se demoraran en exceso. Teníamos algo más de dos horas para llegar al otro aeropuerto de Buenos Aires, pasar el check in y embarcar de nuevo rumbo a Iguazú. En Aerolíneas Argentinas de España nos habían asegurado que era suficiente, pero… De modo que, una vez salvados esos trámites (las maletas salieron enseguida y en la aduana apenas nos entretuvieron), salimos apresuradamente para poder alcanzar la conexión con el avión a Iguazú.
En las taquillas del autobús que une los dos aeropuertos nos dicen que no nos pueden garantizar que, por ese medio, lleguemos a la conexión con Iguazú. Así que, tras negociar precio, tomamos dos taxis que se comprometen a dejarnos en el otro aeropuerto en bastante menos de una hora. En 45 minutos nos encontrábamos a la entrada del aeroparque Newbery – le llaman aeroparque a este y aeropuerto al Eceiza-. Nos apresuramos a encontrar mostrador de check in de Aerolíneas. Todas las dudas parecen ahora resueltas salvo las del personal del mostrador que muestra tener algún problema. Por fin nos vemos con las maletas facturadas y los billetes en mano.
Al llegar a puerta de embarque, encontramos que el viaje está “delayed”. Nos sentamos y, al repasar los billetes, nos damos cuenta de que, salvo dos (el de Marga y el mío) todos los asientos que nos han adjudicado están dispersos. Dicho de otra forma, han rellenado con nosotros las escasas plazas libres que quedaban en el avión. Esta vez el overbooking solo nos ha rondado, pero de cerca. (Es un riesgo de los aeropuertos que ya me dejó en tierra una vez, cuando viajaba a Nueva York)
En lugar de a las 9.10 acabamos saliendo a las 11.30 – un retrasito de nada -. Al entrar en el avión comprobamos que Marga y yo íbamos a viajar en clase “vip”. Marga se empeña, hasta que lo consigue, en cederle su sitio a Merche. El viaje se inicia muy normalmente pero, apenas habían comenzado las azafatas a servirnos un tentempié, se iniciaron unas turbulencias que a nosotros nos obligan a llevar atado el cinturón de seguridad durante todo el trayecto y a las azafatas a dejar de repartir comida. Salvo por este problema, llegamos con bien a Iguazú. Bueno Ángel llega ileso, ciertamente, pero también ayuno: como su asiento estaba totalmente a cola, el reparto de comida se ha suspendido antes de que se la sirvieran a él y ya no le ha llegado.
Cuando el avión estaba a punto de aterrizar hemos visto entre la frondosa vegetación una especie de nube ascendente ¿Será posible que se deba a las Cataratas? Nos quedamos con la duda. Yo, de hecho, solo lo comento con Merche: no quiero quedar como un… alucinado por la esperada maravilla de Iguazú.
Al poner pie a tierra en el aeropuerto nos sorprende un calor tropical, pegajoso y húmedo, muy distinto del de Buenos Aires.
En autobús nos trasladamos al “Che Lagarto”. Un hotel “impresionante”… por la cutrez de sus instalaciones. En realidad no es un Hotel, es un Hostel e instalaciones, mobiliario, personal y clientela tienen esa especie de denominador común de “mochileros”. En correlato perfecto con esto, el ambiente es completamente relajado.
Apenas habíamos entrado al Che Lagarto y para disgusto nuestro, ha comenzado a llover como si nunca antes lo hubiera hecho o estuviera recuperando en un día el promedio de lluvia de todo un trimestre. La chica de recepción dice algo así como “Tuvieron suerte: ya se ha puesto a llover”, como si la lluvia fuera una amenaza continua en esos pagos. ¡Pues estábamos apañados si nos acompañaba la lluvia a cualquier hora!
Mientras nos instalábamos en nuestras “hostélicas” habitaciones, ha dejado de llover e incluso ha salido el sol. Bueno, esperemos que los episodios de lluvia sean siempre así. Aunque si te pillar un tormentón de estos al raso…te cala hasta el alma. Nos arreglamos, dejamos claros algunos extremos del funcionamiento del establecimiento – por ejemplo, cómo hay que colocar la llave en la cerradura de la habitación para que abra - y nos vamos a conocer Iguazú.
Paseamos hacia el río y seguimos su orilla. Llegamos casi hasta el puente Tancredo Neves – de línea muy moderna, inaugurado en 1987, une Argentina y Brasil – y, como se va haciendo tarde, regresamos para acercarnos a la zona de Tres Fronteras. Antes de llegar, desconozco si por cansancio o por hambre, decidimos buscar el “Quincho del Tío Querido”, un restaurante de que nos han hablado muy bien. Lo encontramos tras preguntar por él a varios paisanos. Todos lo conocen y lo dan por muy cercano, pero nos cuesta un ratito encontrarlo.
Nos consta por nuestros informantes que en ese restaurante, además de buena comida, ofrecen música en vivo. Al elegir mesa, nos lo confirman. Nosotros acabamos eligiendo una mesa alejada del escenario en que sonará la música porque la que nos ofrecían estaba directamente expuesta a un chorro de aire acondicionado, lo cual no nos agrada en absoluto.
Elegimos un menú típico argentino: 5 bifes de chorizo acompañados de ensalada de la casa, regado todo con un vino Luigi Bosca, de uva Malbec, que resulta un tanto caro pero excelente. Y la cena se puede calificar como un éxito.
El cansancio del viaje nos empuja pronto al hotel. Nuestro sueño es entorpecido a altas horas de la madrugada por ruidos provocados por otros huéspedes. Consecuencias del relajado ambiente que impera en el hotel.
Día 11.- MARAVILLA DE MARAVILLAS
Nos despertamos bajo los peores augurios: Una lluvia, solo comparable a la de ayer al poco rato de llegar, nos hace vivos y casi nos mata de un solo golpe; no parece que vaya a dejar de llover nunca y lo hace con una furia insultante. Tras desayunar sigue lloviendo pero con menos intensidad. Decidimos que si el tiempo no nos deja movernos lo hará en Cataratas, no en el hostel. Y llamamos a Leonardo, un taxista cuyo teléfono y disposición nos dieron a conocer ayer en la oficina de turismo cercana al hotel.
En lugar de salir a las 8.15, como habíamos acordado en principio, lo hacemos a las 10.30 con el susodicho Leonardo. Resulta ser un taxista amable y parlanchín (sobre todo si el tema es el futbol ¡y el Barça!). Nos lleva a la zona brasileña de Cataratas y nos acompaña en el recorrido. El sol – sí, el sol – acompaña nuestra entrada en el recinto del parque. Nos ponemos en camino acompañados ya del rugir lejano de las primeras cataratas. Cuando puedo contemplar el primer grupo de ellas - luego sabríamos que eran el salto B. Méndez, el Mbigua y el San Martín - un latigazo de increíble emoción estética me recorre todo el cuerpo y el vello de mis brazos – lo compruebo y se lo hago comprobar a Merche – se eriza completamente. Soy incapaz de separar la vista de aquella maravilla, de aquel derroche de la naturaleza con sus enormes cascadas precipitadas desde ocultos farallones de roca cortados a pico sobre el profundo barranco. Pero no solo es eso. Nuestro taxista-acompañante nos dice sonriente: ”Sigan, sigan; hay muchas más”. Aturdidos por lo visto y lo prometido continuamos. Es casi increíble que aquello tenga continuidad. Pero la tiene. Cuando puedo llenar mis ojos de la magnificencia del espectáculo de los dos escalones de cataratas formados por el soberbio salto Rivadavia arriba y por el conjunto, casi continuo, de los saltos de los Dos y de los Tres Mosqueteros abajo, no consigo contener mi emoción y mis ojos se llenan de lágrimas. Las limpio no por pudor sino porque ¡quiero seguir viendo aquel alarde fastuoso de la naturaleza!Nunca jamás había visto nada igual, ni siquiera parecido. Me vuelvo hacia el grupo y compruebo que no soy el único que tiene los ojos arrasados. Entonces se me ocurre, y se lo digo a todos, que solo por ver aquello merecía la pena tan largo y costoso viaje. Todos asienten casi sin palabras: la emoción se las tragaba.
Después de un buen rato y casi con dolor, continuamos camino. Nuestro taxista se ríe diciendo “Pues les queda lo mejor”. He de reconocer que pensaba que el peculiar Leonardo – que así se llamaba – se dejaba llevar de su chovinismo porque añadía: “Todas estas cataratas están en Argentina. Desde acá solo las v emos de lejos, pero acérquense a la Garganta del Diablo y verán”. Nos ponemos en camino y tenemos un imprevisto encuentro relajante, al menos para nosotros. Ocurre que aparece un grupo de tres coatíes, se hacen con la bolsa de alimentos de una turista y roban de ella una caja de leche; la abren con sus uñas y dientes, derraman su contenido y se lo beben. Recuperada del susto la señora nos explica la rapidez de la maniobra ladrona de que había sido objeto. “Pudieron pedirla no más y no asustarme” –se queja. Y llegamos a la Garganta del Diablo. Nadie, ni el más disparatado inventor de paisajes, podrá nunca imaginar algo siquiera semejante a este lugar. Nada más verlo comprendemos que a alguno de sus descubridores se le hubiera ocurrido una denominación tan preternatural, tan terrorífica si él tenía que medirse sin ayudas a aquel disparate, a aquel caos… MARAVILLOSO. El agua en esa Garganta lo es todo, borra el paisaje, se adueña de todo, se rompe, se pulveriza, se hace respirable y respirada, se deja llevar hacia el cielo en soberbios remolinos de viento, ruge como si fuera la garganta de la Tierra toda, te hace sentir un microbio (un poquito de nada) sobrecogido de humildad y de emoción estética. Creo que lo repetiré: NUNCA HABÍA VISTO NADA IGUAL. Desde lo alto del salto Floriano – brasileño él – a donde accedemos con un ascensor incluido en la entrada al parque, contemplamos de nuevo el indescriptible espectáculo de la fastuosa Garganta del Diablo. Pero desde allí arriba ya no es lo mismo. Lo comento con Merche para ratificarnos en la intención de montarnos en cuanto podamos en una de esas barcazas que hemos visto colocarse casi debajo de las cascadas mientras contemplábamos hace un rato el salto Rivadavia. Acuerdo unánime y primer intento de convencimiento de los otros tres que casi prospera en el acto.
De allí, a la salida donde nos espera nuestro taxista que ya se había ofrecido a llevarnos al lado argentino. Acordamos con él que nosotros íbamos a comer, a hacer el recorrido en el trenecito que conduce hasta la Garganta del Diablo por el lado argentino y que a las 6 h, hora de cierre del parque, nos esperara a la entrada. Hablamos y negociamos también que, al día siguiente, nos llevaría directamente a sacar el ticket del paseo en barca por (debajo de) las cataratas.
Una vez hecho nuestro pic-nic, nos ponemos en actividad y vamos en busca de la estación del trenecito recorriendo el Camino Verde, una senda que nos lleva hasta él a través de un pequeño bosque. Nos subimos al tren que nos deja a un buen trecho de la Garganta del Diablo. Durante el camino vamos atravesando numerosas pasarelas que salvan potentes corrientes de agua que, formando una especie de delta, van a precipitarse por las distintas cataratas del lado argentino. Antes de llegar comienza a oírse el fragor de la Garganta y a verse, de vez en cuando, enormes penachos de agua en polvo que se levantan hacia las nubes. Nos embutimos de nuevo en los ponchos-chubasqueros y nos asomamos al inmenso agujero rugiente e hirviente de agua líquida que se precipita al abismo y de agua casi gaseosa que rebota del fondo y se encrespa hasta las alturas y nos empaparía de no ir cubiertos de prendas impermeables. El fragor y la rebelión del agua contra la gravedad componen un alucinante espectáculo de naturaleza salvaje. Un buen rato más tarde nos retiramos casi agobiados por la magnitud de lo contemplado. Al acercarnos hacia el trenecito de vuelta, vamos comentando que seguramente es cierto que en estos días el caudal del río Iguazú es máximo hasta el punto de que ya nos han advertido de la imposibilidad de atravesar hasta la isla de San Martín porque su embarcadero está anegado por las aguas de las cataratas. Regresamos tranquilamente hacia la entrada y, cuando estamos requiriendo que nos den el resguardo para que la entrada del segundo día nos salga a mitad de precio, el mismo que nos atiende nos advierte de la presencia de un tucán en un árbol cercano. Nosotros estamos entusiasmados; el empleado no tanto: lo tiene desmitificado y nos habla de que no es más que un ladrón de los huevos de nidos de otras aves.
Al salir, encontramos a nuestro taxista y regresamos con él a Iguazú. Nos propone que mañana, cuando vayamos a contratar el paseo-aventura en barcaza bajo las cataratas, lo hagamos acompañados por él. De esa forma, él percibe una comisión y, en compensación, no nos cobra el transporte cuyo precio ya nos había subido so pretexto de que en ese precio incluiría también el viaje al aeropuerto el último día. De cualquier forma, le damos la conformidad.
Y nos ponemos a comentar las excelencias del Iguazú argentino, sobre todo de la Garganta del Diablo. Tal vez en este paraje la sensación de inefable potencia que se rompe y se re-crea continuamente en un juego inagotable de destrucción y recomposición sea más fuerte que en ningún otro sitio. Pero, en contra de la opinión de Leonardo, a todos nos parece estéticamente más hermosa la visión de Cataratas desde Brasil. Bueno, tal vez mañana deba retractarme de lo que acabo de escribir.
En cualquier caso, eso será mañana.
Y para despedir el día de hoy, decidimos obsequiarnos con una cena en el restaurante Il Fratello, que se encuentra casi frente al hotel y tiene muy buena pinta. Las expectativas se cumplen y cenamos como señores.
Las quejas a la dirección del hostel por los ruidos de ayer surten efecto y dormimos plácidamente toda la noche.
Día 12.- LA MARAVILLA SIGUE Y AUMENTA
Retractarme no sé si es lo que debo hacer, pero desde luego merece la pena romper una lanza a favor del Iguazú argentino: es de una hermosura apabullante seguir paso a paso todos los imprevisibles y fastuosos accidentes que conforman este magnífico conjunto de Cataratas de Iguazú. El recorrido de la Garganta del Diablo –que hemos repetido por puro placer -, el Circuito Superior y el Circuito Inferior te permiten experimentar casi en propia piel la estremecedora grandiosidad de esta maravilla de la naturaleza exhibiéndose en estado puro: 275 saltos de 80 m de altura media que despeñan, a lo largo de casi 3 km, un volumen de agua cercano en estas fechas a los 6.500 m3 por segundo.
La ventaja del lado brasileño sigue siendo la perspectiva majestuosamente amplia que le concede la lejanía. Ahora bien, nadie que pretenda haber conocido en detalle y con plena experiencia toda la belleza del maravilloso Iguazú, puede haberse permitido dejar de empaparse de cerca de la belleza y la grandiosidad del lado argentino.
El día nos ha recibido con un sol casi espléndido, más de lo que ayer nos hubiéramos atrevido a pronosticar a nuestro favor. Hemos desayunado y esperado la llegada de Leonardo, nuestro taxista que ayer quería comenzar a las 9 h. mientras nosotros le impusimos las 8.30 y hoy se las ha arreglado para aparecer a las 8.50. Tras acompañarnos a realizar algunos menesteres imprescindibles – cambiar dinero, por ejemplo – nos ha llevado a cataratas y nos ha acompañado hasta el mostrador en que hemos contratado el paseo de aventura en barca. El trato era que él se dejaba ver con nosotros como contratante de los viajes y la empresa le abonaba a él el viaje que nosotros nos ahorrábamos. Nos ha pedido ausentarse del parque de Cataratas durante el día; a nosotros nos ha parecido lo normal puesto que no íbamos a necesitarlo hasta la tarde. Ayer le pagamos lo que nos pidió por el viaje de ayer, el de hoy y el traslado de mañana al aeropuerto. Hoy, al despedirse ha dejado caer que ya hablaríamos de lo de mañana. Hemos creído que se refería a la hora.
Hemos iniciado camino a pie por el “sendero verde” para acercarnos al comienzo del “Circuito Inferior” que nos habría de conducir hasta el embarcadero en el que iniciaríamos la “Gran Aventura” – así la proponen los folletos publicitarios del Parque. La verdad es que, cuando ayer, desde el lado brasileño, vi esas barcas que desafiaban la bravura de la caída de las cascadas y quedaban allí exponiendo a sus ocupantes a sus vaivenes y ofreciéndoles, sin duda, una experiencia irrepetible del fenómeno de Cataratas, decidí que yo quería hacer aquello que luego vi que llamaban “Gran Aventura”.
El camino por el sendero verde ha sido una sosegada experiencia de un tipo de bosque absolutamente diverso a cualquiera de los conocidos hasta ahora por mí. Llama la atención que aparezca por todas partes con insultante esplendor una flora que no podríamos encontrar tan hermosa ni en cuidados viveros de nuestra tierra. Plantas magníficamente decorativas crecen espléndidas por rincones cualesquiera de este bosque extraordinario. Ángel, nos ha inoculado el vicio de la contemplación por ejemplo de mariposas que, en variedades de espléndidas coloraciones y formas nos iban acompañando por el camino. El resto de la fauna no es menos llamativa y pintoresca: los coatíes se han convertido en unos asiduos compañeros en el camino (están sin duda viciados por los turistas que, pese a las prohibiciones expresas, los alimentan). Ya en el Circuito Inferior, nos hemos ido deleitando con la contemplación en espléndida proximidad de Saltos, como el Bossetti o eldedicado al primer descubridor de este maravilloso paraje, el español Alvar Núñez Cabeza de Vaca, y con la aproximación por abajo a las cataratas que luego recorreríamos por el Circuito Superior. Cuando ya la impaciencia de “la aventura” comenzaba a reconcomernos, el camino ha hecho una curva de 360 grados y nos ha puesto en dirección del embarcadero del que ya teníamos la sensación de estar alejándonos. En seguida hemos llegado a él – no debía estar tan lejos-, nos hemos desprendido de toda la ropa y otros complementos – gafas, por ejemplo –, nos han colocado chalecos salvavidas y hemos subido a la barca que, aun amarrada, se balanceaba… excesivamente.
El paseo brusco y accidentado por esas aguas bravías que podíamos incluso tocar nos ha llevado rápidamente hasta las inmediaciones de la primera cascada, el salto Bossetti, cuyas aguas pulverizadas nos han empapado. Con una dosificación probada en la experiencia cotidiana, el piloto nos ha ido llevando de menos a más hasta la experiencia de esa cascada que se deshacía prácticamente sobre nosotros… o yo así lo sentía, al menos. Y hablo solo de mí porque en ese momento he perdido contacto con todo lo que me rodeaba excepto con el agua que me golpeaba la cara y apenas me dejaba ver ni respirar. La barca salía y entraba una y otra vez en aquella cascada entre nuestros gritos de pasmo-miedo-entusiasmo.
Abandonada ya esta catarata, la barcaza ha comenzado a recorrer en rápidas aceleraciones y bruscos frenazos el espacio situado en el frente de la isla de San Martín. En ese momento de tranquilidad relativa, he buscado con la vista el embarcadero de la isla y he podido comprobar que, efectivamente, el lugar en que los mapas lo situaban estaba completamente cubierto por las aguas.
Un brusco acelerón me ha sacado de mis observaciones geográficas y me ha aplastado contra el respaldo de mi asiento, mientras me apercibía de que la barca se lanzaba en dirección a las cascadas de los Dos y los Tres Mosqueteros donde íbamos a recibir nuestros segundos bautismos de catarata; en plural, sí. Allí me ha poseído de nuevo la sensación de ser como una brizna de hierba zarandeada por el oleaje, traída y llevada sin control, anegada por una cascada de agua más o menos pulverizada. Por momentos resultaba imposible mantener los ojos abiertos. He oído a María Ángeles que le gritaba a Marga: “Chica, abre los ojos”. Gritaba, digo, y lo hacía por necesidad porque el estruendo del agua rompiéndose por todas partes era la otra sensación abrumadora y obligaba a ello. No sabría decir cuál de las tres sensaciones lo era más fuerte: la de movimiento aparentemente incontrolado (de vez en cuando notabas que la fuerza del motor te sacaba o te volvía a meter en la vorágine de la catarata), la del agua que te azotaba lanzada por golpes de viento en todas direcciones o la del ruido ensordecedor de la entraña vertiginosa de la cascada…
Me doy perfecta cuenta de que no alcanzo a transmitir todo el vértigo de sensaciones que disparó en mis venas un torrente de adrenalina durante unos veinte minutos que a todos nos parecieron muchísimos menos.
A lo largo de todo el viaje, un intrépido y, sin duda, más que bregado operador de cámara ha ido tomando imágenes del recorrido. Era, evidentemente, para ofrecernos la grabación al terminar la “Gran Aventura”. Y así ha sucedido: ya antes de atracar en el embarcadero, nos han propuesto la compra de un CD que contendría un reportaje de Cataratas seguido de las imágenes que acababan de tomar. Yo ya había decidido que me haría con una copia: tengo curiosidad por comprobar la cara de ¿miedo, acojono, exaltación? que me ha producido la experiencia. Ya en tierra nos han tomado los datos del hotel y se han comprometido a llevarnos el CD durante la tarde.
Después hemos pasado a los “vestuarios”, unas escalinatas construidas-talladas en la roca que tenían más de escaparate que de discreto vestuario: frente al río Iguazú y a los “aventureros” que iban a iniciar el siguiente viaje, nos hemos desnudado para ponernos ropa seca. Menos mal que se me había ocurrido traer una toalla del hotel con la que nos hemos ido semicubriendo al cambiarnos para evitar un nudismo sobrevenido para el que no nos encontrábamos preparados y que hemos superado entre las bromas y risas provocadas por este incidente y por el chute de adrenalina que todavía corría, en cascada también, por nuestras venas.
Y de nuevo en marcha. Hemos tomado la dirección de “Salida del Circuito Inferior” para dirigirnos al Superior. De camino hemos encontrado el salto de “Dos Hermanas”, una pareja de espléndidas cascadas a las que según nos había contado Leonardo nuestro taxista ellos venían de jóvenes a nadar sin ningún problema ni traba (¿?). Mientras aprovechábamos una zona de descanso aneja al salto, hemos recibido la visita de un coatí (cómo no) acompañado en este caso de un hermoso lagarto. El coatí, de pronto, ha escapado caminando con absoluta soltura y tranquilidad por la estrechísima barandilla de un puente.
Para nuestro pic-nic hemos buscado una pequeña estación indicada en los planos de recorridos posibles del parque y allí hemos comido nuestros bocatas.
Inmediatamente después nos hemos lanzado a recorrer el Circuito Superior: todas las cascadas vistas por la mañana desde abajo y ayer desde el lado brasileño las hemos recorrido por arriba. La maravilla se ha repetido con un solo problema: amenazaba seriamente con ponerse a llover ¡como aquí lo hace! Hemos terminado el recorrido mucho antes que Ángel que ha decidido inmolarse al dios de las tormentas. Dios que, por cierto, ha faltado a la cita y en lugar de echarse a llover… ha salido el sol. Reencontrado Ángel, - que ha hecho bromas, con razón, sobre nuestro miedo a lluvia después de la mojadina de esta mañana -, hemos recorrido de nuevo el circuito con tranquilidad y regodeo. Y, de postre, hemos decidido ¡volver a disfrutar el espectáculo inenarrable de la Garganta del Diablo!
Y allá nos hemos vuelto. No sé si el placer seguiría aumentando de volver a verla con frecuencia, pero sí sé decir que esta segunda contemplación me ha resultado más placentera aún que la anterior. Sin duda por la posición del sol, que había reaparecido, la Garganta, en toda su forma de ingente herradura, se adornaba por momentos con espléndidos arco iris, a veces dobles, que la llenaban de colores. Decenas de veloces golondrinas de largas alas jugaban a penetrar y salir una y otra vez de las cataratas sin problema ninguno, como si no las formaran metros y metros cúbicos de agua por segundo precipitados hacia el abismo. Inmensos y violentos torbellinos de agua pulverizada se elevaban al cielo como si fueran el vaho producido por la respiración desasosegada de la Madre Tierra. Lo dicho: mejor que la otra vez.
Las manecillas del reloj – impertinente artilugio – nos han convencido de que era necesario regresar. Y lo hemos hecho con el simpático trenecito bajo un cielo otra vez encapotado. En el momento justo en que llegábamos al porche de salida de este Parque, que es Patrimonio Natural de la Humanidad, ¡HA COMENZADO A LLOVER! Así que la lluvia, en nuestra visita a Iguazú, ha ejercido de prólogo y de epílogo, pero nos ha respetado el desarrollo del programa. Estábamos radiantes de felicidad: esto se llama suerte.
Leonardo, el taxista, ha venido a recogernos y… a aguarnos la fiesta con sus pretensiones de no respetar el acuerdo económico pactado y cobrarnos otra vez el traslado al aeropuerto de mañana. Nos hemos despedido de él diciéndole que no viniera mañana a buscarnos. Después hemos llamado al conductor del microbús que nos trajo del aeropuerto a la llegada y hemos acordado con él hora y precio.
Buscamos para cenar un asador, El Andariego, que vimos ayer por al tarde, cuando dimos un paseíto. Hemos preferido sentarnos en la calle porque había dejado de llover y hacía muy buena noche. Y casi hemos dado cuenta del abundoso asado que nos han servido. El incidente de la noche lo ha protagonizado la lluvia, que ha vuelto a media cena y ha comenzado a caer como si fuera la primera vez que le dejaban hacerlo en el planeta. El personal del restaurante ha tenido que proteger con unas lonas a los que se encontraban sentados más cerca de la calzada. He recordado en ese momento la frase de mi amiga Charo que siempre decía: “Si a mí me gusta que llueva, pero, hombre, por la noche y en el campo”. A mí he de decir – ahora, a toro pasado - que la lluvia de Iguazú me ha parecido siempre muy oportuna: ha aparecido cuando le tocaba (por la noche) y se ha retirado cuando podía entorpecer nuestras actividades turísticas..
Día 13.- DESTINO BUENOS AIRES
Desayunamos por última vez en el Che Lagarto: su café no tan malo como el que suelen ofrecer muchos hoteles, su discreto pero suficiente repertorio de alimentos fríos y calientes y su zumo de naranja exprimido “a brazo”.
Bajamos las maletas a recepción y esperamos al microbús, que tarda en llegar. Cuando lo hace, el conductor con mucha cachaza nos tranquiliza con un “Les va a sobrar tiempo”. Y salimos de Puerto Iguazú, dejamos atrás sus maravillosas cataratas, el espléndido comienzo de nuestro viaje argentino.
Los trámites del aeropuerto han resultado, en efecto, extremadamente sencillos en el diminuto aeropuerto de Iguazú. Y el viaje ha discurrido también sin ningún problema salvo un pequeño retraso, casi litúrgico y tal vez de obligado cumplimiento, en la salida del avión.
Al llegar a Buenos Aires hemos contratado un remís, uno de esos vehículos que no lleva taxímetro y en el que se acuerda precio antes de partir. Es apenas una furgonetilla y en ella nos hemos metido los cinco expedicionarios con nuestros voluminosos equipajes.
Afortunadamente no habíamos cogido dos taxis porque el recorrido ha resultado de lo más penoso, entorpecido por una manifestación en protesta por la represión violenta de unos inmigrantes. Al parecer habían ocupado un parque con sus chabolas, la policía entró a saco a desalojarlos y se produjo la muerte de al menos cuatro de ellos. El taxista nos ha dicho que en realidad habían sido quizás diez. Estos contrastes hacen pensar en lo injusto que es el mundo: mientras esto sucede aquí, nosotros venimos a disfrutar de unas estupendas vacaciones….
Preguntado por nosotros, Raúl, el conductor del “remís”, de ascendencia gallega, ha tirado un par de andanadas contra el Gobierno y los justicialistas. “Otros estarán contentos. Yo no les debo nada”, nos aclara.
Como en el avión nos habían repartido un tentempié, una vez aseados e instalados en nuestras habitaciones, nos hemos lanzado a cambiar dinero, primero, y a conocer algo de esta ciudad después.
Tras hacernos con unos cuantos pesos, hemos comido unas pizzas y nos hemos dirigido a la zona de Puerto Madero. Se trata de un antiguo puerto comercial que llegó a ser el más importante del país pero que pronto quedó obsoleto y fue abandonado. En los años 90 se hizo un plan de modernización integral y se ha convertido en la zona más chic de Buenos Aires. Hemos recorrido sus dársenas, atravesado el esbelto puente de Calatrava – muy de Calatrava – y recorrido el Parque de las Mujeres Argentinas. Tomado un refrigerio en forma de agua, hemos regresado al hotel aprovechando el recorrido para visitar Plaza de Mayo con sus emblemáticos Casa Rosada, el Concejo y la Catedral. Estos edificios junto con el Banco de la Nación Argentina componen un conjunto que habla bien a las claras del esplendor de aquellos tiempos y… del carácter argentino tal vez un tanto presuntuoso. Nosotros mucho más discretos, al llegar al hotel, nos hemos conformado con comprar piezas de fruta de varias clases y meternos en nuestra habitación triple (Marga, Merche y Javier) y hacer una cena sana y frugal. Luego, un rato de tertulia y a descansar.
Día 14.- ACERCAMIENTO A LA GRAN CIUDAD. Nuestro plan para este día, ya desde las sesiones preparatorias de Zaragoza, era el de tomar un bus turístico y realizar con él una visita panorámica de la ciudad que cumpliera dos funciones: la de hacernos una idea general y aproximada de lo que es la ciudad y la de pararnos a conocer más en detalle dos barrios, el de la Boca y el de Palermo. Resulta que el al bus turístico te permite con un solo billete apearte donde y cuando quieras para luego reemprender el recorrido. Y así lo hemos hecho (o hemos comenzado a hacerlo).
Hemos ido a la parada 0, en la calle Florida, para sacar nuestros billetes y comenzar la visita turística. El tal bus dispone de unos cascos informativos (en doce idiomas) para cada pasajero: tú pinchas tus auriculares en el idioma deseado y comienzas a oír una explicación de los lugares y monumentos más importantes que jalonan el recorrido. Así hemos ido recibiendo información de Plaza de Mayo, Avenida de Mayo, Plaza del Congreso, Corrientes, 9 de julio, Belgrano. Ya en San Telmo, hemos podido recorrer los aledaños de Puerto Madero y el paseo Colón para llegar a la Boca donde nos hemos apeado al lado de la vuelta de Rocha, muy cerca de Caminito y su pintoresco racimo de calles. Apenas hemos asomado a la entrada de la calle Caminito, nos hemos topado con un tipo que me ha llamado la atención porque parecía cultivar su evidente parecido con Maradona. Bueno, pues ha resultado que no solo cultivaba tal parecido sino que había hecho de él una profesión: “¿querés tomar una fotito con Maradona?”, le iba diciendo a todo el mundo. Y, maravilla mayor, los había que se la tomaban. Nos hemos metido a continuación en esa extravagante combinación de colores y pintorescas decoraciones de carácter descaradamente prostibulario que es la calle y zona de Caminito. Hemos visto y remirado cientos de artesanías de mayor o menor calidad y Merche y yo nos hemos remediado la necesidad de un sombrero – en su caso – y de una gorra en el mío. Lo mío ha resultado paradójicamente más penoso de solucionar porque TODAS las gorras eran de Boca Juniors – lo cual no era inaceptable – pero lo eran sobrepasando los límites más indiscretos de lo hortera y explosivo. Por fin he encontrado una gorra, de Boca Juniors por supuesto, bastante discreta de colores y ornamentación y he remediado mi problema de amenaza de insolación. Recorridos los mil rincones, callejones, escalerillas y vericuetos menores, estábamos ya muertos de sed y hemos recalado en uno de los infinitos baretos que nos habían ofrecido sus servicios casi al asalto. Era uno de los que, a modo de reclamo – y de justificación de la factura posterior – ofrecía una pareja de baile y de cuando en cuando un cantor, todo ello de tangos, por supuesto. La cantidad y frescura de la cerveza y la belleza de una de las bailarinas de tango así como el arte con que interpretaban el tango – al menos a mi corto entender – nos ha puesto de buen humor. Yo me he acercado al cantor para pedirle que en su siguiente intervención interpretara el tango Cambalache y me ha contestado que por supuesto. Lo que no me ha adelantado es que, al terminar su interpretación, se pondría un tanto pesado con le compráramos un CD que casualmente tenía por ahí.
La sorpresa de la mañana nos la ha dado María Ángeles: una de las parejas de baile se nos ha acercado para invitarnos a bailar un tango con ellos. Ángel y yo hemos sido taxativos en la negación y la invitación se ha volcado hacia las chicas. Y hete ahí que María Ángeles se presta a bailar, se sube al estrado y se marca un tango de mil pares de narices – se conservan documentos gráficos que dan fe de ello -. Evidentemente al terminar ha recibido un aplauso atronador por nuestra parte y un saludo del “cantor” por megafonía.
El camarero que nos ha servido se ha deshecho en zalamerías hasta el momento en que hemos pagado la cuenta y Marga, nuestra ministra de Hacienda en funciones, a la vista del monto de la factura, no le ha dejado propina. De vuelta al bus turístico, nos hemos dispuesto a hacer otra etapa hasta Palermo. Hemos recorrido Puerto Madero, Retiro, la Plaza San Martín, Avda. Libertador, Figueroa Alcorta, Sarmiento, Santa Fe… y cuando nos hemos querido dar cuenta nos habíamos pasado la parada de c/ Italia y no hemos podido apearnos hasta la Plaza de Francia, en la Recoleta. Hemos paseado por esta plaza y no hemos dirigido al Cementerio. A mí este género de “establecimientos”, pese al pacífico comportamiento de sus moradores, no me atrae en absoluto. Debo reconocer que este disgusto no es compartido por todo el mundo. Sin ir más lejos, en el de la Recoleta, nada más entrar nos ha ofrecido información y un plano detallado del recinto un señor que se nos ha identificado como perteneciente a la Asociación de Amigos de los Cementerios (¡toma castaña!). “Los cinco de la fama” no hemos demostrado un entusiasmo ni siquiera parecido y, tras un breve recorrido entre tumbas de militares ilustres, próceres de la patria y altos comerciantes – ni un solo obrero de la construcción – hemos hecho mutis por el foro pasando por delante del amigo de los cementerios que nos ha despedido con un gesto cortés de “pobres ignorantes”. Hemos retomado el bus que nos ha conducido, a través de una circulación especialmente atascada, a la parada 0 desde la que nos hemos trasladado al hotel. Hemos descansado un ratito y nos hemos lanzado de nuevo a la calle con la intención de recorrer la avenida de Mayo desde la plaza del mismo nombre hasta la del congreso. En el zaguán había tres señoras españolas muy preocupadas porque no llegaba el autocar que debía trasladarlas al aeropuerto. Cuando hemos salido a la calle hemos comprendido por qué no les llegaba ese autocar: circulaba por 9 de julio una enorme manifestación que después continuaba por Avda. de Mayo. Eran inmigrantes de los que están siendo desplazados por la policía de sus asentamientos chabolistas en el Parque Indoamericano, con resultado de varias muertes. Sobrecogía esa multitud de gentes sin nada: ni patria, ni casa, ni trabajo. Por uno de los claros de la manifestación hemos cruzado para seguir nuestro camino por Avda. de Mayo desde 9 de julio hasta la plaza del Congreso. Nos hemos cruzado con una madre joven que llevaba a su niñito en una silla de paseo que le iba diciendo a su amiga: “Pues yo te lo digo en serio: ya mismo los tirotiaba”. Nos ha parecido una frase cruel pero tal vez sintomática de lo que está ocurriendo. Alguno ha comentado que este es un terrible problema del que se ha librado Néstor Kishner que ha muerto en un momento dulce que lo ha llevado hasta las puertas del mito: la ciudad está llena de carteles exaltando su figura. No todos pensarán lo mismo: no lo hacía el taxista que nos trajo el lunes del aeropuerto.
Hemos recorrido ese tramo de Avda. de Mayo, tan español, arrancando en la 9 de julio desde el monumento al Quijote, regalo del Gobierno español. En esa avenida pronto hemos pasado por el Hotel Castelar en el que se hospedó Federico García Lorca cuando vino a estrenar con Margarita Xirgú “Bodas de Sangre” a Buenos Aires; que lo hizo, por cierto, en el teatro Avenida situado unos metros más adelante. Ambos establecimientos lucen en sus fachadas placas conmemorativas del evento.
En la magnífica plaza del Congreso nos ha llamado la atención desde lejos lo que parecía un montón de basura. Resultó ser otro establecimiento chabolista de una miseria estremecedora. Luego nos hemos dado cuenta de que eran al menos CUATRO pequeños grupos de algo que ni siquiera merecía, en muchos casos, el nombre de chabola. La plaza, por lo demás, es un ejemplo notable de noble y rica arquitectura cuyo colofón final es el palacio del Congreso que la remata por el oeste con su conjunto de palacio y magnífica fuente de las Nereidas.
Una curiosidad: nos ha dejado boquiabiertos la enorme copa de uno de los árboles que adornan la plaza. He intentado una medición aproximada de su amplitud contando pasos largos equivalentes a un metro más o menos. He necesitado 52 pasos para recorrer el espacio abarcado por tan fastuoso árbol, o sea, que medía más de 50 m.
De regreso hemos entrado en el zaguán del edificio Barolo que a mí personalmente me ha parecido bastante hortera y presuntuoso, una especie de delirio de nuevo rico que hizo rematar la torre en que termina el inmueble con un faro que, en su momento, se veía desde Uruguay. ¡Toma poderío y chulería de potentado! Regresados a 9 de julio, hemos seguido la Avda. de Mayo hasta llegar a la plaza. Al pasar por delante del café Tortoni hemos hecho propósito de tomar en él una cañita a la vuelta. Y así lo hemos hecho. Es un café precioso y magníficamente conservado. Llama la atención lo a gala que tiene haber sido visitado por personajes ilustres y por contar entre sus clientes asiduos a intelectuales, escritores y artistas plásticos a los que sigue dedicando rincones y mesas concretos. Al regresar al hotel, como habíamos hecho una comida frugal pero tardía, todos hemos decidido dar un paseíto por 9 de julio y retirarnos a nuestras habitaciones.
Día 15.- EL RANCIO Y HERMOSO SAN TELMO
El proyecto para el día de hoy era dedicarlo a visitar el típico barrio de San Telmo del que nos habían hablado como del más antiguo barrio que conserva un aire familiar y tranquilo además de innumerables establecimientos de antigüedades, mercados curiosos y talleres y puestecillos callejeros de artesanos.
No nos ha defraudado. En el mercado de San Telmo hemos recorrido espléndidos puestos de carne y de frutas y hortalizas, un kiosquito de productos artesanos de la gastronomía de la sierra de Córdoba (donde, por ejemplo se ofrecían huevos de codorniz escabechados), o un puesto de tejidos y confección donde he acabado comprando una edición de 1912 de romances del Duque de Rivas y no he adquirido una Historia de la Literatura Española de Fitzmaurice Kelly porque resultaba excesivamente voluminosa para mi equipaje. Sí, era un puesto de ropa.
En la plaza Dorrego hemos tropezado pintores, escultores y artesanos orfebres de notable calidad. Entre ellos ejercía un vendedor de libros viejos, más bien de segunda mano. La ha tomado conmigo porque yo, desde ayer, luzco-padezco una gorra con el escudo del Boca Juniors. Mientras intentaba colocarme una colección de disco-libros de grandes intérpretes del tango, me iba apostrofando “Hase falta coraje para andarse por el mundo con una gorrita como esa”. Al explicarle que la había comprado en Caminito, me ha recriminado: “Y a sincuenta metros del estadio de Boca, ¿de qué quería que se la vendieran, de Caperusita Roja?” Cuando ya me había negado a comprar la preciosa joya editorial que me ofrecía, ha pretendido venderle a mi mujer una foto de… “¿Vos sabés quién es este? Pues sí, Carlitos Gardel, el más grande de todos los cantores de tangos y… más lindo que su marido, se lo aseguro”. Era un tipo simpático y cordial que se ha despedido de mí con un “Encantadísimo de haberle conocido, me encanta saludar a tipos con sentido del humor” acompañado de un apretón de manos.
De allí nos hemos ido a “repostar” al café Britania porque habíamos oído una leyenda urbana sobre él: siempre tuvo ese nombre pero, a raíz de la guerra de las Malvinas, el dueño del establecimiento borró de los rótulos las tres primeras letras de su nombre y durante varios años pasó a llamarse CAFÉ TÁNICO. Es un café que tiene a gala conservar su viejo y un tanto astroso mobiliario y un trato cercano y cordial con los clientes, incluso con los ocasionales como nosotros.
Hemos encontrado por estas calles frecuentes ejemplos de casas con aire de principios del s. XX e incluso casas coloniales habitualmente en muy mal estado de conservación si no en casi ruina. Las restauradas daban idea de lo que podría llegar a conseguirse de este barrio si se ejecutara en él una labor sistemática de recuperación. Queda mucho para ello. Nos hemos acercado también al “Viejo Almacén”, uno de los más ilustres lugares en que se representa el tango como espectáculo: a las chicas les apetece asistir a alguno de estos, o sea que convenía informarse. Desde allí nos hemos acercado al parque Lezama, antiguo jardín privado que fue traspasado al municipio por la viuda de Gregorio Lezama con las condiciones de que se convirtiera en parque público y de que llevara el nombre de su marido. Esta ha sido nuestra última parada seria en el barrio de San Telmo. Hemos regresado al hotel y disfrutado una siesta… generosa. Por la tarde hemos paseado por Corrientes, por Florida, por Reconquista y regresado por Corrientes. En esta calle, en su teatro Gran Rex, hemos visto anunciadas actuaciones en dos días consecutivos de Joan Manuel Serrat con el cartel de “Agotadas localidades”. Antes de irnos a cenar al hotel, hemos localizado el restaurante “La Estancia” al que iremos a cenar otro día que Marga y Ángel tengan el estómago más a punto.
Día 16.- PALERMO (BUENOS AIRES)
Hoy nuestro destino prefijado era el barrio de Palermo que se está trasformando velozmente del modesto barrio residencial de casas bajas, talleres mecánicos y almacenes que era al territorio de restaurantes, hoteles y tiendas de ropa que atrae al turismo y fija un nuevo tipo de población. Palermo está subdividido en cuatro mini-Palermos: Soho, Hollyvood, Queens y College.
Nosotros hemos tomado el “subte”, como dicen aquí, en Avda de Mayo hasta Diagonal del Norte (una sola parada) y allí hemos trasbordado para tomar la línea D desde 9 de julio hasta plaza de Italia. Al salir, nos hemos dirigido al jardín botánico sito al otro lado de la calle. El paseo por su interior ha resultado muy agradable por la tranquilidad y la temperatura que nos ha regalado, pero un poco penoso por el lamentable estado de conservación que padece. Haciendo un esfuerzo para abandonar la comodidad de ese recinto nos hemos lanzado a la calle.
Cruzada la plaza Italia, hemos tomado la calle que recientemente ostenta el nombre de Jorge Luis Borges porque tan famoso escritor vivió en su número 2135 a partir de los dos años. Borges decía que el Palermo que él conoció “tenía más huecos que casas con el arroyo Maldonado a la vuelta. Era un bario de malevaje, calabrés y criollo”. La calle Borges que hoy hemos conocido ya no responde a esta imagen aunque, a decir verdad, conserva todavía un marcado carácter provinciano. Hemos observado que los cartelitos de cerámica que marcan en muchas casas la numeración de la finca todavía conservaban el nombre anterior de calle Serrano.
Al parecer la gente más arraigada al barrio todavía sigue llamando plaza Serrano o simplemente La Placita a la que tiene ahora como nombre el de Julio Cortázar. Recorriendo la calle Borges casi hemos pasado de largo por el número 2135. Tal vez esperábamos una indicación más clara que la sencilla plaquita que lo recuerda al lado de la puerta de un establecimiento de peluquería. La plaza Cortázar no nos ha recibido con la presencia de los variados artesanos que parece que la ocupan en los fines de semana. Apenas había dos o tres vendedores de tejidos que, privados del valimiento de la compañía de sus colegas, casi no hacían muestra de sus actividades comerciales. En cambio, en cuanto hemos torcido a la derecha y nos hemos metido por Gurruchaga y sus calles adyacentes, el panorama ha cambiado totalmente: para regocijo de las chicas y pena de los varones, las tiendas de ropa, artículos deportivos, elementos de decoración, complementos y de otras mil zarandajas se apiñaban allí puerta con puerta. Ángel, nuestro filósofo, ha hecho un análisis acertado de la situación: “Puesto que ya ha quedado constituido un equipo A de intenciones cercanas al conocimiento del mercado y, tal vez, a la propia actividad mercantil, se constituye espontáneamente un equipo B de intereses tabernarios o afines”. Así organizados, nosotros nos hemos dado a la búsqueda de un establecimiento donde atentar contra nuestra sed. Hemos observado inmediatamente que esta zona del barrio tan netamente comercial de la moda, había desterrado o al menos orillado la presencia de bares, tabernas y cafeterías: le ocurría lo mismo que al Equipo A. Hemos añorado la simpática plaza Cortázar en una de cuyas fachadas un llamativo cartel rezaba en letras de colores chillones: PRÓLOGO CERVERCERO. Los árboles ocultaban cómo sería el texto y el epílogo. El caso es que, al fin, hemos encontrado una sombreada terracita donde nos hemos dispuesto a aplacar la sed. La verdad es que las chicas no han tardado en aparecer tanto como nosotros nos temíamos y se han incorporado pronto al refrigerio.
Ya descansados, hemos decidido acercarnos hasta los bosques de Palermo y seguir hasta el jardín Japonés. El recorrido de la calle Gurruchaga ha resultado muy agradable. Al atravesar la calle Paraguay por el número 1500, Merche se ha acordado de que en esta calle – vaya usted a saber en qué número – había vivido su hermano durante su permanencia en Buenos Aires. He tomado el teléfono y le he mandado un mensaje a mi cuñado contándole dónde nos encontrábamos para ver si le sonaba y le daba un puntazo de añoranza.
Los bosques de Palermo nos han parecido un conjunto vegetal maravilloso, un magnífico lugar de paseo. Tirando de plano y de preguntas a los naturales del lugar, hemos llegado por fin al jardín japonés, regalo de dicha comunidad a la ciudad en 1967. Es un jardín exquisito en sus proporciones, formas y combinaciones de estanques, plantas y rocas. Está escrupulosamente cuidado en todos los aspectos. La caminata para llegar hasta él había sido penosa pero en ningún momento la hemos dado por mal empleada. Ha sido la hora y no el gusto lo que nos ha sacado de allí para buscar el camino hacia el “subte” que nos llevara al hotel.
Después de alimentados, hemos echado una siestecita que no merece el diminutivo: en realidad en este caso se trata evidentemente de un apreciativo que da idea del gusto que nos ha producido.
La idea para la tarde era ir paseando tranquilamente hasta la calle Córdoba para visitar las Galerías Pacífico de las que habíamos leído maravillas y visto imágenes espectaculares. La verdad es que nos han parecido una preciosidad en su género. Además de la grandiosidad como establecimiento o conjunto comercial merece la pena resaltar la riqueza de sus elementos decorativos que en algún caso son un modelo de delicadeza y espectacularidad en el diseño. Estas Galerías disponen además de salas para espectáculos (hemos sacado entradas para uno de tangos mañana por la tarde) y de exposiciones (nos hemos visto envueltos en la inauguración de una exposición de dibujos y hemos visitado también la de fotografía de Antonio Banderas). En fin, una satisfactoria experiencia.
De allí nos hemos dirigido al restaurante La Estancia en la calle Lavalle donde nos hemos dado una cenorra de asado criollo. Afortunadamente este restaurante está relativamente cerca del hotel en el que nos hemos metido con toda diligencia.
En estos momentos, creo que todos duermen, menos yo. Pero esto va a ser verdad por poco rato.
Día 17.- HERMOSO TIGRE
Hoy el día ha comenzado mal, o sea, que saldrá bien. Estábamos en el cuarto de baño Merche (en la ducha) y yo (lavándome los dientes); ella terminaba de ducharse y de pronto he oído como un estallido, me he vuelto y he encontrado a Merche rodeada de cristales rotos, levemente herida e inmovilizada por la capa de cristales que rodeaba sus pies descalzos. He liberado de chispitas de cristal la planta de sus pies, se los he calzado con las zapatillas de hotel y así ha conseguido salir de aquel círculo maldito de cristales rotos. Yo había pisado unos de los desparramados por el baño y sangraba también por la planta del pie. Una vez que Merche ha eliminado en el bidet los cristalitos que llevaba pegados a las piernas, hemos podido proceder a la cura de las afortunadamente pequeñas heridas que llevábamos (yo solo una). Y fin de la aventura.
Tigre. Ese era nuestro nada feroz plan para hoy. El propietario de “remís” que nos llevó al hotel Argentino nos ofreció la posibilidad de trasladarnos (ida) a Tigre por 170 ó 180 pesos (no recuerdo bien). Nosotros decidimos ayer acometer el viaje en transporte público partiendo del “subte” de Avda. de Mayo hasta la estación Diagonal Norte (una sola parada, olé lo chulos que somos); hacer ahí trasbordo a la línea que nos llevara a la estación de Retiro y desde allí tomar (coger, no) el tren hasta Tigre.
Así lo hemos hecho esta mañana. Nos ha ocurrido un incidente un tanto chusco y muy del metro: hemos subido al “subte” en Diagonal, algunos de nosotros nos hemos sentado y, al llegar a la siguiente estación, hemos comprobado alborozados que los pasajeros del vagón se iban y podíamos sentarnos todos y juntos; inmediatamente se nos ha acercado un chico joven y nos ha explicado que era final de trayecto y que, sin duda, habíamos tomado el “subte “en dirección contraria. Así era, claro. Hemos remediado el entuerto y, sin más problemas, hemos accedido a Retiro. En esa estación hemos sacado “boletos” de ida y vuelta para Tigre. Apenas asomados al andén, hemos leído en un cartel luminoso que el tren hacia Tigre salía inmediatamente. Casi corriendo lo hemos alcanzado y al instante nos hemos puesto en marcha.
Estábamos optimistas a tope porque a cada uno de nosotros el viaje de ida y vuelta a Tigre desde el hotel nos iba a salir por ¡3.80 pesos! (1.10 el “subte” y 2.70 el tren) En total 19 pesos, menos de 4 euros, el viaje de ida y vuelta desde el hotel a Tigre.
Tras 45 minutos de un viaje con muchas paradas hemos llegado a Tigre. Nos ha causado muy buena impresión el entorno de la estación perfectamente ajardinado con una estatua en medio del alcalde Mitre que, al parecer, fue el que acometió la obra de traer el tren hasta Tigre. En Información de la estación nos han indicado dónde estaban los muelles de los catamaranes que hacen recorrido por el delta del Paraná en que se sitúa Tigre. Hemos decidido dar un paseo por allí e informarnos de camino. Nos han dado precio de 60 pesos por persona para un paseo de una hora. Del paseo iniciado nos arrepentimos inmediatamente porque el calor es sofocante y porque además observamos que en la otra orilla hay otro embarcadero en que se veía mucha demanda. Hemos pensado que se trataría de alguna mejor oferta; y nos ponemos inmediatamente en camino. Llegados a la caseta de información, el señor que nos atiende nos dice en primer lugar que la oferta que nos hacía era como la del otro lado, pero “¿Ustedes cuántos son?” Al enterarse de que éramos cinco, nos ofrece la posibilidad de hacer un recorrido de una hora en una barca fueraborda que nos costaría lo mismo (300 pesos) y que, al ser más rápida, en el mismo tiempo nos mostraría más cosas. Quedamos en ello y nos disponemos a esperar.
Pasado algo más del cuarto de hora comprometido, ha llegado nuestro barquero: “Soy Fernando”, se ha presentado, “y les voy a mostrar esta bonita tierra del Delta”. El recorrido en barca resulta muy agradable, sobre todo después de que, a pregunta de Merche, Fernando nos aclarara que sí, que la barca era segura y que además llevaba salvavidas para ocho personas. Bueno, así ya era otra cosa. Gracias, Merche, por esa solicitud de información tan tranquilizadora.
El tal Fernando resulta ser un muchacho muy cercano y sencillo que ha comenzado a darnos explicaciones en las que no se limitaba a indicarnos los lugares que íbamos atravesando sino que nos explicaba los problemas sanitarios, educativos y de abastecimiento que tenía la zona y cómo los iban solucionando. Él mismo vivía en una casita que nos explica cómo había ido construyendo en uno de los canalillos laterales “Pero no les puedo llevar hasta mi casita porque ya les he dicho que hoy el agua está muy baja y esta barca, así cargada, quedaría varada”.
El paisaje que hemos podido disfrutar en el paseo en barca ha sido maravilloso. La sucesión de canales por la que nos hemos ido desplazando nos ha puesto en contacto con la realidad geográfica del delta, todo un espectáculo de naturaleza no excesivamente alterada y cuyos cambios parecen al menos ser mejoradores del paisaje. Las casitas están construidas realzadas del suelo como palafitos no porque estén construidas en el agua sino porque se dan fuertes crecidas de las quedan salvadas por este tipo de construcción. Otras ventajas según Fernando: en el porche inferior resultante se crea un espacio muy confortable en épocas de no crecida y además este aislamiento del suelo humedísimo libra la vivienda de las humedades.
Nos hemos tropezado con un catamarán-hospital que va dando servicio sanitario a los pobladores del delta. Fernando nos ha explicado esto y la forma en que se presta el servicio educativo trasladando a los niños en barca a la escuela. Nos ha hablado de su niña, de los problemas de salud que había padecido por intolerancia a una leche artificial que le habían recetado como refuerzo alimenticio. Ángel lo ha consolado contándole el caso de una sobrina suya que pasó meses llorando continuamente por un problema semejante de rechazo, se lo descubrieron y ahora es una niña sanísima y alegre. Fernando ha agradecido la noticia y nos ha contado que su niña también estaba ya perfecta. Así hemos ido pasando la hora contratada entre contemplaciones de la naturaleza soberbia del lugar (“Aquí clava usted un palito en el suelo y al año siguiente tiene un árbol”, nos decía Fernando), las explicaciones del guía sobre las peculiaridades de la vida en el lugar y la afanosa captación fotográfica de lo que era posible documentar con nuestras cámaras. Al regreso al muelle, Fernando nos ha dado su tarjeta (“El Fer”, nombre de su barca) y se ha despedido muy cariñosamente. En nuestra agenda figuraba la posibilidad de visitar el MERCADO DE FRUTOS de Tigre. Hemos preguntado por su paradero y allá que nos hemos ido agobiados por un calor de antología; menos mal que el camino estaba en muy buena parte protegido por árboles. El tal mercado nos ha defraudado bastante porque ha dejado de ser Mercado de Frutos para convertirse en un mercado… de turisteo. Eso sí, los pocos puestos de frutos que quedaban eran un espectáculo de formas y colores en la presentación de la mercadería. Llegados al fondo, hemos encontrado un kiosco con terraza justo al borde de uno de los brazos del delta donde además corría una brisita revitalizadora. A los efectos de la brisa hemos sumado el de nuestros bocatas apoyados por unos chorizos a la brasa proporcionados por el bareto y por unas cervecitas. Hemos recordado que para postre podíamos aceptar la oferta que nos había hecho el dueño de otro chiringuito a la entrada del mercado: unos zumos de frutas en combinación elegida por el cliente. Allá hemos ido y hemos acabado de reconfortarnos con unos estupendos zumos, el mío de ananás, mango y cerezas: un vaso enorme como de tres cuartos de litro. Poco después nos hemos acordado mucho de estos providenciales zumos.
Al entrar en la estación de ferrocarril con intención de regresar a Buenos Aires, nos hemos encontrado con que había una cantidad extraordinaria de gente. Y ese ferrocarril sólo va a Buenos Aires, creo. Me he acercado a preguntar por el andén (aquí plataforma) de la que salía el tren. El empleado no me ha permitido formular la pregunta con un aburrido “La plataforma 3”. Era un gentío el que abordaba ese tren. Luego nos hemos enterado de que los dos anteriores (hay tren cada diez minutos) no habían salido: aquel era el público de tres trenes en uno. Nosotros todavía nos hemos sentado pero inmediatamente el tren se ha llenado de bote en bote. El público de las siguientes (muchas) estaciones era también TRIPLE. Esto, combinado con el rato que hemos tenido que esperar en alguna estación para dar paso a otro tren que venía de BA, ha provocado retrasos cada vez mayores. La temperatura del vagón, a pesar del aire acondicionado manifiestamente insuficiente, era casi insoportable. Evidentemente hemos sudado en ese rato todo el zumo que nos habíamos tomado y algo más.
Aunque parecía que nunca iba a producirse, hemos llegado a Retiro y, contra pronóstico, hemos hecho un recorrido en metro bastante cómodo hasta el hotel. El último apartado del programa de hoy era asistir al espectáculo de tango para el que habíamos sacado entradas ayer en Galerías Pacífico. El espectáculo era a las ocho y salíamos del hotel a las siete y media pasadas. Conclusión: hemos tenido que ir casi corriendo porque hay un buen trecho desde el hotel: siete cuadras de 9 de Julio y otras cuatro o cinco de la calle Córdoba. Pero hemos llegado con dos minutos sobre el tiempo oficial y doce sobre el real. El espectáculo ha sido muy del gusto sobre todo de las chicas. Hay que reconocer que la orquestina y los bailarines han estado brillantes por momentos. Otra cosa han sido los cantantes: Flojitos de facultades y, sobre todo él, con una voz muy poco tanguera. Lo hemos pasado bien de todas maneras. Al salir Merche y yo teníamos el proyecto de remediar nuestro olvido del otro día y hacer unas cuantas fotos del fantástico interior de Galerías Pacífico. Pronto he observado que, muy discretamente, nos iban apartando del camino que yo hubiera tomado para regresar al interior e inmediatamente… nos hemos visto en la calle. Tras un pequeño fallo de orientación, hemos tomado el camino bueno a 9 de Julio y al hotel. Buenas noches, que mañana madrugamos para ir al aeroparque que así llaman al Newbery, el de vuelos nacionales.
Día 18.- OTRO MUNDO: SAN CARLOS DE BARILOCHE
Nos hemos levantado a las 6 de la mañana. Una vez aseados, hemos bajado las maletas a la consigna del hotel y nos hemos ido a desayunar a las 7 (hora de comienzo de los desayunos). Lo hemos hecho a buen ritmo porque a las 7.20 habíamos quedado con el dueño del “remís” que nos trajo el otro día del aeroparque. Es un tal Raúl, nieto de un español de Pontevedra. (Hemos encontrado cantidades enormes de personas descendientes de españoles llegados aquí después de la guerra civil o mucho antes.) Este es un tipo muy simpático, nada marrullero, serio y puntual (a veces esto es noticia). Le hemos preguntado si tendríamos hoy, como el día de la llegada) algún problema con alguna manifestación. “No, señores; hoy es sábado y los sábados y domingos los sindicalistas se toman día franco”.
No diré yo que eso no haya sucedido así, pero lo cierto ha sido que a las 7.30 de la mañana había un tráfico del demonio. En cuanto hemos llegado al aeroparque hemos deducido a qué se debía tal aglomeración: este es un fin de semana muy especial y, sin duda, muchos bonaerenses y no menos extranjeros han dado comienzo a sus vacaciones. A pesar del atasco no hacía ni dos minutos que estábamos en cola, cuando por la puerta cercana a nosotros han aparecido las Isabeles y Mariluz que llegaban de Madrid. ¡Maravillosa casualidad que ha completado (casi) el grupopatagonia2010! El aeroparque, que el día que llegamos estaba bastante despejado, hoy se encontraba hasta los topes: miles de personas haciendo unas colas inmensas. No se lo toman con excesivo nerviosismo: saben de la “buena” costumbre de Aerolíneas Argentinas de retrasar las horas de salida. La nuestra ya la habían retrasado “oficialmente” de 9.20 a 9.45: en realidad el avión despegaría a las 10.45. Esta relajación también es buena para el pesaje de los equipajes y para el control aeroportuario: pasan de ello olímpicamente. La compañía con la que hemos viajado ha sido Austral, una compañía filial de Aerolíneas para vuelos internos. A eso de las 13.10 hemos llegado a San Carlos de Bariloche que nos ha recibido con ¡9 grados de temperatura, a nosotros que ayer padecimos los 35 de Tigre y Buenos Aires! Hemos sacado ropas de abrigo que llevábamos debidamente dispuestas al alcance de la mano y a buscar los equipajes. A la salida ya nos esperaba un microbús de la compañía con la que tenemos contratado el resto del viaje. Un tal Gastón, muy amable él, nos ha llevado hasta el hotel. Previamente, para que nos hiciéramos una idea de lo que es la ciudad de Bariloche, no ha hecho una pequeña visita panorámica permitiéndonos incluso detenernos a comprar (aquí los bancos solo venden divisas a sus clientes) pesos argentinos en una casa de cambio.
El hotel tiene el problema de que se encuentra a 7 km de la ciudad. La verdad es que pronto vamos a comprender que este no es un problema grave: los autobuses 10, 20, 21 y 22 pasan por su puerta. Hemos llegado y nos han repartido las habitaciones. “¿Quién desea la 25 que es doble?” Nadie respondía hasta que nos hemos decidido Merche y yo. Nos la han abierto y nos hemos quedado con los ojos a cuadros, nosotros, que en Iguazú habíamos vivido en el simpático pero destartalado “Che Lagarto”. Se trataba de un hermoso salón-cocina-comedor muy bien equipado que daba paso a un cuarto de baño dotado hasta de jacuzzi. Esto en la planta baja. En lo alto de una escalera estaba el dormitorio de techo abuhardillado y con una cama de matrimonio de 2.10 m de ancha. Salón y dormitorio tienen cada uno su terraza y están aislados del exterior por un enorme store que se acciona con un mando eléctrico. A nosotros, que llegábamos pasmados por el frío, el calorcito de la habitación ha terminado de componernos la estupenda impresión. Impresión también apoyada por las fantásticas vistas sobre el lago Nahuel Huapi que, según nos había contado Gastón es el tercero más grande de Argentina con sus 90 km de largo por 12 km de máxima anchura y con 460 m de profundidad mayor.
Nos hemos instalado y hemos preguntado en recepción dónde podíamos ir a comer bien, para celebrar la constitución del grupo que en breve tiempo se completaría cuando llegara de Chile Enrique. Nos han recomendado el restaurante Patacón, cercano al hotel. Y allí nos hemos dirigido después de dejar encargo en recepción de que, cuando llegara Enrique, lo enviaran a comer con nosotros.
Como tardaba y el hambre apretaba, hemos decidido ponernos a comer carne, claro. De las cosas que nos han servido, la mejor nota la ha recibido - somos docentes – un osobuco de cordero que estaba excelente. Hemos terminado de comer y Enrique sin llegar e Isabel nerviosilla. Nos hemos puesto en camino al hotel y en ese momento… ha aparecido Enrique al que, después de algún olvido excesivo, le habían avisado ahora de que lo esperábamos en el Patacón.
Hemos decidido hacer la primera prueba con el colectivo que, por cierto, ha comenzado mal porque, cuando ya nos creíamos afortunados porque hemos tenido que correr para alcanzar uno que llegaba, este ha pasado de largo: parece que iba lleno. Paciencia. El siguiente sí ha parado y nos hemos subido. I.Panzano, nuestra tesorera, ha tenido problemas para pagar porque el “colectivero” le pedía la cantidad justa. Debe tratarse de un vicio nacional: en Buenos Aires nos avisaron de que hacían lo mismo pero con mayor rigor. Vamos que tenían razón los Luthiers en su canción “Semos los colectiveros”.
Hemos recorrido el “centro cívico” (así dicen ellos a la plaza central) y la calle Mitre. El centro cívico está adornado por unas hermosas araucarias y por la estatua de un jinete en bronce que nos ha llamado la atención que estuviera llena de pintadas de arriba abajo. Luego hemos sabido que era la estatua del general Julio Argentino Roca, militar y por dos veces presidente de la República Argentina, autor de la “conquista” de las tierras de la Patagonia, una guerra ofensiva contra los indígenas que habitaban la Patagonia, con el objeto de ampliar el territorio bajo soberanía efectiva de la nación. La tal conquista supuso casi el exterminio de los pueblos indígenas (tehuelches, mapuches, yámanas,…) para sumar sus tierras a la ”civilización”: ahora entendíamos el porqué de las pintadas de genocida, asesino y demás lindezas que adornaban su efigie.
Metidos en la calle Mitre hemos buscado dos cosas: un lugar donde Enrique pusiera remedio a su más que justificada hambre y un súper donde adquirir vituallas para cenar en el hotel en una de las habitaciones, concretamente en la nuestra. Hechos los deberes, nos hemos puesto a buscar una parada del colectivo desde la que regresar al hotel. La gente es amabilísima: antes incluso de que formules la pregunta te facilitan la información. Enrique y yo nos preguntábamos en voz alta dónde estaría la panadería a la que habían ido Merche e Isabel y una señora que nos ha adelantado nos ha dicho “En la esquinita, no más”. Al llegar a la parada del colectivo un muchacho, que nos ha oído intentar recordar los buses que nos servían, nos ha informado que, además del 10 y el 20, a nuestro hotel también nos podía llevar el 21 y el 22. Tal vez la gente de aquí es todavía más amable que la de BA.
Al regreso al hotel, lo consabido: cenita ligera en la habitación 25 y sobremesa didáctica a cargo de I. Panzano sobre las triquiñuelas del blog grupopatagonia2010. Resultados pedagógicos, escasos: como si fuéramos alumnos de la ESO.
Día 19.- LA RUTA DE LOS SIETE LAGOS
Gastón nos avisó ayer que, en contra de lo que decía la programación inicial de nuestra estancia en Bariloche, hoy íbamos a hacer la “Ruta a San Martín de los Andes y camino de los 7 lagos” y que pasarían a buscarnos a las 8 de la mañana.
El sistema de desayuno de este hotel (te dejan a la puerta de la habitación una bandeja con los elementos de desayuno que has solicitado por escrito el día anterior) ha provocado hoy un pequeño incidente. Nuestra pareja de ángeles (Ángel y Mª Ángeles) se han retrasado a la hora de acudir al comienzo de la excursión (las 8 h.). Nos han explicado que, como el desayuno era tan abundante (¡!), se les había hecho tarde. Nosotros, que habíamos estado comentando la sobriedad del tal desayuno, nos hemos quedado perplejos hasta que nuestros ángeles nos han aclarado que se habían desayunado DOS bandejas, la suya y, al parecer, la de la habitación de al lado. Mª Ángeles se ha quedado muy… avergonzada y ha hecho propósito de excusarse con los empleados del hotel.
Bien madrugados y desayunados (algunos), estábamos dispuestos para zarpar con puntualidad no excesiva. El nuevo conductor se nos ha presentado como Diego y nos ha causado una buena impresión que luego se confirmaría. Nada más salir de Bariloche hemos atravesado un puente sobre el río Limay, único defluente del lago Nahuel Huapi que lleva sus aguas excedentes hasta confluir con el Neuquén y formar el Río Negro que da nombre a la Provincia de Bariloche. El comienzo de nuestra excursión va a seguir el curso del río Limay. Este curso alto está muy bien conservado gracias a la creación del Parque Nacional de Nahuel Huapi lo que impidió en su momento que se creara una zona de fuerte explotación industrial que hubiera dado al traste con este paisaje. Apenas salidos de Bariloche, nos metemos en un paisaje netamente estepario, de vegetación rala y escasa. Lo que más abunda son los llamados neneos que guardan un cierto parecido con los erizones tan abundantes en nuestro Pirineo. Se diferencian en que estos neneos no forman agrupaciones extensas sino que crecen en matas aisladas unas de otras. Según nos explica el guía abundan en estas estepas animales como el ciervo rojo, el jabalí y el guanaco. Ciervo y jabalí son tenidos por especies invasoras (que sin duda lo son). Del guanaco nos cuenta el guía que padeció la competencia de la oveja (otra especie importada) cuando la lana de esta tenía gran valor y eso supuso casi su desaparición. La creación del Parque Nahuel Huapi y la desmesurada revalorización de la lana de guanaco han vuelto a lanzar la cría y crecimiento de este animal en la zona.
Paramos unos kilómetros más adelante en un paraje donde el Limay forma una especie de anfiteatro con un meandro hermosísimo. Se aprecian en ese lugar una serie de características concurrentes: por un lado el talud continuo que llevamos a nuestra izquierda parece ser la morrena central de un primitivo Glaciar y de otro las rocas basálticas de caprichosas formas (como “el dedo de Dios”) nos hablan de un pasado volcánico. Esta geomorfología nos acompaña durante muchos km hasta Confluencia donde abandonamos la RN237 para tomar la RP63 hacia San Martín de los Andes. El paisaje se hace cada vez más monótono y mis párpados cada vez más pesados, o sea, que doy unas cabezaditas bastante notables aunque Isabel P. que viaja a mi lado dice que no, que tan apenas.
El Río Limay cada vez se va haciendo más ancho hasta que en un momento determinado deja de ser río para convertirse en un embalse, el de Aluminé. Al desviarnos hacia San Martín vamos cruzando nuevos ríos. Llegamos a Junín de los Andes ya bastante cansados. Junín no parece tener muchos atractivos, no en vano comenzó siendo simplemente un enclave militar fortificado. Por cierto que, por primera vez en el viaje, un soldado nos detiene y le pide la documentación al conductor. Parece un mero trámite y pronto estamos de nuevo en marcha hacia San Martín al que llegamos a eso de las 12.45.
El conductor nos deja libres hasta las 3 y nos recomienda acercarnos al lago Lácar a orillas del que crece San Martín. El tiempo se ha ido revolviendo y comienza a chispear con un notable viento acompañante. Paseando hacia el lago Lácar, el primero de los 7 que vamos a ver, devoramos nuestro pic-nic y, convencidos por el mal tiempo y el deseo de una buena cerveza o un tonificante café, nos metemos en un bar-restaurante que tiene muy buena pinta y está cerca. Pronto comprendemos que la elección ha sido un acierto: nos atiende una parejita extremadamente amable. Pedimos lo dicho: cafés, algún mate y cervezas. Nos los sirven y añaden sin nadie solicitarlo aceitunas negras y una especie de paté o crema de berenjena, pepinillos, aceitunas, etc.. (con una cestita de panecillos y pan tostado) para los cerveceros y pastitas de dos tipos más una especie de pan dulce para los del café y el mate. De las cervezas que nos habían ofrecido, hemos elegido la Lácar, por ser del lugar y de elaboración artesana, y en dos modalidades, negra y ámbar (por nostalgia terruñera). Resultan ser dos excelentes cervezas. Al comerme un trocito de pan tostado, me atraganto con sus miguillas y me da una tos incontenible. La camarera, que además es muy guapa, me trae con presteza un vaso de agua para sacarme del apuro. Además el establecimiento está decorado con mucho gusto y con modernidad no exagerada. Acaba organizándose una casi peregrinación al baño para (además de…) contemplar el originalísimo grifo-cascada que decora el lavabo. La cercanía de las 3 de la tarde nos hace levantar el campo y dirigirnos a la plaza Gral. San Martín, punto de encuentro con el guía. Con él y con otros cuatro viajeros que resultan ser dos parejas israelitas (ellas, al parecer, judías argentinas emigradas a Israel hace 40 años). Durante el viaje ellas aún se mostraron cercanas y amables, pero sus dos “boronos” eran un par de antipáticos de diseño. Iniciamos la ruta de los siete lagos con el Lácar en el que apenas nos detenemos por haberlo visitado ya y porque en ese momento la lluvia arrecia como afortunadamente no volverá a hacerlo. El siguiente es el Machónico, un lago un tanto osco (¿será el día?), de paredes abruptas y rodeado de una vegetación menos frondosa de la que luego encontraremos en otros lagos.
En sus orillas nos explica Diego qué es el Llao-Llao (voz mapuche que significa dulce-dulce, o sea dulcísimo): ciertos árboles como el coihue sufren el ataque de algunos hongos y para defenderse generan una especie de abultamientos de los que brota en un determinado momento una especie de esponjitas de color amarillo que los mapuches consumían y debían encontrar dulces. El tal fruto ha dado nombre al primer gran hotel que se construyó en el parque Nahuel Huapi, cerca de Bariloche.
A pesar de que el día continuaba muy parecido, el lago Falkner nos parece a todos un lago amable y acogedor. Hasta el viento, que nos acompaña con fidelidad odiosa durante todo el camino, deja de soplar en sus suaves orillas adornadas de notros y lupinos de vivos colores. Una bruma suave dulcifica la silueta de por sí no muy arisca de las montañas que lo rodean.
Después vistamos el lago Villarino que parece que debe su nombre al gallego Basilio Vilariño, que montó una expedición buscando un camino interoceánico y pereció en el intento. Es también muy hermoso. El lago Escondido, que es pequeño y está efectivamente escondido, sobre todo ahora que el camino se encuentra en mal estado, tiene como característica peculiar y distintiva el color verde de sus aguas debido al parecer a unas algas que las pueblan.
El lago Correntoso, el más parecido de todos al Falkner, nos brinda además de unos paisajes suaves y deliciosos la posibilidad de conocer a unas familias mapuches que tienen en sus orillas un cuidada explotación agropecuaria y, en su laboriosidad, dan refrigerio a los viandantes que, como nosotros, precisan tomar algo. El servicio de baños cuenta con uno en cuya puerta un cartelito reza “unisex”. El cobertizo en que la señora mapuche sirve bebida y algo de comida tiene un a modo de mostrador y una cocina económica donde prepara en ese momento un café de cazuela. Todo un espectáculo de primitivismo avalado por un último detalle: en el fogón hay, puestas a calentar, dos planchas de las primitivas que eran eso, una sola plancha con un asa. No lejos de allí, unos paneles solares aportan electricidad a la casa y un puntazo de modernidad al conjunto. Cerca de unos corrales llenos de ovejas y al lado de su cerca, unos niños juegan al fútbol y disputan sobre quién de ellos es Messi. Sus padres hubieran disputado por ser Maradona, caso de que hubieran conocido la televisión.
Cuando ya nos disponíamos a marchar de este lago ha aparecido un chico que, en la pista “de ripio, como disen acá”, o sea de tierra, había roto el cárter de su coche. Nos ha pedido el favor de venirse con nosotros hasta La Angostura, pero íbamos completos y el conductor no se podía arriesgar a tener problemas con la policía. Un poco más adelante, nos hemos cruzado con una grúa que seguro que iba a socorrer al pobre muchacho.
De allí nos hemos trasladado al lago Espejo. Seguramente, de haber estado el día despejado este lago hubiera hecho honor a su nombre. Es un lago extensísimo, muy largo; con el Lácar y el Nahuel Huapi forma el trío de los más extensos de esta zona. Sus orillas suaves y frondosas le dan un aspecto sereno y quizás un tanto serio también. Nos hemos sorprendido saltándonos las barreras arquitectónicas que se han construido al parecer para contener los entusiasmos de tipos como nosotros. Yo me he agachado en la pendiente que se precipita hasta el lago por hacer una foto a unas flores cuando he oído a mis espaldas “Pero bueno, Javier, ¿no te das cuenta de que ya eres abuelo, hombre?”. Era Mariluz y todos han hecho muchas risas a mi costa. Esto es muy sano.
A partir del lago Espejo, la vegetación se ha ido haciendo menos frondosa: hemos ido pasando del bosque húmedo andino a un bosque de transición y de nuevo al ecosistema estepario. Los alrededores de Bariloche vuelven en pocos kilómetros a poblarse de vegetación más frondosa. Antes hemos hecho una parada en el lugar de La Angostura que recibe su nombre del istmo, cercano a la localidad, que conecta con tierra la península de Quetrihué. Nos ha parecido un pueblo más bien pequeño pero muy bien conformado y decorado, al menos en sus calles principales. Uno de sus atractivos es la posibilidad de acercarse por tierra al bosque de los Arrayanes. Nosotros tal vez lo visitemos mañana acercándonos a él, por agua, con un catamarán.
Como final de jornada hemos decidido acercarnos con la furgoneta de la agencia al hotel para arreglarnos un poco e ir después a cenar a la pizzería que hay allí cerca y así lo hemos hecho.
Después ha habido tertulia en la habitación de Isabel y Enrique, tertulia bloguera pero con muy poco interés manifestado por los presuntos aprendices. Solo la gran maestra de ceremonias blogueras estaba realmente pendiente del progreso del grupopatagonia2010. Y ha conseguido dejar cerrada una entrada con la que, de todas formas, ella no está contenta. A nosotros nos ha parecido bien.
Día 20.- CERRO CAMPANARIO Y BOSQUE DE LOS ARRAYANES
Ayer nuestro guía conductor, Diego, al enterarse de que hoy teníamos la tarde libre nos vendió con mucha solvencia la posibilidad de hacer, en horario vespertino, la excursión en catamarán a la isla Victoria y después al bosque de los Arrayanes. La verdad es que la cosa era atractiva y además empalmaba perfectamente porque Diego nos dejaba en puerto Pañuelo en lugar de traernos al hotel; de allí, una hora después, zarpaba el catamarán y al regreso nos esperaba otro microbús para llevarnos al hotel. Así lo acordamos ayer y lo haremos hoy con el propio Diego en todo el recorrido salvo el último regreso al hotel.
Sin madrugar, hemos comenzado el recorrido del Circuito Chico. Al dirigirnos a nuestro primer destino, Cerro Campanario, hemos pasado por delante del Centro Atómico de Bariloche. Parece que procede del proyecto, luego fallido, de establecer una planta atómica en esta ciudad. Abandonado el primer proyecto se ha convertido en un centro fabricador de elementos de alta tecnología relacionada con la industria atómica. Generadores atómicos de electricidad, etc… De todas formas, según Diego, hay un cierto oscurantismo en torno a estas instalaciones que permanecen bajo control del Ejército.
Hemos ido “faldiando” el Cerro López para los amigos, Cerro Vicente López para la Historia, y hemos llegado al pie del cerro Campanario. De allí parte un telesilla que te lleva hasta lo alto. Diego nos aclara que los metros a que se asciende no son muchos pero que, al ser un punto alto en medio de una zona muy bonita, íbamos a disfrutar de unas vistas maravillosas. Yo, la verdad, me lo he tomado como la típica ponderación en boca de guía de la que parece, a todas luces, la parada estrella del Circuito Chico. La ascensión estaba bien instalada, a modo de jardín botánico, con grandes cartelones en madera que identificaban especies botánicas de la zona presentes en esa ladera.
Llegados arriba nos hemos quedado maravillados sobre todo cuando hemos subido a la terraza superior del mirador: las vistas en 360 º eran absolutamente espléndidas. Además el tiempo acompañaba con un día claro y soleado que hacía más azul el color de los lagos que se extendían a nuestros pies. Realmente no era ponderación excesiva de guía turístico. Nos hemos demorado mucho rato, hemos tomado cantidad de fotos y hemos disfrutado como niños con aquel maravilloso conjunto de cerros, lagos, montes, islas, lagunas y penínsulas de ensueño. El gran Nahuel Huapi con sus múltiples brazos, el lago Moreno, el cerro López, el monte Tronador,… Vamos que afortunadamente el Circuito Chico cuenta y comienza con este Cerro Campanario absolutamente espectacular.
El siguiente paso del circuito era uno de esos típicos pasos de tour turístico con manifiesto tufo comercial. Se trataba de una pequeña fábrica de derivados de la rosa mosqueta: aceites, perfumes, cremas, infusiones,… Como decía Mariluz “Tapaculos de estos hay a toneladas en mi pueblo”. Sí, claro, pero aquí los recolectan, los elaboran y hacen de ello una pequeña industria cosmético-farmacéutica.
El Paso siguiente era el gran mirador sobre el lago Nahuel Huapi y sobre la zona del hotel Llao-Llao. Por cierto que Diego, el guía, lo pronuncia algo así como Shao-Shao. El mirador ofrecía también unas magníficas vistas que hubieran mejorado notablemente si no hubiera estado tomado por un ejército de “egresados” de enseñanza secundaria idénticos, en los, digamos, peculiares comportamientos de estos ganadillos, a los de otras latitudes. Al pobre Joey, un estudiante de origen indio y que cursa su aprendizaje en Harvard, lo han rodeado como si se tratara del espécimen curioso de una raza extraña y han comenzado a hacerle preguntas tan profundas como “¿Te habían dicho alguna vez que te pareces a Obama?” y otras agudezas por el estilo que nuestro buen compañero de viaje ha ido contestando con su español vacilante y su buena educación.
De ahí hemos ido a los aledaños del hotel Llao-Llao. No hemos podido parar cerca: pertenecíamos, sin duda, a un mundillo no aclimatado a tan excelsos ambientes. Al ver por dónde respirábamos, Diego nos ha comentado que para entrar en ese hotel, incluso con la intención de tomarse un café, hay que hacer reserva previa. Vámonos, que no somos de aquí, que somos de Zaragoza y no de la “pomada”. Diego nos ha llevado desde allí a puerto Pañuelo desde donde íbamos a realizar poco más tarde la excursión a Isla Victoria y al bosque de los Arrayanes. Se ha despedido cortésmente de todos nosotros porque ya no lo volveríamos a ver. A las 13.30 hora argentina, es decir a las 13.45, hemos embarcado. Y un poco después de las 14, hemos zarpado hacia isla Victoria. Durante el trayecto, un avispado mozo cámara en ristre, ha organizado un pase “espontáneo” de viajeros por delante de su objetivo ofreciendo galletas a las gaviotas que, sabedoras de la maniobra, se habían colocado ya minutos antes a popa del catamarán. El asunto consistía en estirar el brazo con una galleta en la mano, esperar que una gaviota te la arrebatara y que el fotógrafo tomara la instantánea que luego te ofrecería a un precio… abusivo. Llegados allí hemos hecho recorrido con un guía que, además de ilustrarnos sobre la historia del Antiguo Vivero de Isla Victoria y sobre las más llamativas especies de su Flora (secuoyas, alerces, coihués, lengas, etc… ), ha servido (a la organización) para conseguir que el recorrido durase exactamente lo previsto. Ha sido un recorrido agradable en el que además hemos tropezado con algún ejemplar curioso de “fauna humana”. Ya en el barco se había hecho notar con una vestimenta espectacularmente (sobre todo “cularmente”) ceñida y por unas poses absolutamente… espontáneas. En cuanto el guía ha comenzado la primera explicación, la “especta-cular” ha aparecido casualmente detrás de él… y enfrente de todo el grupo que, sin saber cómo, se ha percatado de su presencia.
Una vez en el bosque de los Arrayanes, hemos disfrutado de la maravilla de esa especie de lo que originariamente eran arbustos (como los del Patio de los Arrayanes en la Alhambra de Granada) convertidos aquí en árboles de alto porte. Lo más espectacular de ellos resulta el color rojizo veteado de pinceladas blancas de sus troncos, las aglomeraciones en que se concentran y las increíbles formas que adoptan a veces sus ramas. Creo que a todos nos ha causado verdadero estupor ese bosque absolutamente inhabitual y extraño.
La “Culitos” - como hemos dado en bautizar a la espontánea autoexhibidora ya mencionada - ha seguido amenizando el recorrido con sus increíbles posturas para tomar la más vulgar - seguro - de las fotografías, con sus dulces trinos de “Churri, ven acá” de que se servía para atraer-seducir a su acompañante, etc…..
Entre unas cosas y otras, hemos pasado gustosamente esta visita a los Arrayanes. Ya en el catamarán han menudeado las manifestaciones de admiración hacia ese entorno de flora tan interesante y hermosa y los comentarios más o menos jugosos sobre la “Culitos”: Había quien opinaba – y no mencionaré sus nombres – que sin duda se trataba de una actriz porno y de su partenaire; se podían escuchar malos augurios para la parte de su anatomía con que había sido “bautizada” a juzgar por el que arrastraba la que parecía ser su madre, una señora no sé si con buen pero sí con mucho… fondo.
Regresados al hotel, se han hecho planes para bajar a Bariloche a cerrar con la agencia las cuentas de las excursiones habidas y quizás contratar otra para mañana. Abonaba el proyecto la idea de ir a cenar a un vegetariano que nos habían recomendado.
En mi caso no ha surtido efecto la seducción del vegetariano (a la que soy bastante inmune). He decidido quedarme, pues, en el hotel para dar un empujón a la redacción de estas notas que llevaba un tanto retrasadas.
Cuando ha regresado el grupo después de cenar, me han hecho saber que habían contratado para mañana un día de campo en una estancia con desplazamiento a caballo y comida campera de un asado incluidos. Me ha parecido estupendo porque desde niño he tenido una afición – apenas practicada por otra parte - por la monta a caballo o… a burro si no era posible otra.
La tertulia de noche, que se ha ido institucionalizando sin duda por la posibilidad que brinda el mobiliario y el amplio espacio de las habitaciones, hoy ha estado amenizada por jugosos comentarios sobre el sistema de desayuno de este hotel. Tal procedimiento impide la posibilidad de preparar bajo mano unos bocadillitos con que cubrir las necesidades alimenticias del mediodía. Ha sido esta una práctica que hemos ejercido todos los días pasados con solvencia y buenos resultados. Ángel ha estado muy ocurrente cuando ha comentado al propósito: “Bueno, existen procedimientos para superar las dificultades de abastecimiento que impone este sistema de desayuno: todo consiste en hacerse con la bandeja de la habitación de al lado”.
Mª Ángeles – tan discreta ella - nos ha contado que el otro día fue a disculparse con la recepcionista por haber consumido también la bandeja de los vecinos y que esta le contestó: “Por nosotros, ningún problema. Únicamente que esos señores se enojaron mucho”.
Esta y otras bromas han llenado la tertulia.
Nos hemos retirado para descansar y prepararnos para mañana, un día campero, estanciero.
Día 21.- ESTANCIA EN UNA ESTANCIA
Esperábamos que apareciera a recogernos alguno de los guías de la agencia que nos transportara a la estancia. En su lugar ha aparecido el propio estanciero que se nos ha presentado como Andrés Calvo. Una vez en marcha, hemos pasado a recoger a una chica canadiense y a una madre con su hija, argentinas ellas.
La verdad es que el tal Andrés cuidaba una cierta pinta de estanciero (barba no afeitada, pantalones y jersey más bien toscos,…) pero no podía evitar que se revelara en su físico un puntazo de niño bien: guapete él, discreto de formas y correcto en el hablar. A lo largo de la jornada nos habríamos de enterar de que su condición de estanciero había sobrevenido cuando el “corralito” arruinó el restaurante que él regentaba en Río de la Plata y decidió venirse a trabajar con su suegro en la gestión de la estancia “El Desafío” que íbamos a visitar.
Nos explicó los problemas de la ganadería (sobre todo por el bajo precio de la lana de oveja) y las dificultades que conlleva la gestión de una estancia. La suya se había dotado incluso de una escuela que siguió abierta mientras hubo niños que la frecuentaran (pasamos junto a ella y la verdad es que tenía buena pinta). Ahora estaba cerrada porque el peonaje de la estancia se limitaba a cinco personas que, salvo el estanciero, no parecían estar en edad de procrear. Las explotaciones actuales eran unas a largo plazo (la maderera, con un millón y medio de pinos plantados) y otras a corto y medio plazo (la extracción de piedra de toba para la construcción, la ganadería y el turismo). No sé si las cosas le iban muy bien, pero sí nos confesó que esperaba un buen funcionamiento del turismo en esta temporada para poder cambiar el todo terreno en que nos desplazábamos y que verdaderamente merecía un relevo. Mientras Andrés Calvo nos iba explicando todo esto con sobriedad y pocas palabras, a uno se le vino a la cabeza aquellos versos que recitaba Jorge Cafrune:
El estanciero presume de gauchismo y arrogancia. Él cree que es extravagancia que su pion viva mejor, mas no sabe ese señor que por su pion tiene estancia. |
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Está visto que la cabeza es libre porque que nuestro estanciero no da, al menos en apariencia, el tipo del estanciero arrogante y prepotente del cantar, pero… Me hago el propósito de observar su actitud con los piones cuando lleguemos a la estancia.
A pregunta sobre la extensión de su enorme finca, contesta que El Desafío tiene alrededor de 5.000 hectáreas. Nos puntualiza, al observar nuestro asombro, que la estancia El Cóndor que estamos atravesando para llegar a la suya pasa de las 50.000: el propio aeropuerto de Bariloche se ha construido dentro de ella.
Nos habla de la fauna de la zona (avutarda, cauquén, liebre patagónica, zorro colorado, guanaco, ciervo colorado, la oveja y su depredador, el puma). Observo en Andrés algo que ya había advertido en otros guías argentinos: habla del zorro colorado, del ciervo colorado, de la oveja… como de especies invasoras. Nunca les he oído aplicar tal calificación al caballo. ¿Habrá sido casualidad o fruto del aprecio que les merece la función del caballo en la dominación de extensiones tan inabarcables, en su momento, de otra manera?
Cuando atravesamos el río Ñirihuau, nuestro estanciero comenta que este río constituye por aquí la frontera natural del Parque Natural Nahuel Huapi. Dicho de otra forma, en este parque natural, como en muchos otros en Argentina, existen propiedades y explotaciones privadas.
No tardamos mucho en atravesar el arco indicador del comienzo de la estancia El Desafío y Andrés nos saluda con un “Bienvenidos a mi estancia. Voy a intentar contarles lo mínimo sobre ella; prefiero que ustedes vean y pregunten lo que les interese”. No mucho más tarde paramos en la explanada que ocupan las distintas dependencias de la estancia y lo hacemos justo al lado del grupo de caballos que, ya enjaezados, esperan nuestra monta.
Un enorme pedrusco nos va a servir como apoyo para subirnos a los caballos. Comienza la operación. Estoy deseoso de montar y me ofrezco para hacerlo en tercer lugar. Todo va bien hasta que me siento sobre la silla: mis maltrechas caderas comienzan a dolerme mucho más de lo que considero prudente soportar sobre todo pensando en que me resta más de medio viaje por disfrutar. Así que le pido a Andrés que me ayude a apearme del bonito caballo que me había tocado y me incorporo a la expedición que llegará en coche y no a caballo al refugio La Buitrera en el cerro del mismo nombre. Ángel, que está un poco acatarrado, decide sumarse también a esta expedición.
Ante mis ojos envidiosos, los demás suben a sus monturas e inician el recorrido hasta el refugio que les ocupará dos horas y media. El estanciero, Ángel y yo lo hacemos a continuación en el cuatro por cuatro.
Olvidada mi frustración de jinete, procuro disfrutar de las excelencias de ese soberbio paisaje estepario coronado por las hermosas cumbres de La Buitrera. La conversación con Andrés se va haciendo más relajada, más personal (él nos cuenta en ese momento su fracaso con el restaurante de hace unos años) y yo le explico mis problemas de artrosis en las caderas. Ya metido en confianza se permite hacerme una broma: “No te preocupés. Como dice un amigo mío, esto es solo un problema de alma, de almanaque”. Al llegar al refugio, situado justo al pie del cerro La Buitrera, nos explica los agujeros de la roca en que suelen aposentarse los cóndores. Están marcados por los blancos rastros de sus excrementos que escurren roca abajo. Hacemos observación de esos lugares… vacíos con prismáticos y un minitelescopio que tiene Andrés en su refugio. Como los cóndores no comparecen ni parece que vayan a hacerlo, Ángel y yo decidimos hacer una caminata por el bosque de lengas cercano al refugio y por la parte superior de las rocas de la Buitrera. El paseo resulta muy agradable. La perspectiva de las rocas de La Buitrera cambia completamente y las vistas desde aquellas alturas es fastuosa: la inmensa estepa se extiende a nuestros pies surcada de muy escasos caminos (uno de ellos el que hemos seguido con el cuatro por cuatro) y a lo lejos se distingue con claridad la franja del Lago Nahuel Huapi, de un azul intensísimo. Alguno de los cerros cercanos oculta a nuestros ojos – afortunadamente – la imagen del aeropuerto que hubiera roto este espectáculo de pura naturaleza.
Ángel está feliz con la cantidad de flores y plantas hermosas y extrañas que puede llevarse grabadas en su cámara de fotos. Yo tomo la imagen de una espléndida flor de planta cactácea, un verdadero estallido de colores amarillos, blancos y naranjas. Quedo muy satisfecho de la foto. Luego Enrique, nuestro fotógrafo más técnico, me dirá que está un poco quemada; y es posible que tenga razón, pero yo eludiré su crítica con un socorrido “¡Envidia cochina!”.
A la hora pactada para la comida, acudimos puntualmente al refugio. Ya de camino, advertimos que la tierra del camino presenta unas huellas recientes de herradura que anuncian, antes de que podamos verlos, que nuestros intrépidos – y afortunados jinetes – ya se han presentado a cumplir con uno de los mandamientos de la ley del cuerpo. Están radiantes de felicidad, de entusiasmo por su hasta ahora desconocida capacidad de montar a caballo. Todos los de nuestro grupo eran verdaderos novatos y solo la chica canadiense y la niña argentina, que junto a su madre se ha sumado esta mañana a la expedición, demostraban tener experiencia y conocimiento de los caballos.
Pasadas las primeras efusiones de entusiasmo, nuestros estómagos, acuciados por el hambre y el olorcillo a asado que salía del refugio, nos han empujado a la mesa. En ella estaban dispuestos 12 servicios de mesa, solo para nosotros, los turistas. Le hemos preguntado al estanciero por qué no comían con nosotros él y Raúl, el peón que ha desempeñado las funciones de guía e instructor del grupo de jinetes durante el camino. Ha contestado: “El cocinero no ha resistido la tentación y ha comido antes y Raúl prefiere hacerlo acá en el mostrador”. Ciertamente no parece tan arrogante nuestro estanciero.
El asado (chorizo y vaca) estaba bastante bueno y venía precedido de unos platitos de queso y salami y acompañado de una ensalada muy agradable. Vino y postre más que aceptables han completado el menú.
La sobremesa ha sido más que breve porque ahora era preciso deshacer el camino también a caballo y más tarde emprender viaje hacia Bariloche.
Las advertencias sobre la dificultad de la monta en cuesta abajo han desanimado a la señora argentina que ha decidido engrosar el grupo de los motorizados. No así su hija para quien seguramente esas dificultades no existían y que se había pasado el rato acariciando y hablando a los caballos.
Primero han partido los jinetes y nosotros, poco después. Para unos y otros el camino ha resultado mucho más breve y pronto nos hemos visto todos montados en el coche camino de Bariloche.
Por una razón u otra todos hablábamos de nuestro cansancio y de la intención de tomar un baño relajante al regreso al hotel. Como somos muy discretos y educados, nadie ha hecho ostentación de que pensaba pasar por el jacuzzi de que disponen nuestras habitaciones. Pero buena parte de nosotros así lo ha hecho al regresar al hotel.
Como despedida de esta ciudad, hemos decidido cenar en la pizzería que hay a escasos metros del hotel. Ha sido una cena muy agradable de este grupo que está funcionando como todos esperábamos o mejor.
Sin hacer tertulia, nos hemos ido a la cama porque mañana tenemos que estar en Puerto Pañuelo a las 8.30. ¡Qué dura es la vida del turista!
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Antes de terminar la crónica del día de hoy, me voy a permitir la licencia de incluir unos versos que se me han ocurrido, a pesar de que NADA – lo juro, nada - tienen que ver con los pormenores de este nuestro viaje patagónico.
Tienen por título LA EPIFANÍA DE I. R. y dicen así:
En presencia sin presencia,
su agradable compañía
era ilusión unos días,
por momentos pura ausencia.
Nuestra Isabel (1) navegaba
este limbo existencial
empeñada en demostrar
que estaba pero no estaba.
Hoy por fin se ha producido
su completa epifanía
y en nuestras fotografías
Isabel (1) ha aparecido
y a todos ha convencido,
con muy clara contundencia,
de su presencia… en presencia.
(1) Caso de que así se desee, se puede sustituir este nombre propio (por lo demás, ficticio, aunque de amplia y rica tradición literaria) por “amiga” o “nuestra amiga”, cambio este que no afectará al sentido de la composición ni al cómputo silábico y a alguien le podrá parecer necesario, conveniente, prudente, indiferente o simplemente inútil. Para todo habrá casos, supongo.
Día 22.- TRES HERMOSAS TRAVESÍAS EN BARCO
EL CRUCE ANDINO. Parece ser que fueron las dificultades para conectar por avión dos ciudades como Bariloche (Argentina) y Puerto Varas (Chile) las que hicieron optar a los organizadores del viaje por esta vía del Cruce Andino para trasladarnos de un lugar a otro. ¡¡Benditas dificultades que nos han traído hasta este viaje!!.
Hemos zarpado efectivamente a las 8.30 de Puerto Pañuelo. A las 8.40 nuestro catamarán pasa por delante de la isla Centinela donde reposan los restos del Perito Moreno (Francisco Pascasio Moreno, como todos acabaremos por memorizar). En su honor, la embarcación aminora la marcha y hace sonar la sirena cuatro veces.
El recorrido por el brazo Blest del lago Nahuel Huapi hasta Puerto Blest dura una hora y media. Subimos a un autobús para recorrer los 3 km que separan este puerto de Puerto Alegre a orillas del lago Frías. Son tres kilómetros de una selva espléndida con magníficos ejemplares de cohihues, alerces y caña cohihue que nos llevan once minutos por un camino de ripio, como dicen aquí.
El lago Frías, como el río que lo abastece, tienen las aguas de un espléndido color verde esmeralda debido a los minerales que lleva en suspensión desde el cercano glaciar del Monte Tronador.
Este travesía del lago Frías, iniciada como ruta comercial a finales del s. XIX, dura apenas media hora. Llegados a Puerto Frías, pasamos el control – extremadamente leve - de la aduana argentina. Inmediatamente iniciamos un desplazamiento de 29 km en autobús que nos ocupará durante una hora y cuarto. En 4 km alcanzamos la altura de 1000 m y entramos en Chile a través del Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. Es curiosa esta costumbre o tal vez manía de argentinos y chilenos de crear parques naturales en los territorios fronterizos. Tal vez se deba a los sempiternos conflictos fronterizos entre las dos naciones. Yo comprendo especialmente la obsesión de los chilenos por conservar su territorio que parece empujado hacia el mar por Argentina hasta convertirlo en esa estrecha y enorme cinta de 8.000 km de larga.
En Frías cambiamos de guía. El nuevo, chileno él, se llama Fernando y la verdad es que no es muy gracioso el chico. Lo intenta, eso sí, pero… no está muy dotado, qué le vamos a hacer.
En el parque nacional nos hablan de especies vegetales como el alerce que durante siglos ha sido utilizado para la construcción de casas empleándolo incluso para fabricar tejas. Nos aseguran que ya nos daremos cuenta de la importancia de este material en la arquitectura de la zona.
Nada más salir del Parque Nacional, cambiamos de vertiente y seguimos el río Puella al pie del Monte Esperanza. Fernando el guía nos habla de la población de Puella: tiene 120 habitantes y es el paraíso de los maridos; no hay ni una sola tienda. Y esta ha sido la más ingeniosa gracia del muchacho.
En Puella, lo primero que hacemos es pasar el control fronterizo chileno que es mucho más minucioso, casi excesivamente pesado. Son especialmente picajosos con todo tipo de alimentos o productos naturales que no permiten que pasen la frontera porque “en Chile no tenemos plagas y queremos seguir así”. Antes de pasar la frontera, nos ofrecen un montón de actividades posibles y nos dan, sin pedirlo, tiempo libre hasta las 16.30, sin duda para que piquemos en las actividades ofrecidas.
No lo hacemos. En lugar de ello, nosotros, sabedores de la existencia de un paraje natural recomendado (el Salto de la Novia), preguntamos por el camino y después de comer de pic-nic nos vamos a visitar dicho salto. El camino resulta no demasiado dificultoso y el tal salto es un enclave bonito y agradable.
Regresamos con tranquilidad, recorremos los alrededores del hotel que – también – nos habían “recomendado” y llegamos con tiempo y comodidad al embarque. Puella está situada a orillas del lago de Todos los Santos también conocido como lago Esmeralda por el color de sus aguas, el mismo que el del lago Frías y por la misma razón. Zarpamos a las 16.30, según lo programado.
Nada más iniciar la travesía, nos anuncian que íbamos a tener unas sorpresas. Inmediatamente vemos a la derecha del catamarán una espectacular cascada de 80 m de altura – nos dicen. Aún no nos habíamos recuperado de la sorpresa cuando avistamos el volcán Puntiagudo cuyo nombre responde perfectamente a su forma. E inmediatamente después el armónico, solemne y majestuoso Osorno con su forma perfectamente cónica y sus cotas altas cubiertas todavía de nieve. Todo ello adornado con las aguas esmeralda del lago de Todos los Santos. No dábamos abasto para tomar fotos porque en cada momento parecía que la composición del paisaje se había alterado, el sol iluminaba el Osorno de distinta forma, podías verlo semioculto por la isla Margarita, emergiendo tras sus bosques, de nuevo colgado sobre el lago,… Un verdadero festival de formas, luces y colores.
A las 18.30 llegamos al puerto de Petrohué, donde desembarcamos. Recogimos nuestras maletas y las llevamos al autobús que nos iba a conducir hasta Puerto Varas. Durante buena parte del recorrido, el autobús se desplaza en paralelo a las orillas del Lago Llanquihue al otro lado del cual se siguen pudiendo ver los volcanes Puntiagudo y Osorno y además otro llamado Calbuco que hace menos de cuarenta años entró en erupción. El Lago Llanquihue, cuyo nombre, al parecer, significa lugar profundo, tiene unos 40 km de largo y ancho y más de 300 m. de profundidad. Al llegar a Puerto Varas comienzan a repartirnos por los distintos hoteles. Paramos en uno situado a orillas del lago y con bastante buena pinta y Merche me comenta que seguro que el nuestro no era tan bueno ni estaba tan bien situado. El cansancio a veces conduce al pesimismo. Cuando llegamos al hotel que nos pertenecía tuvimos una sorpresa en principio desagradable: habían hecho overbooking y nos trasladaban a otro. Atajando nuestras protestas, el guía nos aclaró que nuestro nuevo alojamiento sería en el otro Colonos del Sur – ese era su nombre -, el de cinco estrellas. Resultó ser un hotel estupendo situado en pleno centro y justamente enfrente del lago Llanquihue.
El humilde y discreto Enrique – despreciador de los fastos de los cinco estrellas - casi lleva a mal que los encorsetados mozos del hotel no nos permitan recoger nuestras maletas del autobús y llevarlas a recepción; él que es nuestro jefe de expedición y cuyo nombre nos sirve, desde que llegamos a Bariloche, de santo y seña, de signo de identificación del grupo: el cartelito RUIZ BUDRÍA x 9 obra, desde hace días, el efecto maravilloso de reunirnos a los 9 patagónicos alrededor de cualquier extraño que lo porte y que, por el solo hecho de llevarlo, ya nos parece persona de confianza.
Una vez identificadas nuestras maletas, nos encontramos, al pasar por recepción a recoger las llaves de nuestras habitaciones, con lo que luego comprendimos como una costumbre de los hoteles chilenos: obsequiar a los huéspedes con un “trago de bienvenida” al que haríamos honor después de acomodarnos en nuestras habitaciones. Subiendo en el ascensor, la duda-deseo que nos quedaba era si nuestras ventanas tendrían vistas al Osorno. ¡Ya sería… el colmo! Alguien que no era presa del optimismo resultante de las cinco estrellas sobrevenidas apuntó que los huéspedes “arrimados” nos asomaríamos, seguro, a la calle lateral. Y así fue: las habitaciones eran magníficas pero no tenían vistas al Osorno.
Ya en el zaguán del hotel y delante de nuestro “trago de bienvenida”, comenzamos a hacer planes inmediatos… de cena. Las chicas de recepción nos informan de que hay un par de restaurantes interesantes en la misma vereda del hotel a unas dos o tres cuadras. Y allá que nos vamos dando un paseíto. Gozamos de un anochecer estupendo y tomo una preciosa fotografía del Osorno con una magnífica luz de tonos rosados.
El restaurantillo que elegimos resulta bastante agradable aun con el inconveniente de que, para mantenernos juntos también en un momento tan espiritual y unificador como el de una cena, nos vemos obligados a colocarnos en la única mesa disponible para nueve comensales, una alta con taburetes altos como asiento. Yo destacaría de esta cena que tomo por primera vez un ceviche de pescado (salmón, por más señas) y una estupenda cerveza roja de fabricación artesanal propia de ese establecimiento (nos ofrecen hasta cuatro variedades diferentes de cervezas suyas).
De vuelta al hotel, Isabel P. se presta, con su disponibilidad característica, a ayudarme a cargar dinero en el programa skype para poder hablar con la familia mañana, que es el cumpleaños de Merche, y para el día de Nochebuena. Superados los primeros problemas, Isabel realiza la carga de dinero. Llega en ese momento Isabel R. y las dejo a las dos en la salita del ordenador para que continúen con su abnegada labor de elaboración del blog grupopatagonia2010 para el que les vuelvo a prometer una colaboración.
Día 23.- CHILOÉ O LA BELLEZA DE LO PEQUEÑO
Hoy hemos amanecido perfectamente dormidos y, para seguir en la racha, hemos desayunado… como si estuviéramos en un hotel de cinco estrellas. El buffet libre estaba espléndidamente dotado de todo tipo de vituallas sólidas y líquidas, frías y calientes y nosotros, siempre tan atentos a cualquier manifestación de cultura, incluso gastronómica, hemos cumplido generosamente con ellas. De no haber mediado el proyecto de comer este día en algún lugar de la ruta un típico curanto chilota, hubiéramos hecho una hermosa provisión para consuelo de caminantes.
Debidamente reconfortados nuestros estómagos, hemos quedado a la espera del microbús que nos ha de llevar a Chiloé. La verdad es que no estamos acostumbrados a estas tardanzas y comenzamos a aventurar la posibilidad de que los chilenos sean menos puntuales y cumplidores que los argentinos. Alguien apunta tímidamente que tal vez lo hayan mandado al “Colonos del Sur” de cuatro estrellas, en el que, en principio, nos albergábamos nosotros.
Con 20 minutos de retraso, aparece nuestro guía-conductor excusándose porque, efectivamente, había ido a buscarnos al otro “Colonos del Sur” y esto era la causa de la tardanza. Tenía una pinta bastante… autóctona: pelo negrísimo y crespo, tez morena, facciones claramente indias y, para sorpresa de todos, decía llamarse ¡Helmut! Toma castaña. Bueno, a todo se ha acostumbrado uno después de conocer en España casos como el de aquel muchacho que se llamaba Kevincostner; pero tal trasposición de cultura onomástica no me la esperaba por estas latitudes.
Con Helmut al volante, afrontamos los primeros 80 km de Carretera Panamericana que nos separan del canal de Chacao en el que tomaremos un trasbordador para atravesarlo hasta la isla de Chiloé, la segunda isla mayor de Sudamérica tras Tierra de Fuego. Llegamos al lugar llamado Pargua, a orillas del Pacífico, donde avistamos las primeras construcciones de tipo palafito,y subimos al ferry. A las 10.15 zarpa el trasbordador y poco después llegamos al pueblo de Chacao.
Cae una lluvia tenue e intermitente. Visitamos la primera iglesita chilota, de madera como la mayoría de las construcciones públicas y privadas de esta región. A preguntas de alguno de nosotros, Helmut explica la importancia que durante siglos ha tenido la madera de alerce en las construcciones de Chiloé, madera de la que se fabricaban hasta las tejas.
La precisión de que Helmut explica algo a preguntas de los viajeros es pertinente porque lo hace solo si le preguntamos. La comparación con otros guías que tuvimos en Bariloche, como Diego, provoca que pronto alteremos el nombre de nuestro guía actual y en lugar de Helmut pasemos a conocerlo como El Mudo.
Puestos en camino, atravesamos un puente (cuyo nombre no recuerdo y que creo haberle entendido al “Mudo” que subía con las mareas) y llegamos a Ancud. Seguimos después la costa del Mar Interior de Chiloé hasta llegar al lugar de Quemchi que, desde su costanera, nos ofrece una hermosa vista del golfo de Ancud. En sus orillas se observa una abundante flota pesquera de bajura, varada en esos momentos en la orilla por la marea baja, sin duda. Paramos a tomar un café (que resulta ser necesariamente agua caliente más café en polvo) en el restaurante El Chejo desde cuya terraza contemplamos el bonito cuadro que componen las embarcaciones ancladas y varadas. Me llaman la atención sus nombres: unas se llaman simplemente Chilota, Neptuno, San Pedro II, Huinca o Dalcahue, pero otras tienen curiosos nombres de mujer (Viviana, Sebastiana II o los estupendos Doña Corita o Doña Olgui).
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Los servicios de El Chejo, deficientes en el caso del café, resultan nulos en el caso de la comida: no pueden prepararnos un curanto. Nuestro guía nos comenta, superando su mudez, que realmente se ha hecho un poco tarde para que un restaurante se ponga a hacer un curanto, guiso que necesita bastante tiempo para su elaboración. Enrique ya nos había explicado que el curanto se prepara colocando en un agujero profundo, sobre piedras calentadas por el fuego, una capa de alimentos que se cubre con hojas de nalca; luego sucesivas capas de alimentos cubiertas de nalca hasta la última que, además de nalca se cubre con tierra e incluso sacos mojados. Se espera hasta que comienza a salir vapor, se descubre y se come. Comprendemos que va a resultarnos difícil comer curanto, salvo que tropecemos con algún restaurante que ofrezca el que ya tiene preparado. Helmut, que va abandonando sus hábitos de mudez, llama por teléfono a otro restaurante y allí le dicen que preparan curanto los viernes; y hoy es jueves.
Salimos de Quemchi por una pista de ripio. Desde ese el otro lado se distinguen perfectamente las explotaciones marinas para la cría del mejillón que aquí llaman chorito. A ambos lados de la carretera contemplamos extensos bosques de eucaliptos que exhiben una coloración muy especial y distinta de los que conocemos en España: la coloración de las hojas, sobre todo de las más nuevas, tiene un tono berenjena muy acusado.
Llegamos a la iglesita de San Antonio de Colo que es Patrimonio de la Humanidad. Su apariencia exterior viene marcada por ser una estructura a dos aguas y de una sola nave. En la entrada tres arcos enmarcan un pequeño atrio que da acceso a la iglesia.
Columnas y techo están pintados en un color esmeralda que recuerda el color de las aguas de algunos lagos que hemos conocido y habla de que la pesca debía ser importante para estos lugareños. Es una iglesita encantadora decorada con un gusto sencillo y un tanto naïf. Entre los elementos decorativos, observamos una maqueta de barca, con su pequeña vela y todo, que cuelga del techo a la derecha del presbiterio como implorando protección.
Abstraído en estos detalles, noto que Isabel P. me agarra por el brazo y me dice: “Mira qué cosa más cachonda”. Y me lleva discretamente hacia la entrada. Allí, en la pared lateral derecha, hay un enorme cartel que, sobre una foto de la iglesita y de una especie de procesión, dice con solemnes mayúsculas: LA MINGA (sic) MÁS LINDA, LA MINGA DE CHILOÉ. Hacemos un esfuerzo ímprobo por aguantarnos la carcajada que se nos viene a la boca delante del paisano que, muy serio él, nos está ejerciendo de guía (mudo, eso sí), de vigilante o quizás de simple solicitador de propina. El tal paisano parece no tomar en cuenta nuestras inevitadas risas y contesta sin pestañear a nuestra pregunta por el significado. Se nos aclara así que la MINGA era una especie de celebración social del momento en que algún vecino trasladaba ¡su casa! deslizándola sobre una sucesión de troncos. Al parecer, si alguien deseaba cambiar de lugar, en vez de construirse otra casa en el nuevo emplazamiento, trasladaba la que ya tenía. La sobria explicación corta nuestras risas y el paisano, seguramente, se queda pensando en lo bobos que son estos españoles con el asunto de la palabra “minga”. Tal vez la propina que le dimos suavizaría su juicio.
Visitamos después Tenaún que tiene una hermosa iglesia pintada de blanco y azul. Se encuentra en plena restauración y los colores mencionados son los que adornan su fachada: el resto se podía ver entre el arbolado circundante reducido a la estructura de columnas y techo. En Tenaún la calle de la iglesia también estaba en obras de remodelación, pavimentación y acondicionamiento de aceras. Llama la atención porque estas condiciones de urbanización están bastante abandonadas por lo común.
En la continuación del viaje comentamos la semejanza de Chiloé con Galicia en cuanto a geografía física y humana: terreno muy accidentado y verde, abundantísimas lluvias, población dispersa en aldeas o en casas aisladas. El paisano de Colo nos comentaba la muy escasa presencia de curas que celebraran misa los domingos.
Tras atravesar Tocoihué tomamos ¡por fin! carretera asfaltada que nos llevará a Dalcahue donde esperamos comer. Al llegar a la plaza de este pueblo Helmut nos recomienda visitar el mercado de artesanía y tal vez comer en la cocinería que hay justo al lado. Nos explica qué es eso de la cocinería, una especie de mercado que, en lugar de puestos de mercancías, tiene puestos de comidas. Pides lo que quieres y te lo comes en mesas dispuestas al efecto. Nos llama la atención el tipismo de tal establecimiento y decidimos olvidarnos de los restaurantes normales. La comida resulta buena y además muy divertida. Al terminar paga Enrique, le da a la señora una generosa propina y esta se despacha llenándole la cara de besos entre el regocijo de todos.
Al salir apenas nos asomamos al recomendado mercado de artesanía y nos dirigimos a recorrer Dalcahue. Su arquitectura es típica de la zona chilota con sus casitas bajas de pura madera, sus tejitas de alerce y los vivísimos colores de sus fachadas. La parroquia de Nuestra Señora de los Dolores es la primera iglesia de tres naves que encontramos en Chiloé; por lo demás se parece mucho a las otras: construida en madera, pintados los techos en color esmeralda y adornada, como todas las otras, con extremada sencillez. Se diferencia en la amplitud de techos y fachada, la altura de su torre y los abundantes arcos de la fachada (tres grandes y cinco pequeños, simplemente decorativos. A las 16.40 salimos hacia Castro que nos espera con sus típicos palafitos. Apenas llegados a Castro, Helmut, que por cierto ha recuperado completamente el habla, nos para en un aparcamiento que por el fondo da a un entrante del mar sobre el que está construido un hermoso grupo de palafitos que se reflejan en las aguas tranquilas. Comentamos que nuestro guía parece haber apreciado que nosotros hayamos decidido comer en la cocinería que él nos había recomendado, porque, desde luego, Helmut ha experimentado una especie de transfiguración. Nos explica que este no es el grupo más abundante de palafitos pero sí el que puede ser observado desde más cerca y mejor. Luego comprobaremos que, efectivamente, tenía razón.
Desde aquí nos lleva a la zona centro de la ciudad donde se encuentra con serios problemas de aparcamiento. Ni siquiera puede parar frente a la iglesia porque de ella está saliendo un cortejo fúnebre y los guardias impiden incluso el estacionamiento. Nos ofrece quedar en ese mismo lugar una hora u hora y media más tarde para llevarnos después al mercado. Nosotros le proponemos que nos espere dentro de hora y media en el mercado. Él nos explica por dónde cae, nos apeamos y cada uno por su sitio. Cuando llegamos a la iglesia, el cortejo fúnebre ha desaparecido y podemos entrar a visitarla sin ningún problema. Ya desde fuera se podía deducir que esta era una construcción de mucha mayor envergadura que la de las iglesias visitadas hasta ahora por nosotros. Nada más trasponer el umbral, vemos que se trata de una iglesia de tres naves abovedadas perfectamente iluminadas (por amplios óculos las laterales y por generosos ventanales, aprovechando su mayor altura, la central). Toda ella en madera perfectamente trabajada y con un barnizado en color natural que transmite una sensación de calidez. Resulta especialmente llamativo el luminoso cimborrio. Una placa recuerda que esta iglesia de San Francisco de Castro (monumento Nacional y Patrimonio de la Humanidad) fue construida entre 1910 y 1912; para nuestras cabezas europeas, como quien dice ayer tarde. En las naves laterales se muestran maquetas de otras iglesias chilotas de madera. Deducimos que deben ser muchas porque, entre las allí expuestas, no figura la de ninguna de las iglesias que conocemos y eso que algunas eran Patrimonio de la Humanidad.
Salimos a la calle y poco después nos encontramos a Isabel R., nuestra cartógrafa oficial, que aparece con una colección de planos y mapas de Castro – ya ha asaltado otra oficina de turismo - y, con ellos en ristre, nos indica la dirección que debemos seguir para ver el otro grupo de palafitos. Cuando los avistamos comprobamos que se trata de un grupo abundante y bonito de esas típicas construcciones pero que difícilmente podemos observar más que desde arriba y desde bastante lejos. Aún así merece la pena el espectáculo. Continuamos después siguiendo en paralelo a la línea del agua, aunque sin verla porque las casas que nos la ocultan comprobamos que son también palafitos (por los espacios entre dos de ellas se ve el agua). Al fin, tras un trayecto que, seguramente por desconocido, parece más largo, llegamos al nuestro punto de encuentro con Helmut, el mercado. Ni a las chicas les quedan muchas ganas de visitarlo y en seguida nos subimos al microbús y reiniciamos el regreso a Puerto Varas. En este tramo final del viaje se confirma definitivamente la transformación del Mudo en Helmut el simpático y casi parlanchín. Nos informa de muchas cosas y, cuando nos toca repasar en el transbordador de regreso el canal de Chacao, se arrodilla en el asiento y se pone a participar en la ronda de chistes que habíamos iniciado poco antes. Sin duda la falta de práctica le juega una mala pasada: sin darse cuenta de lo que hacía se ha puesto a contarnos la historia real de un grupo de españoles muy brutos que habían ido a la isla de Chiloé y habían preguntado cuándo verían los moais confundiendo la isla de Chiloé con la de Pascua. Se las ha visto y deseado para dulcificar la historieta que, en su versión original debía de ser una burla de la tosquedad de los grupos de españoles “entre los que siempre hay uno – el más bruto - que se llama Paco” (se le ha escapado todavía). Hemos valorado sin duda su transformación y sus ganas de agradar y nadie ha puesto siquiera mala cara.
En ningún momento ha protestado por nuestras tardanzas; eso que la hora de regreso se estaba retrasando notablemente. Pese a ello, al entrar a Puerto Varas, ha hecho una maniobra inesperada para conducirnos hasta un punto desde el que se veía perfectamente la iglesia católica de la ciudad cuya imagen ha pasado de esta forma a engrosar nuestro archivo fotográfico. Antes de dejarnos en el hotel, todavía nos ha recomendado que fuéramos a cenar al restaurante Buenas Brasas donde podríamos consumir un buen pescado, si nos apetecía, y que dijéramos que íbamos de su parte y nos invitarían a un pisco-sauer. Hemos seguido sus recomendaciones y hemos cenado muy bien, aunque ya era un poco tarde. A los postres hemos aprovechado para felicitar otra vez – ya desde el desayuno, y en mi caso antes, lo habíamos hecho – a Merche: le hemos cantado el “Cumpleaños feliz” y todo el comedor nos ha seguido. Excuso decir que la cumpleañera se ha pasado su buena dosis de vergüenza durante tan abundosa felicitación musical y los aplausos que la han seguido. Al regresar al hotel se ha sumado al grupo un perro callejero que, agradecido a las caricias de Isabel P. y de Marga, no nos abandonaba ni en broma. Nos hemos acercado a la orilla del lago Llanquihue y el perro con nosotros. Isabel P. ha decidido que, como era comienzo del verano, nos íbamos a sanjuanar con las aguas del lago. Así lo ha hecho con todos nosotros y después… con el perro que ha aguantado el chaparrón sin pestañear. Después nos ha acompañado camino del hotel pero ¡oh, maravilla!, cuando el pobre can ha comprendido que nos metíamos en el hotel, se ha dado media vuelta y ha desaparecido sin que nadie lo despidiera. Hay humanos mucho menos inteligentes que ese perro callejero.
Día 24.- DÍA-PUENTE HACIA PUERTO NATALES
El de hoy se promete un día de transición para llegar a Puerto Natales que será la cabecera de puente para saltar a Torres del Paine.
El primer paso es nuestro traslado al aeropuerto de Puerto Mont. No pude evitar al llegar allí el recuerdo de una canción de Víctor Jara, el cantautor asesinado por Pinochet y la perla de comentario que dejó caer ayer Helmut. Hablando de las pérdidas territoriales de Chile ante Argentina, apostilló: “Si hubiera estado allí Pinochet no hubiera sucedido”. Siempre me han admirado negativamente estas adoraciones de genocidas y asesinos por parte de personas que no parecen haber medrado a cuenta de regímenes cuyo gran, por no decir único, criterio de comportamiento ha sido durante años la aniquilación de todo aquel que discrepara con ellos. Nunca he conseguido comprenderlo más que como resultado de años de manipulación y de radical desinformación. Tal vez sea preciso desconfiar un poco más en el género humano o creer a pies juntillas en dogmas sociales y religiosos que justifiquen la persecución y eliminación de los infieles por el mero delito de serlo.
Reconduzcamos estas líneas al aeropuerto de Puerto Mont. No sé si he contado que yo, desde que fui objeto de overbooking el aeropuerto de Barajas camino de Nueva York, desconfío del momento de hacer el check in. Bueno, pues la aerolínea SKY ha estado a punto de darme la razón en perjuicio del bueno de Enrique: cuando él ha llegado al mostrador le han dicho que de momento – a mí me contaron lo mismo - no había asiento para él en ese vuelo aunque faltaban por hacer ciertas comprobaciones. El propio Enrique nos ha animado a que fuéramos hacia la zona de embarque todos, incluida Isabel, que ya le tocaría turno a él. Le hemos hecho caso aunque no las teníamos todas con nosotros. Pero ha tenido razón: minutos más tarde la escalera mecánica nos restituía a nuestro amigo y el grupopatagonia2010 se ha reconstituido.
No ha habido problema con el horario de despegue del avión porque, siguiendo la, al parecer, inveterada costumbre de Aerolíneas Argentinas y sus filiales de retrasar por sistema todos los vuelos, el nuestro también ha despegado a la hora exacta… en que lo ha hecho. Sumados retraso y duración del vuelo, hemos llegado con bien a Punta Arenas a las 14.15. Como hacíamos tarde para tomar el autobús que nos había de trasladar a Puerto Natales, el conductor del microbús que nos iba acercar ha llamado por teléfono para que nos esperaran.
De camino al autobús en espera, nos hemos encontrado, nada más salir del aeropuerto, con el estrecho de Magallanes para especial regocijo de Isabel, nuestra geógrafa. Nos han llamado también la atención varios “toros de Osborne”, con su bravía silueta negra, que salpicaban la amplia lengua de tierra comprendida entre la carretera y el agua del estrecho. Se lo hemos consultado al conductor que nos lo ha aclarado: la firma Osborne es la propietaria de todos esos terrenos que evidentemente no piensa dedicar viñedos – son poco más que arena y piedras – sino a la construcción, al parecer, de conjuntos residenciales. El sitio lo propicia ciertamente y también la actual prosperidad económica de la provincia.
El bueno del conductor se lanza a la enumeración de las excelentes fuentes de ingresos de la provincia de Magallanes: Industrias de petróleo y gas natural, Turismo, Pesca de altura y Conserveras parecen ser las claves de su enriquecimiento. (Pasamos por delante de unas naves Pescanova-Pescachile). “Así que con todo esto, con el petróleo sobre todo, - nos adoctrina el conductor - aportamos a la nación mucho más de lo que recibimos. Ahora no más arreglaron un poquito esta Avenida de la Costanera. Estamos intentando, pues, independizarnos y explotar nosotros nuestros recursos”. Y a mí que me suena a algo esta cantilena. Tal vez la había oído en algún momento en otro lugar, tal vez.
Las gestiones telefónicas de nuestro independentista habían surtido efecto y un autobús de dos pisos nos esperaba con el maletero abierto y lo asientos reservados en el piso de arriba y en las primeras filas; perfecto para ir cotilleando todo el paisaje, pensamos. A mí me corresponde asiento en la primera fila que ocupo con el compromiso de intercambiarlo con Marga a lo largo del viaje.
Salimos de Punta Arenas por la misma Avenida de la Costanera por la que hemos llegado. Desde la altura que ocupo veo puestos de venta ambulante instalados a orilla de la avenida: puestos de frutas, de otros alimentos y uno muy curioso que ofrece casi únicamente “Papeles de Navidad” y “Se envuelven regalos”. Pintoresca oferta.
Un poco más adelante a la derecha puedo ver perfectamente – a la ida apenas la había entrevisto – la réplica de la carabela con que Magallanes descubrió el estrecho que lleva su nombre. Y más toros Osborne: igual recogen buena cosecha sin plantar nada en estas tierras. Y salimos a la inmensidad de la estepa patagónica: kilómetros y kilómetros de una carretera rectísima que se pierde en el horizonte de suaves lomas lejanas. Hay un momento en que cuento 18 km de recta absoluta; me aburro y pierdo la cuenta. Quizás seguían otros 18 o más, todo es posible. Tal inmensidad apenas es pautada muy de vez en cuando por enormes rebaños de ovejas o de vacas dispersos por pastizales cuyo final se pierde en lontananza; por manadas de guanacos mucho menos numerosas; por lejanos caseríos de estancias que conectan con la carretera por medio de pistas de ripio que arrancan de arcos con el nombre del enorme predio; por una población llamada Villa Tehuelches que, antes de su cartel propio, se anuncia con otro que avisa “Zona urbana”; por casetillas de paredes color crema y tejado azul destinadas a que los viajeros se protejan de los vientos patagónicos mientras esperan el autobús y por la presencia continua de esos vientos atroces que deforman árboles abanderados y que obligan al chofer del autobús a conducir casi siempre por el centro de la carretera para paliar el efecto bandazo que provocan las fortísimas rachas que sacuden las dos alturas del vehículo.
De pronto avisto apenas el caserío de Puerto Natales coronado de altas montañas casi tapadas por las nubes que en ese momento descargan abundante lluvia sobre la ciudad. Cuando el autobús para en Puerto Natales, la lluvia apenas da señales de haberse producido. Este lugar vuelve a tener el aire ese, tan frecuente en las poblaciones menores de la Patagonia, de población recién inventada o de una incierta provisionalidad; como si fuera un campamento – de casas, eso sí – que acabara de ser plantado y fuera a desaparecer en la próxima estación de lluvias. Sin duda los materiales de construcción nada durables y la deficiente urbanización de lugares que a veces tienen solo decenios de historia abonan esta impresión.
Puerto Natales parece deber su nombre a los pioneros alemanes E. von Heinz y Kurt Meyer que en 1894 denominaron Natalis al río que desemboca al norte de la ciudad por haberlo avistado el 24 de diciembre, víspera de Navidad, o sea que hoy hace exactamente 116 años. La población se fundó más tarde, en 1911, y fue adquiriendo importancia por ser vía de exportación a Europa de la carne de ovino y vacuno producida en la región. Es además algo así como la puerta de entrada al Parque Natural de las Torres del Paine, función de la que ha desbancado a Cerro Castillo. Al parar el autobús, no encontramos aquí al paisano con el consabido cartel de Ruiz Budría x 9 sino a un mocetón con aire de ojeador de turistas que se nos acerca con el mensaje oral “¿Ruiz Budría? Acompáñenme: ahí no más tenemos el ómnibus” Puerto Natales carece de estación de autobuses y tanto estos como los microbuses, taxis y otros turismos se amontonan en un pequeño ensanchamiento de la calle que hace las veces de. El hotel Altiplánico Sur al que nos conducen se encuentra situado a las afueras de la ciudad, no tan alejado como el de Bariloche pero lejos. En compensación tiene unas magníficas vistas sobre el Canal Señoret. No nos importa demasiado porque Puerto Natales no va a ser para nosotros más que escala para acceder a Torres del Paine. Lo que ocurre es que esta noche es Nochebuena y – tradiciones son tradiciones – nos hubiera gustado cenar… como cristianos. Ni la distancia a la ciudad – ciudad, hoy tiene unos 20.000 hab. – ni la pinta de los establecimientos avistados desde el microbús ni la facilidad de que a estas horas nos hagan sitio en algún restaurante nos anima a salir en busca de sitio donde cenar. Así que, cuando nos comunican en el hotel, mientras tomamos el “trago de bienvenida”, que podemos tomar una cena especial en su comedor, apenas dudamos en apuntarnos a ella a pesar de que ni el lugar ni el precio que nos piden parecen anunciar un banquete opíparo.
El hotel es francamente curioso. Está perfectamente integrado en el entorno. Buena parte de sus dependencias – nuestras habitaciones, por ejemplo –tienen por tejado el suelo de la ladera en que está construido; sus muros exteriores están cubierto de cortes regulares de césped colocados a modo de ladrillos; en el mobiliario se ha evitado el uso de madera y sillas, mesas, estantes, aparadores y hasta el soporte del colchón en la cama son de hormigón o de hierro. La calefacción es de suelo radiante y más que suficiente lo cual se agradece porque fuera corre un viento helador y en los montes próximos está lloviendo o tal vez nevando.
Hacemos uso de la wifi del hotel que nos sirve perfectamente para hablar con la familia por el skype, no desde la habitación pero sí desde las salas comunes. Bien abrigados damos un paseo por los alrededores Marga, Mariluz, Merche y yo para ir haciendo hambre para la cena.
Como estamos tan al sur – ya nos vamos acostumbrando – comenzamos a cenar con perfecta luz del sol. La cena no desmiente nuestras impresiones iniciales, es regular tirando a vulgar, pero nuestro ambiente es bueno y hacemos tertulia hasta que comprendemos que estamos molestando a los camareros y además alguien señala que mañana tenemos que madrugar. Fin de la Fiesta que algunos aprovechamos para adelantar el pago de lo consumido y mañana estar más libres.
Día 25.- HACIA TORRES DEL PAINE
Día de Navidad y nosotros dale-que-te-pego de un lado para otro. No parece un día de Navidad: madrugamos para ponernos enviaje no con o por la familia sino con un grupo de amigos y por puro turismo. Lo único navideño que nos acompaña es el tiempo: hace verdadero frío, sopla un vientecillo pelón y amenaza lluvia. Lo cierto es que la fuerza de la costumbre pronto pierde intensidad y, en breves minutos, todos nos encontramos enfrascados en lo que estamos.
Y lo que hoy nos va a ocupar no es otra cosa que nos incorporamos a la excursión de un día hasta el lago Grey de un grupo que va y vuelve a Puerto Natales. Nosotros, a diferencia de ellos, solo iremos hasta el lago Grey y nos quedaremos hospedados en Hostería del mismo nombre para salir hacia El Calafate el día 28.
En el grupo al que nos incorporamos hay gentes muy variadas e inconexas entre sí. Así que nos metemos en un microbús silencioso que, al instante, se puebla de nuestras voces, comentarios y bromas. El guía es un mozo recio bien aclimatado al lugar que viste camiseta de manga corta y, como mucho, al salir del bus, se cubrirá con una sudadera fina. Hace sus explicaciones en español y, al terminarlas, se acerca a dos chicos jóvenes – norteamericanos, según nos ha explicado – para transmitírselas en inglés. Nos advierte que, en los lugares en que vamos a detenernos, está ABSOLUTAMENTE prohibido arrojar papeles, envases, restos de comida o bebida; si alguien lo hace, los guardaparques están autorizados a multarlo y lo multarán.
Nos anuncia que la primera parada va a ser en la Cueva del Milodón. El pago de la entrada a dicha cueva nos obligan a hacerlo en pesos chilenos. Esta pesadez de las distintas monedas nos hace añorar la comodidad del euro, especialmente en el caso del peso chileno que cambia a razón de 630 (¿?) por 1 euro.
Visitamos la amplísima cueva a cuya entrada figura una reproducción (¿?) del Milodón, herbívoro prehistórico extinguido ya en el Pleistoceno – así lo explican unos paneles informativos – y que fue descubierto por otro alemán – un tal Eberhard – a finales del s. XIX a partir de ¡un trozo de piel! Enrique me comenta, y yo estoy de acuerdo con él, si no será mucho inventar semejante pedazo de bicho a partir de un trozo de piel. Los de Puerto Natales se lo han tomado muy en serio y ayer, en una de las calles mejor urbanizadas la ciudad, pudimos ver, cuando nos llevaban al hotel, una enorme estatua de lo que interpreté como un extraño oso y que ahora identifico, repasando las fotos, como un Milodón. Parece que el milodón estaría emparentado con el actual perezoso, pero eso sí, a lo bestia.
Desde allí, avistando de paso el lago Figueroa, nos dirigimos a Cerro Castillo, lugar en medio de la nada que parece que se fundó con la intención de que ejerciera de nudo de comunicación entre la costa chilena, Torres del Paine y la frontera argentina. Fundado Puerto Natales, fue perdiendo esa función y ha quedado convertido en un grupo de casas perdidas en un cruce de caminos de la estepa. La larga parada en este establecimiento tiene la justificación oficial del cafecito y el paso por el baño y la real de favorecer las ventas variadas en esa tienda-de-todo-tipo y bar que además de ser carísimo, si no pagas en pesos chilenos, te aplica un cambio usurario. A fuer de objetivo, he de confesar aquí la manía que les tengo a estos montajes de explotación del turista contra los que no conozco más remedio que la abstención. Abandono, pues, el establecimiento sin hacer más consumo que el de calentarme al amor de su estupenda estufa .y evacuar mis necesidades fisiológicas.
Llegando al Lago Sarmiento, avistamos por primera vez el espectacular macizo de las Torres del Paine. La vista desde la orilla del lago con las aguas del Sarmiento de un intensísimo color azul coronadas por la estampa solemne y magnífica del Paine es de las que justifican un viaje. Pronto comprenderé que no va a ser este el paisaje más justificador de viajes. Observo ahora, al repasar las fotos que la orilla del lago está protegida de los turistas por un vallado y adornada, eso sí, de matanegras floridas. Una preciosidad. Subimos al bus y paramos pronto para tomar unas fotos del elegante grupo de guanacos que ramonean hierba a orilla de la carretera. Sí elegante: el conjunto de la manada de guanacos, con sus esbeltos cuellos, pastando tranquilos, aunque vigilantes de los intrusos, con el macizo del Paine al fondo en el que ya se distinguen, difusas entre celajes de nubes, las Torres que le dan nombre. El paborama tiene la elegancia y compostura de un bello cuadro. Nos espera más adelante la Laguna Amarga que debe su nombre a las sales disueltas en sus aguas que producen dos efectos: los blancos depósitos salitrosos de sus orillas y el color esmeralda de sus aguas. ¡Y el Paine al fondo! Espectacular. Lo único que nos viene castigando en esta excursión es el terrible viento patagónico que está alcanzando rachas de 100 y 120 km/h pero que no consigue privarnos del disfrute de tan preciosos paisajes.
Tampoco desmerece de los anteriores el que se contempla desde el Mirador del Lago Nordenskjöld que nos ofrece como fondo, por primera vez, la estampa maravillosa de los Cuernos del Paine con sus capas de distintos colores y el remate soberbio de sus crestas.
El itinerario de esta excursión nos hubiera llevado desde aquí, tras un recorrido a pie, a contemplar de cerca el Gran Salto del Río Paine. El guía nos comenta que le han avisado que se debe suspender este paseo porque los vientos al lado del salto son peligrosos para nuestra seguridad. Nos lo creemos a pies juntillas después de experimentar-padecer los ventarrones de esta mañana. En lugar de ello hacemos una parada en el Lago Pehoé en un punto desde el que se avistan perfectamente el Salto Grande, el Paine Grande, los Cuernos del Paine y la Hostería del Pehoé unida a la orilla del lago por una sencilla pasarela. Tenía razón antes: no iba a ser aquel el mejor paisaje.
Desde allí nos conducen al hotel Serrano por si queremos comer en su restaurante. Nosotros desenvainamos las vituallas de que hemos hecho provisión en el Altiplánico Sur y, debidamente protegidos de los rigores del viento por el edificio del hotel, damos buena cuenta de ellas. La magnífica vista del macizo del Paine que ofrece la explanada del hotel anima a Isabel P. a tomar una foto de grupo. El problema surge cuando debe colocar la cámara en un lugar y programar su disparo retardado. Lo hace pero, cuando ella aún no ha llegado a colocarse en el grupo, el viento la derriba. La maniobra posterior, pese a los buenos servicios de Ángel, nuestro naturalista, se revela francamente difícil. Pero la tenacidad de Isabel y Ángel tiene su recompensa y se toma la deseada foto. Nos metemos después en el hotel a tomar café. El servicio, no demasiado rápido, resulta excelente por lo demás y nos alegra la sobremesa – ahora sí hay mesa – con unos cafés de calidad y unas pastitas muy agradables. Se añade a esto que los ventanales encuadran estupendamente esa vista del Paine por la que antes nos hemos peleado con el viento.
Al reanudar el camino, Isabel R. propone el guía la posibilidad de sustituir la visita no realizada al Salto Grande por el paso por la Sede Administrativa de este Parque de las Torres del Paine reconocido como Reserva Mundial de la Biosfera. El guía no resiste la andanada y nos lleva a ese centro de interpretación que, según la propaganda, cuenta con una maqueta de todo el Parque. La tal maqueta no resulta ser de las mejores en su género pero sí nos sirve para hacernos una idea más de conjunto de lo que hemos visto y veremos aquí.
La siguiente parada, penúltima para nosotros, nos lleva a las inmediaciones del Lago Grey. Atravesamos el río Pingo por una pasarela – que solo permite 6 personas a la vez – para llegar tras un breve recorrido a la playa del lago. Hay dos cosas admirables: la estampa del lago con sus témpanos formidables adornados de variados tonos de azul y con el glaciar al fondo y, por otra parte, un viento desalmado que apenas nos deja avanzar y que, afortunadamente, nos aleja del agua. Hacemos risas de ello pero más tarde confesaremos que todos pensábamos también que, si continuaba así el viento, nos iba a aguar la fiesta de este maravilloso lugar. Al regreso al bus, observamos que el guía está discutiendo con un guardaparque que se ha presentado a multar a uno de los chicos norteamericanos por ¡verter el líquido de una botella en el parque! El chico lo ha reconocido pero ha dicho que era agua. Este argumento sumado al del guía que está afirmando que los chicos no habían entendido bien los avisos porque eran extranjeros ha conseguido aplacar al guarda. Y nos hemos puesto en marcha. De allí a la Hostería del Lago Grey, nuestro próximo hotel, apenas invertimos dos minutos de autobús. Nos espera un mozo que carga nuestras maletas en un carrito y vamos a la recepción. La Hostería la forman dos líneas de edificios de una sola planta y elevados del suelo, divididos en habitaciones que dan directamente a un espacio verde interior y a un bosque de lengas que nos oculta el lago. Nos acomodamos y pasamos a la sala desde la que se ve un paisaje de postal: a la derecha, el Paine, que nos muestra el Gran Paine y los Cuernos, y enfrente el lago Grey con el Glaciar y los montes del glaciar de fondo. Una maravilla. La hora de la cena se ha cumplido y pasamos a cumplir con ella.
Entre plato y plato decidimos que mañana tomaremos un catamarán para visitar de cerca el glaciar Grey. Esperamos que amaine el viento. La duda es si apearnos en el lateral del glaciar para hacer una ruta de trekking que figura en los planos o limitarnos al paseo sosegado y tranquilo que nos dé el catamarán. Las dificultades de horario que impone lo del trekking y, tal vez, el cansancio acumulado nos deciden por la segunda opción.
Día 26.- BAUTISMO DE GLACIARES: EL GREY
Madrugamos, como siempre para mis gustos, por desayunar con cierta, digamos, solvencia y por tomar después el catamarán. Un microbús nos desplaza hasta la pasarela sobre el río Pingo que tomaremos para llegar a pie hasta el embarcadero desde el que zarpa una zodiac que nos acercará al barco.
Al llegar nos imponen sobre la ropa de abrigo el consabido chaleco flotador que conservaremos durante todo el recorrido. La verdad es que no estorba porque soplaun vientecillo que, si bien no tiene nada que ver con el ventarrón de ayer tarde, refrescaría más de lo deseable a quien viajara en cubierta. Posibilidad esta que nos es prohibida porque el lago tiene un fuerte oleaje resultado, seguramente del viento de ayer. A lo largo del recorrido se producen dos variaciones: aumenta admirablemente el número y tamaño de los témpanos desprendidos del glaciar y va disminuyendo la fuerza del viento. Todas estas y otras muchas peculiaridades del lugar nos las va explicando con soltura, amabilidad y notable calidad de información el guía que nos ha tocado en suerte, Lucas. Como le vamos dando pie a ello, pronto hace buenas migas con el grupoPatagonia 2010, como a él le gusta llamarnos desde que se ha enteradode que ese es el nombre del blog que van haciendo las Isabeles (Hago propósito de enmienda y me prometo escribir una entrada esta misma noche hablando de Iguazú). Explicar en español y en inglés que, en otros guías, acaba resultando una pesadez, en este muchacho consigue que casi pase desapercibido. Además su inglés, según nuestras anglófonas Marga y Mariluz, es perfecto; él nos explicará más tarde que vivió muchos años en EE UU – y pienso yo que “muchos”,… como no fuera de niño… -.
La aproximación al frente del glaciar, además de multiplicar por mil la espectacularidad del paisaje, reduce la fuerza del viento hasta casi la calma. En consecuencia se nos permite subir a cubierta y… quedamos alucinados con la vista: el glaciar Grey tiene dos lenguas partidas por una isla rocosa. En ella y en los muros laterales del lago se observan perfectamente los surcos tallados en su momento por el arrastre de rocas que produce el glaciar. Este, nos comenta Lucas, como casi todos los glaciares andinos (salvo el Perito Moreno y el Pío XI), está en manifiesto retroceso. Concretamente el Grey ha perdido en los últimos 14 años ¡DOS KIÓMETROS! Si seguimos así de insensatos dentro de poco ¿qué quedará de toda este hermosura?
Porque el Grey es un glaciar hermosísimo que, además de “obsequiarnos” nada más llegar con un desprendimiento de hielo (apreciación esta de turista; en cambio Lucas, que está a mi lado, comenta : ”¡Qué pena, un trozo menos”), tiene unas paredes frontales altísimas que dibujan formas caprichosas y originales, de tremenda fuerza estética y ¡con unos colores…! Se llevan la palma los blancos y sobre todo los azules, indescifrables matices de azul en una variación cromática que se escaparía a la paleta del mejor pintor. Me da por pensar que, después de ver esto, es preciso creer en la virtualidad estética de los procedimientos creativos más abandonados a la producción casual y automática, en el arracionalismo como componente necesario de la creación artística. Menos mal que se me pasa pronto el caldo mental y me abandono de nuevo al puro disfrute esta belleza.
En ese momento, la organización de la excursión nos ofrece un trago – más de buena-estancia que de bienvenida -: un pisco-sauer o un whisky con hielos del glaciar “pescados” por la tripulación de las aguas del lago. Tomo un whisky, que sienta estupendamente a mi estómago bien abastecido, mientras el catamarán se desplaza por el lago para salvar el obstáculo de la isla y poder contemplar la otra lengua del glaciar. Desde lejos parece ser menos espectacular y abrupta: bueno, pues daremos fin a la excursión paseando la vista por este lado menor del glaciar y trasegando a las tripas el frío calentador del whisky. Mientras abandono mis ojos a esta contemplación y disfrute, se abren las nubes y un sol espléndido, generoso se derrama por el glaciar produciendo un efecto inenarrable: las suaves cadencias de su lengua de hielo se llenan de millones de puntos de luz, de brillos como de pequeños diamantes que cuajaran sus ondulantes formas. Haría falta estar hecho de cartón piedra para no emocionarse ante tamaña hermosura. Me apresuro a tomar unas fotos que puedan alargar en el tiempo esta experiencia inenarrable. Las hago y compruebo, decepcionado, que mi cámara – quizás como todas las cámaras – es incapaz de reproducir lo que todavía mis ojos pueden ver. Y a ello me abandono: no sé cuándo volveré a ver algo tan hermoso.
El grupo todo está entusiasmado y, sin plantearnos por qué, comenzamos a darnos besos y abrazos. Nos hacemos fotos de grupo que recuerden este momento y… lamentamos mucho que no estén con nosotros Marga y Mª Ángeles que no se encontraban muy bien y se han quedado en el hotel. Hacemos propósito de recomendarles que hagan en algún momento esta excursión.
El regreso, con el viento más calmado y de popa, podemos hacerlo, si lo deseamos, en cubierta. No nos lo prohíben, como a la ida, pero lo cierto es que, pasado el primer momento, casi todos regresamos al salón cubierto del barco a contemplar, calentitos, el espectáculo azul de los témpanos y sus formas alucinantes. “Un témpano de estos puede tardar un año en derretirse completamente”, comenta Lucas, “Deben saber que lo que emerge del agua supone apenas el 25 % de su volumen y, por otra parte, estas aguas se mantienen en temperaturas bajísimas siempre”. Uno trata de imaginarse el volumen total del témpano que estamos rebasando y cuya parte emergente debe tener, por lo menos, tres veces la altura de nuestro barco.
Solo una persona permanece en el exterior. Se trata de una señora que tiene todas las pintas de fotógrafa profesional: va pertrechada de trípode y de dos cámaras excelentes - según nos comenta Enrique, nuestro entendido en fotografía – y acompañada de un chico también bien equipado. El viento, que ha vuelto un poco por sus fueros, no ha conseguido apartarla de la proa, donde, sentada en el suelo, hace todo el trayecto de regreso. Al comenzar las maniobras de atraque del barco, Lucas se acerca a indicarle que debe pasar al interior. Luego nos comentará a nosotros que la había encontrado completamente… extasiada, que casi había dado un respingo cuando él le había tocado en el hombro para avisarle.
Pasamos a la zodiac y de ella al muelle. El regreso lo hacemos charlando animadamente con Lucas que, abandonando su papel de guía, nos comenta su panorama laboral dentro de la industria del turismo en Chile, la situación económica del país… Definitivamente se trata de un muchacho simpático, agradable y con una notable cabecita pensante. La despedida es de lo más cordial y aprovechamos la ocasión para felicitarle por sus estupendos servicios como guía y su agradable trato. Él nos corresponde diciendo que “turistas como ustedes sacan lo mejor que lleva dentro cualquier guía”. Toma elegancia.
Por la tarde, después de un no sé si merecido pero, desde luego, sí deseado descanso Marga, Mariluz, Merche y yo nos damos un paseo por la zona que media entre el hotel y el lago. Marga nos sirve de guía porque, entre otras cosas, ha ocupado la mañana en hacer estos caminos con Mª Ángeles. Vamos repasando las lecciones aprendidas sobre flora y fauna del lugar, añorando – ellas – el paseo a caballo de días atrás con especial referencia a las “hazañas” de Pamperito , recordando la ¡posible! presencia del jaguar en parajes como ese… Un agradable paseo.
La tarde queda rematada con actividades diversas en las salas del hotel: las Isabeles con su blog, Merche, Marga, Mª Ángeles y Mariluz con el dominó, Ángel parece estar tomando notas en el i-pod de su mujer… Yo decido que, por fin, voy a responder a la invitación de las Isabeles para redactar una entrada al blog que se refiera a los días iniciales de este viaje, esos en que ellas no estaban presentes todavía. Y me lanzo a escribir directamente dentro del blog. Tremendo error. Después de ocuparme en redactar la tal entrada durante casi dos horas y cuando ya lo tenía prácticamente terminado todo, me acerco a las Isabeles para que me ayuden a instalar la entrada dentro del blog. En ese momento se produce – tal vez – una caída en la intensidad de la señal wifi y… mi texto se pierde en la nada. Me enoja bastante esta burla de la técnica hacia mi persona y pospongo sine die la vuelta a redactar ante las quejas de nuestras esforzadas blogueras.
Cervecita, cena y planificación del día de mañana ocupan el resto de la jornada. Decidimos - y contratamos en el hotel – hacer mañana la excursión al “Camino Francés” que discurre al comienzo por la falda del Gran Paine para meterse después entre este y los Cuernos del Paine. La ruta promete una caminata soportable y adornada de magníficos paisajes.
Día 27.- A LAS ENTRAÑAS DE TORRES DEL PAINE
Tras una buena madrugada, procedemos a cumplir con un consistente desayuno – y aprovisionamiento – antes de tomar el microbús que nos ha de llevar hasta la Guardería Pudeto.“Guardería” aquí no significa lugar donde se guardan niños sino edificio en que residen los guardas o guardaparques y que suele coincidir con puntos estratégicos de comunicaciones. Esta guardería Pudeto se encuentra en el cruce entre el camino al Mirador de los Cuernos, la senda al Salto Grande, la pista de ripio del Lago Grey a Puerto Natales (por la que nos desplazamos hoy nosotros) y el embarcadero desde el que un catamarán nos va a llevar hasta la guardería Pehoé de la que parte el Camino Francés. Se han descolgado de esta excursión nuestros “ángeles” del grupo: Ángel parece encontrarse peor del catarro y Mª Ángeles parece que se queda a acompañarlo. Nos arriesgaremos, pues, a viajar sin protección “angélica”, qué le vamos a hacer.La ruta hasta Pudeto sigue, aunque no de cerca, el curso del río Grey, en el que desagua el glaciar y lago del mismo nombre. Lo cruza en dirección a la Posada Serrano para desviarse a cruzar, después, el río Paine y bordearlo hasta Pudeto pasando cerca del Salto Chico y de la Hostería Pehoé. Sienta bien este repaso visual de parajes ya conocidos y admirados. Casi inmediatamente embarcamos en el catamarán que nos llevará a Guardería Pehoé. Nos llama la atención el fuerte oleaje que agita las aguas del lago y hace más incómoda la navegación. Quizás por distraernos, la empresa naviera nos ofrece la posibilidad, que yo rehúso, de tomar un chocolatito caliente con pastas. El otro detalle francamente llamativo es la enorme cantidad de voluminosas mochilas que se amontonan en una especie de plataforma al parecer destinada a ello. La indumentaria de muchos de los viajeros está en perfecta consonancia con esto: gruesas botas de monte, calcetines altos y protectores, toscos pantalones de campo, ropas de abrigo aunque ligeras, gorros y gafas de sol componen la múltiple estampa de montañeros de una mayoría de nuestros compañeros de viaje. Y es que, al parecer, la Guardería Pehoé es uno de los puntos habituales de comienzo y final del gran circuito de trekking que da la vuelta al enorme macizo del Paine. Darle la vuelta entera, según he leído, debe durar entre seis y siete jornadas de fuertes caminatas. Si el sencillo camino que vamos a recorrer hace esperar, ya desde los mapas, que vayamos a encontrar verdaderas maravillas de la montaña, contemplar el recorrido magnífico de una semana que tal vez vayan e realizar estos aguerridos montañeros le pone los dientes largos a cualquiera. De todas formas ni el tiempo ni las fuerzas nos acompañarían a nosotros a planteárnoslo siquiera. Isabel P. tal vez estuviera en condiciones de tener tiempo; los demás… mucho me temo que haríamos aguas.
Apenas desembarcados, tomamos la senda que parece dirigirse hacia la Guardería y Centro de Información y desde allí hacia el Valle del Francés que es nuestro destino. No lo hemos dejado muy bien definido porque nos hemos propuesto llegar al menos hasta el Campamento Italiano y ascender desde allí hacia el Campamento Inglés hasta donde el horario y el cuerpo aguanten: a las 17 h. tenemos que estar en el embarcadero de Pehoé para iniciar el regreso y los mapas de montaña indican que en ir y volver al Camp. Italiano se pueden invertir 5 horas. Llegar al Cam. Inglés y regresar ocuparía otras 6 horas. Decidimos ir a comer en el Cam. Italiano, ascender después hasta alcanzar unas buenas vistas del valle y regresar. El guarda del Centro de Información nos habla de la suerte que hemos tenido con el tiempo, que ha cambiado totalmente en las primeras horas de la mañana. Por lo visto esta noche y madrugada ha soplado un espantoso viento huracanado que hacía crujir el edificio del Centro. “Es normal que todavía a estas horas haya mucho oleaje en el Pehoé”, nos ha comentado. Además de utilizarlo para informarnos, nos hemos servido del Centro para beber agua, desbeber y hacer acopio de líquido en nuestras botellas.
A poco de salir de allí, el camino asciende un repecho bastante pronunciado dejando atrás al lago Pehoé para asomarnos inmediatamente a otro, el Scottsberg, cuyas aguas, de intenso color esmeralda, nos hacen de horizonte inmediato durante mucho rato. Cuando ya estamos dejando atrás el lago Scottsgerg, comenzamos a faldear la parte inferior de la ladera del Cerro Paine Grande y de Punta Bariloche. La vegetación se hace más tupida y se atenúan los rigores del sol. Pese a ello, el irregular trazado de la senda llena de altibajos hace que acusemos en nuestras piernas los casi 8 km que nos separan del Camp. Italiano.
Alguien me echa en cara que la noche anterior yo había aventurado, consultando el mapa, que el camino debía de ser bastante llano porque parecía seguir en paralelo las curvas de nivel. Yo replico diciendo que debemos estar en buena forma porque vamos cumpliendo los horarios previstos en los planos montañeros y que no nos hemos retrasado tanto, sobre todo si hacemos cuenta con nuestras numerosas paradas más o menos excusadas por la fotografía. Lo cierto es que merecía la pena detenerse casi en cualquier momento para disfrutar de los paisajes que continuamente regalaba aquel lugar maravilloso con los fondos montañosos de Punta Bariloche, el Paine Grande y los Cuernos del Paine de una parte y el horizonte de los lagos Scottsberg y Nordenskjöld de la otra. Con el giro que el camino adopta para entrar en el Valle del Francés, perdimos de vista los lagos pero ganamos en la contundencia y cercanía de las moles montañosas del Paine.
Durante bastante rato nuestro caminar fue también acompañado del estruendo provocado por las aguas torrenciales del Río llamado también del Francés. Cuando ya teníamos a la vista lo que podía ser – y era – el Campamento Italiano, encontramos a un grupo de japoneses que, en un silencio casi religioso, dejaba libre un pequeño claro del bosque a orillas del torrente. Decidimos ocuparlo para dar cuenta de nuestro pic-nic sin someternos a las estrictas pautas de silencio de los nipones.
Una vez repuestas las fuerzas, recorrimos el Campamento buscando alguna fuente de la que se abastecieran los campistas – no dimos con ella y sí vimos que tomaban el agua del río – y algún baño en el que cumplir necesidades fisiológicas que se iban haciendo perentorias. Con el baño sí dimos, aliviamos las tripas y cotilleamos un poco el campamento. Tomamos después la cuesta arriba, pronunciada y de pésimo suelo. No tardamos mucho en llegar a un ensanchamiento en que el camino discurría al lado de un tremendo roquedal que daba vistas a un glaciar de nombre impredecible: el glaciar… del Francés. Paramos a disfrutar de la hermosa vista y, en ese punto, Isabel R., Enrique y yo decidimos que ya habíamos llegado y nos dedicamos a descansar y apurar las lindezas del lugar: el glaciar tiene dos zonas, una superior blanquísima y otra inferior ennegrecida por tierra y rocas; bajo esta fluye impetuoso un potente brazo de agua que engrosa el caudal del río…Francés.
Mientras tanto Marga, Merche, Mariluz e Isabel P. continuaban ladera arriba. La consideración que me hice de que no nos quedaba tiempo para subir tan alto como para que cambiara sustancialmente el paisaje, parece que resultó acertada a juzgar por lo que nos comentaron Merche y Marga que regresaron pronto y las intrépidas Mariluz e Isabel P. que lo hicieron más tarde. Excusas aparte, he de confesar que lo cierto es que me quedé más tranquilo cuando me dijeron que no se ganaba mucho con el ascenso realizado por ellas y que yo, por pereza postprandial, había rehusado hacer. El regreso desde allí he de decir que se me hizo no penoso pero sí largo: sin duda ninguna la novedad que acompañó al viaje de ida no aliviaba ahora la sensación de lejanía. La sed fue otra de las molestias que contribuyó a ello. En la comida derramé sin querer parte de provisión de agua y luego la eché de menos.
Al pasar al lado de un pequeño curso de agua cristalina decidí que aquella limpieza hecha agua no podría hacerme daño, llené el botellín vacío y tomé un buen trago. Me sentó divinamente y ya no sentí más necesidad de beber hasta que llegamos de regreso al bar-comedor del Refugio Paine Grande. Allí, eso sí, dimos cuenta placentera de unas hermosas cervezas que pudimos conseguir en el supermercado anejo al bar para acompañar a las perlitas de chocolate de variada composición que, días atrás, nos había regalado Isabel P. con su peculiar generosidad y que comenzaron a emerger de nuestras mochilas como por arte de magia.
Salimos hacia el embarcadero donde aún tuvimos que esperar al catamarán. Mientras guardábamos fila, pasó a hacernos los honores de despedida una familia completa de cauquenes (padre, madre y siete crías) que desfilaron solemne y tranquilamente ante nosotros justo antes de meterse al lago a dibujar olitas convergentes y efímeras.
En el viaje de regreso se repitió la oferta de chocolate caliente y pastas y esta vez sí hice gasto. No era el chocolate como el de la Granja Anita de Huesca – y sin churros – pero tampoco estaba malo con sus galletitas y me confortó mientras llegaba la cena. Frente a mí y sentado en el suelo para evitar accidentes de derrame, se aposentó un chavalillo que se puso de chocolate como el tío Tenazas: repitió y todavía sugirió a su madre la posibilidad de una tercera ronda. Ante la negativa de su madre y la sonrisa que yo le dedicaba, me hizo un gesto cómplice que parecía decir algo así como “Anda que no es rara ni nada esta mujer”. De regreso al hotel, encontramos a nuestros “ángeles”. Ella nos cuenta que Ángel la había convencido de que no se quedara en el hotel sino que se apuntara a última hora a la excursión que los demás habíamos hecho ayer. Así lo ha hecho y está encantada de haberse decidido.El hambre sin duda y la necesidad de dormir pronto (mañana salimos ¡a las 7 de la mañana!, después de desayunar) nos empujan a cenar cuanto antes. Negociamos la posibilidad de que mañana nos abran excepcionalmente el comedor antes de las 7 h, dada nuestra hora de salida. Se comprometen a ello inmediatamente. Antes de irnos a la cama, pasamos a liquidar nuestras cuentas de habitación, bebidas y comidas. Con un cortés ”Esperamos volver a verle pronto por aquí” se cierra mi estancia en la Hostería Lago Grey del Parque Nacional Torres del Paine.
Día 28.- NOS VAMOS A EL CALAFATE
¡Qué dura es la vida del turista! ¡Quién me iba a decir a mí que, por gusto, me iba a pasar un mes levantándome a horas tan disparatadamente tempranas como las de hoy! Sí ya sé que respiro por la herida y que no todos los días he puesto el despertador antes de las seis; pero, para mi biorritmo, estos madrugones no son… saludables ¡qué demonio! Sí, ya sé que hay seres humanos normales que hacen lo que ayer las Isabeles y Enrique: levantarse ¡a las 4.30 h de la madrugada! para ver amanecer y tomar fotos del Paine acariciado por los dedos rosáceos de la aurora. Qué poético ¿verdad? sobre todo si no ocurriera a horas tan intempestivas. Además – deslizaré aquí un comentario maligno – eso de que amanecía a las cuatro y media ha resultado ser un pufo: a esa hora ni el sol se levanta, hombre, y, según me ha confesado Enrique, apenas clareaba un poquito el cielo cuando se han levantado. Las fotos que él me ha enseñado, pues sí,… eran bonitas, pero no en proporción al sacrificio de las dos “imaginarias” cumplidas sin haber cometido delito ni falta ninguna. Esta es una mía hecha a las 6.30, más o menos.
Pues eso: que nos hemos levantado antes de las seis, hecho y sacado a la calle el equipaje, y esperado a que abrieran recepción y comedor para cargar las pilas ante este día que no va a ser agotador pero largo… Hemos cumplido como lobos con el desayuno – y el aprovisionamiento -: el único camarero que abastecía de alimentos las mesas del buffet libre estaba alucinado ante la velocidad con que jarras, platos y fuentes quedaban vacíos. Y es que el cuerpo se asusta con este maltrato madrugador y se venga atiborrándose para sobrevivir: son tantas las horas que se adivinan por delante… Con tanto entusiasmo desayunador, la verdad es que se nos ha hecho un poco tarde. Ya debidamente abastecidos – interior y exteriormente – hemos salido a tomar el microbús que nos ha de llevar hasta Cerro Castillo donde podremos dejarnos esquilmar por aquel no-altruista luiscandelas de altos precios y bajos cambios de moneda.
El conductor que nos acompaña nos cuenta que, aunque resulte más penoso, también en invierno los turistas recorren esos parajes. “Ponemos las ruedas de clavos y ¡a recorrer mundo!”. En medio de la animada conversación notamos que el vehículo hace un ligero extraño y se oye la voz del conductor: “Hemos pinchado”. A uno se le ocurre pensar que lo que mal empieza… Enrique, Ángel y yo – sobre todo Enrique – ayudamos al chofer en la labor de alzar el bus y cambiar la rueda con lo cual la maniobra se aligera y pronto estamos de nuevo en marcha. El conductor – de cuyo nombre quisiera acordarme – se hace eco del problema que nos inquieta, toma el móvil y conecta con el del autobús que nos espera en Cerro Castillo. Se ponen de acuerdo en que nos aguardarán si es que llegan antes porque ya han salido de Puerto Natales pero están todavía de camino.
La voz del conductor, que sigue comentando con parsimonia las peculiaridades del entorno, no refleja el ritmo de la marcha que se asemeja a la de un rally. Nos habla de la polémica sobre si asfaltar o no los caminos del Parque, del lago Toro una de cuyas orillas marca frontera del Parque, como ocurre con buena parte del lago Sarmiento, y, en un momento determinado, nos avisa de que estamos ya abandonando el Parque Nacional Torres del Paine. En ese momento es cuando me doy cuenta de que me hace mucho duelo dejar atrás tanta hermosura como hemos podido disfrutar durante estos días. Creo que siempre recordaré este Parque maravilloso con sus hermosos e innumerables lagos tan diferentes entre sí, con sus glaciares como el maravilloso Grey, con su majestuoso macizo montañoso del Paine en el que se cuentan una decena de picos superiores a los 2.500 m de altura – uno de 3.050, el Paine Grande -, con esa sensación transmitida de naturaleza en estado casi puro. Definitivamente, hacen bien los chilenos en extremar el cuidado de estos entornos naturales paradisíacos. No son exageradas esas normas, vigilancias y precauciones: son necesarias; incluso podrá suceder que un día se revelen como insuficientes. En Cerro Castillo nos está esperando el autobús y la aduana chilena. La pasamos sin más problema que presentar con el pasaporte el papelito de inmigración que debimos rellenar a la entrada al país. Y subimos al bus que nos va a acercar a la aduana argentina. El paso de esta aduana se convierte en una verdadera antología del disparate. Incluso un muchacho, que parece ejercer en el autobús funciones de enlace y coordinador de viajeros – indica momento de subida, controla número de viajeros, abre o cierra para ventilación las trampillas de techo del autobús – y que debe estar acostumbradísimo a este viaje, está alucinado. Ya estábamos todos dispuestos en fila para pasar el control aduanero cuando ha salido este muchacho y nos ha dicho: “Denme, por favor, todos sus pasaportes. El aduanero está loco”. Y algo de ello debe haber porque tarda más de una hora en volver a salir de las oficinas de la aduana. Eso sí, en ese momento lo hace con los pasaportes en la mano y nos los entrega entre risas: “Ya pasaron ustedes la aduana; no se dieron cuenta pero la pasaron”. El aduanero, además de estar loco, debe ser un hombre de mucha fe: se ha creído, a pies juntillas y sin vernos, que los que estábamos esperando pasar la aduana éramos efectivamente los titulares de esos pasaportes. Ahora bien, ¿cuánto le hubiera costado la maniobra si, además de sellar los documentos,. hubiera debido comprobar que correspondían a cada uno de nosotros? Mejor ha sido así. Lo que sí es cierto es que la hora larga de espera aduanera ha dado ocasión para hacer un completo censo de los tipos y peculiaridades pintorescas del variopinto conjunto de viajeros: desde la pareja de guapos “ultramegapijos” (cargados de utillería electrónica, bienvestidos con desenfado, pulidos y retocados, sobre todo ella con sus cejitas de diseño) hasta el hortera supremo (de chancletas y bermudas supercoloridos que se dan de bofetadas con el chubasquero cortavientos con el que se “abriga” el torso) pasando por la japonesa que, sentada en el suelo practica concienzudamente una serie de ejercicios no sé si de gimnasia o de contorsionismo que, por aquello del cuerpo místico, hacen crujir las cuadernas de mis huesos. Lo que da de sí perder el tiempo.
Y por fin ¡al bus! para dar principio a un largo y monótono recorrido por las esteparias llanuras argentinas cuya travesía nos conducirá hasta El Calafate. Estancias perdidas en la llanura, enormes rebaños de ovejas y vacas, manadas de guanacos, pequeñas lagunas… van introduciendo en el paisaje pequeñas variaciones sobre el tema patagónico de la estepa.
Y llegamos a El Calafate. He de confesar mi decepción: pese a la presencia grandiosa del lago Argentino, el paisaje entorno y la misma estructura urbana de la ciudad de El Calafate desmerece, a primera vista, de la aureola que en la distancia le concede el hecho de estar asociado su nombre al de la ruta de los glaciares y en concreto al del Perito Moreno. La misma estación de autobuses, con no poder tener muchos años (la historia de El Calafate se remonta tan solo a 1927 y su crecimiento es realmente muy próximo), presenta un estado decadente y ajado.En el andén, el ya mítico cartel Ruiz Budría x 9 nos congrega con el maleterío ante el bus que nos llevará al hotel. Acompañamos a un par de japoneses (dudo que sean pareja por la diferencia de edad) que saludan con su cortesía e inclinaciones habituales de cabeza. El microbús lleva en primer lugar a los japoneses a su hotel y después el conductor nos anuncia que el nuestro está situado a las afueras. No nos hace mucha gracia el anuncio. Él suaviza que del comienzo de la zona comercial al desvío hacia el hotel hay unos 800 m y de ahí al hotel mismo otros 400 ó 500. Traduciendo las previsibles rebajas eufemísticas nos quedamos con que seguro que la distancia excede de los 1500 m si no llega a los 2 km. Menudean los comentarios de que nos quejaremos de estas lejanías a Fernando el de la agencia Fuera de Ruta. El hotel resulta ser bastante nuevo, con buenas instalaciones, con un servicio wifi rápido y que alcanza a ratos a las propias habitaciones, y con unas vistas soberbias sobre el lago Argentino.
El personal se muestra muy correcto, amable y diligente desde el principio. Si a esto se suma el descanso que nos procuramos y la liberación previa de la prisión del autobús, resultamos un grupo de turistas remozado y totalmente dispuesto a dirigirse a pie hasta la ciudad para comprobar la distancia. Comprobamos que no era tanta como nos temíamos. Recorremos la calle principal de El Calafate. Llama la atención la omnipresencia de tiendas de suvenires y regalos, de ropa de abrigo y deporte, de cafeterías y, sobre todo, de restaurantes, y de Casinos (uno enorme y de pinta muy lujosa y otros menores). Comercio de turisteo, vamos; ciudad para el turismo. Informados por una Guía buscamos y encontramos un curioso establecimiento: el Librobar Borges&Álvarez. Se trata de un bar sito en una primera planta y con terraza en la placita cercana; el bar propiamente dicho tiene cubiertas las paredes de estanterías llenas de libros que los clientes del bar toman y usan con toda libertad. Unas agradables mesitas de lectura completan el mobiliario. Resulta una idea de negocio que podría ser perfectamente exportable a nuestro país. Nunca sería, como aquí tampoco lo es, un tipo de bar mayoritario, ni siquiera abundante; pero creo que funcionaría.
Informados otra vez en el libro-guía, conocemos la existencia de una cadena de tres restaurantes reputados como de lo más interesante de El Calafate cada uno en su gama. Se trata de los Casimiro Biguá, uno de ellos pizzería, otro de comida típica patagónica (asados, etc…) y otro de gourmet, de nueva cocina, se supone. Decidimos optar hoy por el restaurante italiano de Casimiro Biguá y dejar para otro día, mañana tal vez, el cordero patagónico en La Tablita que nos ha sido recomendado por varios conductos.
La cena resulta bastante bien de calidad y precio. El regreso al hotel lo hacemos a pie de nuevo y ahora nos parece aún menor la distancia.
Día 29.- Y SE NOS APARECIÓ EL PERITO MORENO
Hoy el Grupo Patagonia 2010, contra la voluntad de sus componentes, pero se va a dividir. La agencia Fuera de Ruta, al planificar nuestro viaje y llegar a este día nos advirtió que le era imposible contratar plazas de trekking sobre el hielo del glaciar Perito Moreno para las personas mayores de 60 años. Entonces consideraron la posibilidad de que todos dejáramos de hacerlo y siguiéramos la actividad alternativa, un paseo en catamarán por delante de la cara sur del glaciar. Los que teníamos ya los problemáticos 60 años opinamos que no había ninguna razón para ello y que, si los demás estaban ilusionados con hacer el trekking, debían contratarlo y, llegado el día, realizarlo. Así que las cuatro personas del grupo que seguían ilusionadas con ello lo contrataron y hoy precisamente van a hacerlo.
Por esa razón ellos van a salir de viaje hasta el Perito Moreno a las ocho y media y nosotros treinta minutos antes. Merche y yo ya hemos planeado que, si los del trekking quedan satisfechos de ese paseo por el glaciar, nosotros intentaremos contratarlo sin intermediarios para el día 31, que está libre en nuestro calendario de viaje. Nos han dicho que esos problemas los ponen los mayoristas turísticos pero no las empresas concretas que realizan esas actividades y que no ponen ningún problema con la edad de los usuarios.
Salimos de El Calafate en la misma dirección que trajimos ayer al llegar. Nos han anunciado que se trata de un recorrido de 80 km hasta el puerto Bajo las Sombras. El autobús se dirige directamente hacia los Andes que se nos muestran continuamente al frente. En principio el entorno vuelve a ser la estepa patagónica con su flora arbustiva de calafates, arbejillas y mataguanacos, cuando los hay, y su escasa fauna visible (apenas avistamos unas parejas de caranchos y algunos grupos de guanacos). La guía nos asegura que no es infrecuente poder ver águilas moras, zorros colorados o ñandúes petisos que se dejan sorprender más fácilmente que los pumas, huemules o cóndores. De pronto el matorral estepario y el sotobosque se van convirtiendo en bosque andino patagónico poblado de ñires, lengas y coihues de porte cada vez mayor.
Vamos en ese momento siguiendo la orilla del canal Rico del lago Argentino. Sus aguas son de un color gris azulado que los argentinos denominan gráficamente “leche glaciaria”. Este es mayor de los lagos de toda la República y se abre en multitud de extensísimos brazos. El que tenemos a nuestra izquierda es el que nos llevará hasta el Perito Moreno.
En un momento determinado la guía nos avisa: “Aquella curva que se ve al fondo tiene nombre: se llama la Curva de los Suspiros. Y pronto van a comprender por qué”. Y lo hemos comprendido porque aquella curva se abría… para descubrir el espectáculo alucinante del glaciar Perito Moreno y el bus se llena de exclamaciones de admiración. Bajamos a unos miradores acristalados que resguardan de un viento que hoy no es excesivo. El día de que disfrutamos hace todavía más espléndido el panorama: se ve todo el glaciar con su enorme frente tapado en parte por la península de Magallanes, su extensísima lengua helada de 165 kilómetros cuadrados y los picos del fondo (el Pietrobelli, el Gardener y el Failberg) que nos habían pronosticado que no llegaríamos a ver porque siempre estaban tapados por las nubes. Siempre no: hoy estaban perfecta y espléndidamente visibles. Según me llenaba los ojos con aquella maravilla, estaba pensando hasta qué pasmo podría conducirnos la visión próxima del glaciar si desde lejos su contemplación impresionaba de esa manera. Tuvieron que recordarnos con insistencia lo que nos esperaba en el catamarán y en las pasarelas para conseguir arrancarnos de aquella alucinación.
Llegamos en seguida al puerto Bajo las Sombras, subimos al catamarán, avanzamos hacia la cara sur del glaciar y comenzamos a experimentar la experiencia casi mística de la contemplación cada vez más y más próxima de sus hielos, de ese monstruo de la naturaleza que avanza, cruje y se fragmenta continuamente en témpanos más o menos grandes que quedan a la deriva en el lago. Esa inefable macroescultura en hielo tallada por la naturaleza en unos tramos se asemeja a enormes haces de llamaradas azules y blancas que lanzan sus lenguas heladas hacia las montañas y el cielo; en otros emula a verticales acantilados de rocas cristalinas, lisas y cortantes como navajas; en un punto, la cresta del frente parece haber congelado dos inmensas gotas caídas del cielo; por momentos parece una instantánea de fabulosos roquedales de hielo cuarteados por un terremoto apocalíptico; en otras partes se abre en espectaculares grietas azules que hienden de arriba abajo los 70 m de altura del glaciar o presenta misteriosas grutas blancas-azuloscuro-casinegras o se abre en túnel al anuncio de lo que todavía no conocemos de esta maravilla, como una provocación a más extensa e intensa contemplación que se nos promete y se nos veda a la vez.
No puedo dejar de hablar del Perito Moreno sin comentar, además de sus formas y colores, sus sonidos: los leves crujidos que parecen pronosticar futuras quebraduras y los chasquidos, secos como disparos, que acompañan con retraso la visión del desprendimiento de bloques a veces enormes de los que este glaciar – vivo, que avanza 3 m al día – se permite desprenderse para gozo de nuestros ojos.
Si he de describir mi estado de ánimo ante tanta maravilla, si he de aproximarme a hacerlo, diría que me encontraba confuso, mareado ante tal cúmulo de indescriptibles hermosuras, literalmente extasiado en su contemplación. No soy capaz de recordar cuánto tiempo transcurrió desde comenzamos a acercarnos al glaciar hasta que, ya empapados de su belleza, el barco comenzó a alejarnos de él en zigzags cada vez más abiertos y en línea recta al final. En ese momento - con un poco de ingratitud, lo reconozco – recordando el glaciar Grey, pensé y dije: “¡Yo creía haber visto un glaciar!”.
Con los ojos vueltos hacia adentro, refugiados en la memoria cercana de las estampas del Perito Moreno, nos subimos al autocar que nos va a llevar a península de Magallanes con su zona de las pasarelas frente al glaciar. La guía sonríe, satisfecha de nuestro entusiasmo, y nos pronostica que lo mejor está por ver. Lo tomamos como una exageración profesional: un guía debe mantener en vilo la atención e interés de los viajeros. Con un regocijado “A la vuelta me lo dirán ustedes”, nos despide y emplaza Patricia, nuestra guía.
Cuando llegamos a la explanada que conduce a las pasarelas, advertimos que es hora de atender a necesidades perentorias y a otras – la comida – que lo serán dentro de poco. Hacemos uso para ello del restaurante autoservicio: pasamos por los baños y, a la salida, nos pertrechamos de un generoso bocadillo de “Milanesa Completo” que tiene una pinta excelente y reforzará las provisiones que llevamos en la mochila. Nos encaminamos a las pasarelas ya con cierta impaciencia. Llegábamos ya a la primera línea de pasarelas, cuando hemos oído un ruido seco como un disparo seguido de un estruendo de derrumbe y después de una nube de polvo de agua o hielo. Sabemos que se ha producido un desprendimiento en el glaciar, ha tenido que ser enorme pero, por muy poco, nos lo hemos perdido. Seguimos corriendo y, cuando llegamos a la primera barandilla que permite verlo, contemplamos apoyado en el frente del glaciar una especie de cono de deyección de hielo hecho añicos: el resultado del derrumbe que hemos oído solo hace un momento. En ese instante maldigo el retraso acumulado por las necesidades satisfechas.
Este es el paraje en que, como dicen los libros, el glaciar choca con la península Magallanes y se producen muy frecuentes desprendimientos de témpanos. Estamos lamentando no haber sido testigos del último y una señora argentina que tenemos al lado nos comenta: “Ha sido bárbaro. A pesar de que vivimos en Salta, yo vengo todos los años y nunca vi uno semejante. Lo hubieran disfrutado”. En fin, borrón y cuenta nueva. Descontado lo no visto, nos consolamos de inmediato con lo que tenemos delante.
Desde esa pasarela vamos bajando sin perder de vista el glaciar. Tan sin perderlo de vista que al que sí perdemos es a Ángel que, con su biorritmo habitual, se nos ha quedado descolgado y nosotros, que estábamos a otra cosa, lo hemos perdido. Mª Ángeles, conocedora del percal, nos tranquiliza con un “No os preocupéis, pronto aparecerá”. Así que seguimos hasta llegar, descendiendo, hasta el mirador intermedio que está justo delante de donde ha caído el gran derrumbe anterior. En ese punto, el frente del glaciar casi está conectado con la península Magallanes por los hielos destrozados producto de sucesivos y muy frecuentes desprendimientos. Queda apenas un canal a través del cual los brazos Rico y Sur del lago Argentino desembocan después de pasar sus aguas a través del túnel que hace unas horas veíamos desde el otro lado, desde la cara sur del glaciar que hemos paseado en catamarán. Allí se están produciendo continuamente pequeños desprendimiento de hielos. Son especialmente frecuentes en el interior de túnel. Solo los oímos, pero poco después la corriente de agua arrastra los fragmentos de hielo que se habían desprendido.
Tengo leído que hay momentos en que este túnel se ciega. Entonces el agua del lado sur del glaciar sube de nivel y comienza a ejercer una enorme presión sobre el hielo que le impide el paso. Hasta que en un momento el dique de hielo explota y se restablece la comunicación de esas aguas con las del canal de los Témpanos. En 2004 tuvo lugar este fenómeno por última vez, dice mi guía, aunque puedo sospechar que esté un poco atrasada de noticias: es la edición de 2006. Nos movemos a un lado y otro de ese mirador para acercarnos a la zona del túnel o para ver más de cerca el comienzo de la cara norte del glaciar. Cuando nos damos cuenta de la hora que es y de que por ese lugar en cualquier momento puede pasar Ángel, decidimos ocupar un banco libre y hacer los honores a nuestras provisiones. La excelente calidad del bocadillo de milanesa me resarce algo del espectáculo perdido y mi estómago aplaude la decisión de compra. Observo que no somos los únicos que permanecemos anclados a la contemplación de aquel lugar: tres bienvestidas con niña mona - arreglás pero informales –, que con sus grititos de admiración – muy arreglados también - me habían resultado bastante empalagosas, se han quedado apoyadas en la barandilla, inmóviles como un grupo escultórico y, afortunadamente, calladas; un muchacho de generosa melena y chancletas permanece sentado en el suelo en el mismo lugar, cercano a la barandilla, en que ya hace un buen rato reposaba contemplativo y rodeado – casi pisado – por el gentío que atestaba en ese momento el mirador; ahora se ha descalzado, tiene un libro en las manos y mira, lee, mira, mira… Los comprendo.
En ese momento aparece Ángel recriminándonos que hemos seguido un camino sin orden ninguno: no hemos visto, por ejemplo, el mirador inferior a pesar de que, cuando llegábamos aquí, hemos pasado por el desvío. Sonreímos, reconocemos la lógica de sus desplazamientos pero… nos da igual: aquí estamos tan bien. Y luego enmendaremos el olvido del mirador inferior.
Terminado el “agapito”, nos ponemos en marcha recuperadora de olvidos. Y llegamos al mirador inferior: la abrumadora visión en contrapicado del frente del glaciar, la proximidad del túnel con sus pequeños y frecuentes desprendimientos,… Comento con Merche que hemos visto tantas maravillas seguidas que estas ya no nos sorprenden aunque, si hubiéramos comenzado por aquí, estaríamos ahora con la boca abierta de pasmo.
Es preciso regresar. Nos espera ahora una dura secuencia de pasarelas y escaleras siempre ascendentes hasta el punto de reunión frente al restaurante. La emprendemos con calma y tenacidad. De vez en cuando nos detenemos para descansar las piernas y deleitar la vista. Y en menos tiempo-esfuerzo del esperado nos encontramos frente a Patricia, la guía, que nos pregunta por la experiencia. Nos hacemos lenguas de lo mucho que hemos disfrutado y ella escucha, satisfecha, nuestras voces a las que siguen poniendo contrapunto los chasquidos del hielo que se rompe al fondo.
El viaje de regreso se esfuma rumiando hermosuras en la contemplación de las fotos tomadas.
Llegados al hotel y descansados, nos encontramos en la sala comunicando con la familia por el skype cuando vemos aparecer a una pareja de la que ella me resulta conocida: tiene que tratarse de los amigos de Isabel y Enrique, Pilar Fernández y su marido, que llegaban hoy a El Calafate y a este Hotel Terrazas. Me acerco, nos identificamos y comienza una convivencia fácil y cálida como la que suelen propiciar personas excelentes como resultan ser ellos.
Cuando llegan los del trekking por el glaciar los asaltamos con preguntas sobre la excursión realizada. A Merche y a mí nos interesaba mucho saber si era interesante lo del trekking por planificarlo para pasado mañana. Isabel P. y Enrique, sobre todo, nos han disuadido del proyecto: según ellos se trata de un simple paseo por el hielo sin mayor aliciente, bromean, que el whisky con hielo del glaciar y acompañado de alfajores que te sirven allá, en medio del inmenso casco helado del Perito Moreno. Comentan que de todas formas es curioso pensar que caminas sobre un glaciar muy vivo que se desplaza contigo encima a razón de 3 m al día, esa enorme lengua de hielo cuyo frente se abre en 7,5 km (2.5 km en la cara norte, 5 km en la cara sur) y con un espesor emergente sobre el agua de 65 ó 70 m. Merche y yo sacamos en consecuencia que no vamos a acometer tal excursión.
Nos ponemos en marcha inmediatamente para atender otros aspectos de la cultura: los gastronómicos: teníamos decidido y vamos a cumplir el proyecto de cenar hoy un cordero patagónico en La Tablita, restaurante que nos ha sido recomendado por varias vías de información.
Como muchos restaurantes por esta zona y de esta especialidad, La Tablita nos recibe con el espectáculo culinario del asador patagónico con su vivo fuego en el centro de unos asadores casi verticales que exponen al calor de sus brasas y llamas unos corderos abiertos en canal que van girando para acabar asados a todas caras. Afortunadamente reservamos ayer mesa porque está hasta los topes y, además, vamos a ser 11 comensales, los 9 patagónicos habituales más los recién incorporados Pilar y Chema. La demanda es tan alta que, al reservar nos avisaron que nos guardarían la mesa solo 15 minutos: si nos retrasábamos más, levantarían la mesa. Hemos sido religiosamente puntuales.
Ensaladas, cordero patagónico y postres han compuesto el rico menú que nos hemos metido al cuerpo con mucho gusto, sea todo dicho. La presentación un poco abrumadora de las enormes fuentes de cordero y la espectacular de uno de los postres han sido lo más llamativo para la vista.
A los postres, Merche ha invitado a todos los compañeros a unas botellas de champán para celebrar su ya pasado cumpleaños y se ha vuelto a producir el canto del “Cumpleaños feliz” y el sonrojo consiguiente de Merche por la publicidad y eco general de la felicitación.
Al terminar nos hemos ido caminando hasta el hotel más que nada por bajar un poco la copiosa cena. No nos hemos entretenido porque mañana estamos amenazados con salir de ruta ¡a las 7.30 h de la madrugada!
Nuestras heroicas blogueras, las Isabeles, dicen que todavía se quedarán un rato para darle un avance al blog. Son increíbles.
Día 30.- RUTA DE GLACIARES
El plan de hoy es visitar tres grandes glaciares de los 350 con que cuenta Argentina, de ellos 12 de gran tamaño. Pues vamos a ver tres de estos doce el Upsala, el Spegazzini y la cara norte del Perito Moreno, que no vimos ayer. Como en el resto del mundo, todos los glaciares argentinos están en retroceso, en algunos casos alarmante, salvo el Perito Moreno que, directa y copiosamente alimentado por el Campo de Hielo Sur, crece a razón de más de 100 anuales. Se encuentra en este caso también el glaciar chileno Pío XI. Realmente no es que crezcan sino que no retroceden porque su movimiento y abundancia les permite perder continuamente témpanos por rotura sin que por ello se vea afectado su tamaño.
Salimos a las 7.30 h – a decir verdad un poco más tarde -, recogemos a los últimos componentes de la expedición que en estas tierras sureñas coordina la agencia Rumbo Sur y nos dirigimos al Puerto de la Cruz de Punta Bandera. Es esta una instalación portuaria excelente, con abundantes muelles perfectamente estructurados y una dotación de catamaranes en servicio de alta calidad y de presentación, servicio y limpieza exquisitos. Muchos de los mejor presentados pertenecen a la naviera Fernández Campbell.
Comienza la travesía por el Brazo Norte del lago Argentino, este inmenso lago cuyos brazos y derivaciones – desde el Brazo Upsala hasta el Brazo Sur – sirven de vía de acceso a los glaciares de este enorme Parque: Upsala, Bolado, Onelli, Spegazini, Mayo, P. Moreno,… Luego continuamos ya por el Brazo Upsala. Nos vienen anunciando desde hace rato que, por muy lamentable que sea, es imposible acceder hasta las inmediaciones del glaciar porque todo este brazo que daría acceso a él está taponado desde hace años por una enorme barrera de témpanos. Es que el glaciar Upsala ostenta el triste record de ser el que más retroceso está padeciendo: ¡7 km en 20 años! Un verdadero disparate.
Parece ser que a ello contribuye, además del consabido cambio climático, las peculiaridades del glaciar. Su enorme lengua no descansa sobre tierra firme, como en la mayor parte de los glaciares, sino que flota. Ello conlleva la generación de enormes tensiones en el hielo que se quiebra con inusitada frecuencia y en témpanos de increíble tamaño. Estos se trasladan hacia el sur y acaban por bloquear el Brazo Upsala y la Bahía Onelli que daría paso al glaciar del mismo nombre.
Nos vamos encontrando, camino del glaciar, con decenas y decenas de témpanos a la deriva, casi todos ellos mucho mayores que el catamarán que nos transporta. Unos sólidos como pequeñas islas, otros horadados por enormes óculos a través de los cuales podemos ver un catamarán que navega por el otro lado, unos como picos andinos flotantes, otros de formas gráciles y caprichosas, aquel de más allá como una pirámide egipcia de hielo,… Y cada vez más próximos unos a otros. Hasta que nos presentamos efectivamente ante la barrera inmóvil de témpanos que nos impide la aproximación al inmenso glaciar Upsala (alrededor de 600 km2 de superficie – más del triple que el P. Moreno -, 60 km de largo y 7 km de frente). Tendría que ser sobrecogedor comprobar, en un día claro como hoy, que el hielo del glaciar se perdía en el horizonte de sus 60 km de largo. No es posible, qué le vamos a hacer.
Pues lo que ya estamos haciendo: gozar del alarde de formas, colores y composiciones de todo tipo que nos ofrece esta barrera de témpanos. En un momento, el catamarán se detiene cerca, muy cerca de un témpano que puede tener ¿300 m de largo?, tal vez más, si lo comparamos con nuestro barco, y cuyo mayor atractivo lo constituye no su fabuloso tamaño sino una enorme gruta en azules progresivamente más oscuros que se hunde dentro de su tremenda masa de hielo.Si yo fuera escultor mataría por poder firmar una pieza como esta aunque fuera en tamaño infinitamente más pequeño. Y Madre Naturaleza se la regala hoy a nuestros ojos alucinados y, dentro de un año o dos, seguirá aquí, alterando quizás su delicada forma de gota invertida en vete a saber qué otro prodigio plástico de línea y colores, para disfrute de futuros visitantes. Creo en este milagro, miento: soy testigo y notario de este milagro y doy fe de que existe. La secuencia alucinante de formas y colores continúa a lo largo de la enorme barrera que recorremos sin prisa, dando lugar al placer estético que provoca.La indicación por megafonía de que, como ya se había anunciado, el acceso a Bahía Onelli y al glaciar del mismo nombre resulta imposible nos hace caer en la cuenta de que nos estamos alejando de la Barrera del Upsala. Deseo que esta barrera contribuya a preservar al padre Upsala de la destrucción que lo amenaza; no sé si es posible, tal vez no, pero lo deseo con todas mis fuerzas.
Camino del Spegazzini por el Brazo del mismo nombre, vemos a la derecha otro glaciar menor en retroceso, el Glaciar Seco: muy por delante de su actual lengua de hielo, la falta de vegetación indica claramente que la primitiva alcanzaba prácticamente la orilla del lago. Hace pocos años de este retroceso: a la vegetación no le ha dado tiempo todavía de repoblar el espacio ocupado antes por el hielo.
Y nos presentamos ante el glaciar Spegazzini. Sólo (¡!) tiene 25 km de largo y 66 km2 de superficie, pero su frente alcanza una altura de hasta 135 m, lo que lo convierte en el glaciar de mayor altura del Parque Nacional. Tiene este frente el aspecto de una joven cordillera de hielo de afilados y continuos picachos erizados que se inclinaran suavemente hacia la izquierda que es la parte del glaciar de más elevadas puntas, las que alcanzan esos 135 m de record. Por la derecha el Spegazzini parece recibir un glaciar tributario cuyo empuje pudiera ser, se me ocurre, el responsable de la inclinación hacia la izquierda de la masa del frente del glaciar. Porque no soy un científico, como el italiano que dio nombre a este glaciar, puedo permitirme ciertas licencias imaginativas como esta que tal vez no se corresponda con la realidad, pero…En el centro de la zona inferior del frente, justo a ras de las aguas del lago, el glaciar dibuja un cueva con fondo de rocas que me recuerda a la que, en la ladera del Paine Grande, servía al glaciar del Francés para verter el agua del deshielo al río. Eso sí, los hielos que dibujan la que ahora vemos son de un perfecto blanco azulado, no teñidos del gris de piedras y rocas como aquellos. El próximo y último destino de esta nuestra ruta de los Glaciares van a ser los 2.5 km de la cara norte del Perito Moreno. Ayer ya la divisamos desde el lateral más norte de las pasarelas. Fue una visión un tanto sesgada y lateral pero que tal vez hubiera resultado suficiente. Pienso que, si esta excursión hubiera podido incluir la visita al glaciar Onelli, no hubiéramos disfrutado de este repaso, ahora desde el agua y de cerca, de la cara norte del P. Moreno.
En ella se aprecia una frecuencia mucho menor de desprendimientos de témpanos y, en consecuencia, un menor deterioro del acantilado de hielo. Las formas de las continuas agujas de hielo vuelven a ser una maravilla de diseño envidiable por cualquier profesional del ramo. Me llama especialmente la atención una pareja de agujas de hielo que semejan los gráciles y esbeltos cuellos de esas aves que adoptan elegantes posturas de cortejo en las paradas nupciales. Pero este es solo uno de los innumerables caprichos estéticos que Madre Naturaleza se ha permitido en esta cara norte del P. Moreno. Ahí se nos pasan otra vez los minutos que no llegan a horas porque, en un momento, el catamarán vira y pone proa a Punta Bandera.
Cuando ocupamos los cómodos asientos que habíamos tenido reservados durante todo el viaje, nos damos cuenta de que apenas los habíamos utilizado más que para salir de puerto – así nos lo habían ordenado – y para consumir nuestro pic-nic de mediodía. El resto del trayecto lo habíamos pasado buscando, de proa a popa y de cubierta superior a cubierta inferior, el deseado lugar perfecto para contemplar las bellezas inefables que se habían tragado nuestros ojos durante horas.
En esta empresa, a veces frustrada, el principal inconveniente había sido la cantidad de gente. Al comienzo yo pensaba que poca gente se arriesgaría a colocarse en proa donde con seguridad se iba a mojar y habría de arrostrar – y nunca mejor dicho – los embates del frío viento patagónico. Nada más lejos de la realidad: en cuanto el espectáculo mejoraba, la Proa se ponía de bote en bote y pasajeros había que no sé si en algún momento abandonaban alguna de las dos pequeñas proas del doble casco del catamarán.
Durante el regreso, bajamos a tomarnos una cervecita al bar del barco. Enfrente de la barra, una pantalla mostraba una grabación continua de imágenes del glaciar Perito Moreno: imágenes en que el arco del túnel del glaciar era muy alto y lo atravesaba un barquito de vela, otras en que un grupo de escaladores trepaba por el interior de una grieta interna del glaciar, otras de uno de los hundimientos del túnel que, al parecer, se producía simplemente por deterioro de los hielos con el calor de febrero, y otras muchas… Para terminar, aparecía a toda pantalla esa frase de Borges sobre el glaciar Perito Moreno que en algún momento he citado en estas notas: Mirarlo es verlo siempre por primera vez. ¡Qué razón tenía el maestro!
De vuelta en el hotel, Pilar y Chema, que se nos han revelado, a quienes no los conocíamos, como dos magníficos compañeros de viaje – colaboradores, simpáticos, agradables y nada egoístas –, nos comunican que no van a venir a cenar con nosotros porque ellos quieren retirarse pronto a descansar ya que mañana deberán madrugar muchísimo: el programa de su viaje se adelanta al nuestro y ellos mañana llegarán al Chaltén que será nuestro destino un día después. No hay manera de convencerlos de que hagan un esfuerzo: se les nota que no quieren interferir con nuestra previsible disposición a trasnochar, dado que mañana tenemos día libre. ¡Hasta pronto, amigos!
Después de alguna indecisión, elegimos para cenar el restaurante que nos recomendó ayer el dueño de La Tablita como posibilidad para la cena de Nochevieja, el De Antaño. Antes nos habíamos acercado a conocerlo Marga, Merche y yo. Solo le habíamos apreciado el inconveniente de que no parecían aceptar VISA para el pago. Se ha valorado como pequeño el obstáculo y allá que nos hemos ido a cenar. La elección, por cierto, no ha resultado equivocada.
Hemos aprovechado para decidir que la cena de Nochevieja la haríamos definitivamente en el Hotel: no es que esperáramos mucho de su cocina, pero la comodidad de no tener que desplazarnos ni antes ni después y la de retirarnos a dormir en hora no demasiado tardía (al día siguiente seremos nosotros los que habremos de madrugar) nos empujan a tal decisión.
Día 31.- DÍA DE ¿DESCANSO?
Habíamos hecho propósito de no levantarnos hasta muy tarde, pero lo cierto es que, poco después de las 9 h, hemos ido acudiendo a desayunar tan formalitos. Está visto que, incluso dormilones mañaneros como Merche y yo, acabamos por ajustar nuestro reloj biológico a horarios madrugadores como los del turista.
El proyecto, ya esbozado ayer, es el de acercarnos a la orilla del Lago Argentino que se divisa desde el hotel y ver de cerca las bandadas de flamencos que desde aquí apenas columbramos posadas en los fondos someros de sus aguas. Como las chicas parece que “necesitan” algún tiempo más para su aseo personal, Ángel, Enrique y yo – que hemos dado en autodenominarnos la “Minoría Oprimida” – hemos decidido ejercer de pioneros - del grupo únicamente – y nos hemos dirigido al lago.
Ángel, nuestro naturalista, nos va aleccionando sobre el modo en que debemos aproximarnos a las bandadas de flamencos: se trata de unos animales muy asustadizos que se desplazarán hacia aguas más profundas y alejadas si nos ven acercarnos con prisa, dejándonos ver como grupo grande o dando voces; con lo cual se verá perjudicada o imposibilitada la toma de fotos cercanas aun haciendo uso del zoom. Cumplimos disciplinadamente con esas instrucciones y nos vamos acercando.
Lo primero que nos llama la atención es que, como cabía esperar, no son solo flamencos las aves que habitan esas aguas poco profundas. Abundan los cisnes de cuello negro, cigüeñas, cauquenes, garcetas, ánades, teros, gaviotas y otras muchas que, no teniendo a Ángel al lado, yo no sé identificar.
Pese a las precauciones, notamos que los flamencos, suave y como desganadamente, van poniendo agua por medio cuando nos aproximamos. Así que nos detenemos y luego nos vamos aproximando muy poco a poco hasta donde el agua y el cieno nos lo permiten. Enrique planta su trípode a despecho del viento patagónico que le fuerza a abrir bastante las patas sobre todo para que no vibre la máquina ni salgan las fotos movidas. Ángel y yo tomamos las nuestras a pulso, esquivando como podemos las sacudidas del viento patagónico.
Yo les comento que ahora comprendo bien algo que en Buenos Aires me pareció una broma de los de la capital hacia las provincias: en una tienda de Galerías Pacífico vimos una camiseta - en argentino “remera” – cuya serigrafía representaba un grupo de vacas ostensiblemente inclinadas hacia la derecha con un texto sobre ellas que decía “VIENTOS PATAGÓNICOS” y cuyas últimas letras, a partir de la Ó, aparecían separadas y volcadas, como arrastradas por el viento. Desde Bariloche – y sobre todo el día en que llegamos al lago Grey en el Paine - lo venimos experimentando en nuestras carnes. Y eso que los naturales del lugar vienen a decirnos entre sonrisas que este viento está casi en calma.
Se produce enseguida la llegada de la FFG, fación femenina del grupo - obsérvese que evito lo de “sección” por esquivar asociaciones de ideas que pudieran resultar molestas -. Les recriminamos su bulliciosidad y el aparatoso despliegue del grupo. Creo que no nos hacen ni… caso, aunque, si he de ser sincero, su indisciplina no aleja más a los flamencos que seguramente en este momento ya habían alcanzado posiciones que la experiencia les revelaba como seguras. En busca de la foto perfecta, nos ponemos las botas de tomar instantáneas que luego resultarán repetitivas hasta la saciedad, seguro. Porque está demostrado que al hacer una foto no te quedas con parte del alma del fotografiado, como se cree en ciertas culturas primitivas, que, si llega a ser verdad, ahí hubieran quedado todos aquellos flamencos y congéneres… exánimes. Regresados a la avenida de la Costanera, la seguimos en dirección este con la intención de acercarnos a la Laguna Nímez, la que los planos de El Calafate califican de Reserva Ecológica Municipal. Terminada la avenida, torcemos a la izquierda y tropezamos enseguida con una Fábrica y Ventas de Chocolate cuyo cartel publicitario – muy bucólico – reza: “Ovejitas de la Patagonia”. El exterior tiene muy buena pinta y entramos. Supongo que también lo hubiéramos hecho de no ser tan agradable la apariencia externa porque hubiera surtido efecto la mención que alguien ha lanzado del posible chocolatito caliente. El interior y la pareja que regenta el establecimiento son todavía más agradables. Lo recorremos y… nos sentamos; para un día que no vamos con el trillo en los talones… La comanda se divide entre tazas de chocolate y de café a las que la señora del lugar añade unas pastitas navideñas que estaba preparando hoy. Tanto ella como su marido tienen la virtud de ser amables y darnos conversación sin agobiar, sin convertirse en intrusos de las nuestras en las que intervienen cuando se lo requerimos.
Por todo el establecimiento figuran colgadas fotos de la muy corta historia de los asentamientos humanos en estas latitudes. Observo que justo detrás de nuestra mesa, apoyada en el alféizar de una ventana, hay una fotografía terrible: representa a un grupo numeroso de peones de hacienda, muy pobremente vestidos, y extrañamente alineados frente a la cámara. Lo estremecedor es el pie de la foto que reza: “HUELGUISTAS RENDIDOS EN LA ESTANCIA “ANITA” ESPERAN LOS PELOTONES DE FUSILAMIENTO” Foto de diciembre de 1921. La superproducción y exportación de cereales y carnes argentinos en los años 20, que hicieron de esta nación una de las más ricas del mundo, estuvieron manchadas de sangre. Se me ocurre pensar que la avaricia sin control ha sido siempre una de las mayores lacras de la humanidad. Lo fue entonces – ahí está la foto de los peones patagónicos fusilados por hacer huelga – y lo sigue siendo en nuestros días en que disminuyen todos los derechos laborales conquistados durante siglos y hasta las posibilidades de supervivencia de buena parte de la humanidad y crecen hasta la locura las riquezas incalculables de unos pocos - muy pocos -, cada vez menos en proporción ellos y más fabulosas sus fortunas.
La tertulia se ha animado: de la consumición de chocolate y café se ha pasado a la adquisición de productos de la casa y hasta de recuerdos de la región. Se hace necesario que alguien recuerde que íbamos a la Laguna Nímez para que el grupo se ponga en marcha. Definitivamente orientados con las indicaciones de los dueños de Ovejitas de la Patagonia, emprendemos camino y llegamos a la Laguna. En la caseta de información comprobamos que esta Reserva Ecológica Municipal tal vez va añadir poco a la que hemos ido acumulando en nuestro paseo por las orillas del Lago Argentino y decidimos no iniciar el circuito que da la vuelta a la laguna. Nos limitamos a asomarnos al mirador que da vista a ella para hacernos una idea del conjunto.
En ese momento observamos que un perro callejero – de los que, por cierto, hay verdadera plaga en El Calafate – está ¿jugando o atacando? a un ave del humedal cercano a la laguna. Definitivamente la está atacando: la persigue y vuelve hacia un punto que el ave defiende a picotazos, su nido, sin duda. Tras una acometida en que el perro casi alcanza al ave, el chucho regresa al nido antes y tiene tiempo para comerse los polluelos ante la actitud cada vez menos agresiva del ave. De vuelta a la caseta se lo comentamos al guardaparque que, resignado, dice que es habitual e inevitable porque, claro, “no vas a cazar a los perros” (¡!).
Nos enteramos por este guardaparque del nombre de un ave que llevamos viendo durante estos días y que tiene un canto muy peculiar. Después de describirle cómo es su canto y su plumaje, él, señalándolo en una lámina mural, nos aclara: “Es este y se llama tero precisamente por su canto” Y lo imita con la palabra “tero”. Como nosotros nos reímos, nos aclara que debe ser justificado el nombre puesto que en Brasil lo llaman quero. Nos despedimos del guardaparque y salimos hacia El Calafate.
De camino vemos una hermosa mansión con jardines cuidadísimos pero que conservan un aire – muy estudiado - de espacio natural. Alguien que pasa por allí nos indica que se trata de la mansión de la presidenta, Cristina Fernández de Kirchner. (Alguien recuerda que Néstor Kirchner procedía de aquí). No es fea la “chabolita”, no.
Ya entrados en la ciudad, vamos a visitar la Intendencia del Parque Nacional los Glaciares. Estos días atrás, viéndolo desde fuera nos pareció una especie de parque y nos picó la curiosidad. Incluso dio lugar a una pequeña discusión sobre si era o no un parque. Mariluz sostenía que, con ese rótulo del arco de la puerta que decía no sé qué de “Intendencia”, no podía ser un parque. Apenas rebasada la puerta, nos encontramos nada menos que a Perito Moreno, en traje campero y sujetando de las riendas un caballo de carga. Toda una estampa escultórica de expedicionario. Comenzamos a curiosear el jardín e inmediatamente nos percatamos de que están de obras – colocando un bonito empedrado – y no podemos pasar a ver el resto del parque, que sí lo es. Aplazamos la visita par otro día.
El cansancio – leve – y la hora nos recuerdan que no estaría mal dar cuenta de nuestras provisiones. Y a ello procedemos tras salir, por discreción y civismo, del recinto del parque. Una vez alimentados, hacemos un alto cervecero en la terraza de un bar de la avenida central de El Calafate que, cómo no, lleva por nombre San Martín ( en otros sitios, como Buenos Aires, adopta el sinónimo de Libertador ) y establecemos en ella el campamento base de las incursiones compradoras de las chicas. De mí sé decir que nunca agradeceré bastante a Merche que se haga cargo de esta enojosa – a mí me lo parece - labor social de la adquisición de regalos-recuerdo para hijos, nietos y nueras.
Nos vamos después a conocer el pomposamente denominado museo de la ciudad de El Calafate. Se trata, en realidad, de una especie de centro de la mínima historia de esta ciudad, pueblo hasta hace poco. La fundación de la población originaria se remonta a solo 83 años, sí 83 nada más. Como resulta lógico pensar, los objetos y documentos recogidos no pasan de fotos de época, anticuados teléfonos y telégrafos, maquinarias obsoletas de todo tipo y algunas actas y documentos fundacionales. Completa sus instalaciones con una sección que recoge ejemplares disecados de fauna de la región.
Regresamos después al hotel con ánimo de descansar un poco y hacer algunos preparativos de la cena de Nochevieja que ya tenemos contratada en el hotel. Los preparativos se refieren a las campanadas: adquisición de uvas y localización en youtube de la grabación de unas campanadas de Nochevieja en la Puerta del Sol para que nadie tenga que hacer de campana.
La cena ha resultado discreta en el menú y en el número de asistentes y animada en nuestro Grupo Patagonia 2010. Hemos ofrecido uvas a un grupo familiar de españoles mallorquines pero se habían traído botecitos de esos de uvas enlatadas. Después de tomadas las uvas, hemos salido a la terraza para contemplar los fuegos artificiales con que saludaban el año nuevo distintos barrios de la ciudad. Han resultado múltiples pero muy discretitos de proporciones. Con todo, han sido suficientes para que en uno de los barrios se haya producido un incendio de cierta importancia que pronto ha sido sofocado.
Federico, uno de los recepcionistas del hotel, nos ha amenizado la tertulia con una exhibición espontánea de juegos de manos. Han resultado especialmente sorprendentes los que ha realizado con las cartas de una baraja. Hemos cerrado pronto la sobremesa porque mañana deberemos madrugar para salir hacia El Chaltén.
¡¡¡FELIZ AÑO 2011!!!
Día 1.- EL CHALTÉN, UN RINCÓN DEL PARAÍSO
Hoy se promete otro día de transición: abandonamos El Calafate para dirigirnos a El Chaltén. La chica que nos acompaña a la estación de autobuses nos felicita porque, en contra de lo que suele ser habitual, hoy hace un tiempo magnífico en El Chaltén. Le han dicho en la agencia que hace un sol espléndido y a las cumbres andinas (Cerro Torre y Cerro Fitz Roy), al sur de las que se sitúa la población, no las cubre ni una nube. “Y no crean que es lo habitual: ver el Fitz Roy despejado es verdadera noticia”.
Luego yo he leído que el mal tiempo es tan habitual que el día en que se celebró in situ la fundación real de la población (el decreto de fundación oficial databa del 12 de octubre de 1985) hizo tan mal tiempo que apenas pudo celebrar el obispo una misa rápida ante unos pocos invitados y frente al puente y la única hostería que constituían el urbanismo completo del lugar. La población preoficial parece que la formó una colonia de hippies, que seguro que no asistieron al acto. La oficial tardó en asentarse en esos parajes de tan duro clima: en 1991 El Chaltén tenía 41 habitantes, 371 en 2001 y 500 en 2006. Desde el año pasado (el 2010) El Chaltén es municipio y tiene incluso banco.
La guía, llevada del optimismo que le producían los buenos pronósticos meteorológicos, comienza a darnos indicaciones de excursiones que podríamos hacer con este tiempo magnífico. Nos habla de la caminata hasta Laguna Torre, al pie del cerro del mismo nombre, que se puede hacer en una mañana o una tarde. Y nos recomienda especialmente la excursión hasta el pie del Fitz Roy que es mucho más dura (el ascenso de su corto tramo final puede costar unas dos horas…) y ocupa todo un día.
Cuando vamos a subir al autobús, nos percatamos de que casi las únicas maletas que se cargan son las nuestras. El resto del equipaje lo integran enormes mochilas de montañero- montañero, no de excursionista. Y otro tanto ocurre con el pelaje de los pasajeros. Esperamos no desentonar por comportamiento.
Iniciamos este viaje de 216 km que separan El Chaltén de El Calafate, la población más cercana. Realmente está aislado del mundo: a Puerto Natales hay 514 km y 745 a Punta Arenas, por referirme a lugares que conocemos. Los de El Chaltén presumen de ser el pueblo más joven de Argentina y la capital del trekking. Por los datos que vamos acumulando puede que ambas cosas sean verdad. La perspectiva de tan largo viaje, la madrugada que nos hemos dado (el autobús ha salido a las 8 h) y la comodidad de los asientos produce los efectos esperables y, a mí al menos, se me borra el mundo en pocos minutos.
Amanece de nuevo cuando el autobús inicia una maniobra de ralentización y de curvas pronunciadas, que no han debido ser muy frecuentes hasta el momento. Parece que vamos a hacer un alto en el camino. Así es: paramos en el Hotel de Campo “La Leona”. Eso dice el cartel que figura al pie de uno de esos postes de indicaciones de distancias que suelen existir en lugares alejados del resto del planeta. En el de este sitio se nos indica, por ejemplo, que nos encontramos a 12.726 km de Madrid, a 11.168 de Nueva York y a 2.677 de Buenos Aires. Todo a la vuelta de la esquina.
Este Hotel “La Leona” está situado en un punto estratégico: a orillas del río La Leona, enel cruce de la carretera que viene de El Calafate con la Ruta Nacional 40. Esta carretera es la más larga de Argentina (5.224 kilómetros paralelos a los Andes desde Punta Vírgenes hasta Bolivia). En los últimos años del s. XIX se construyó en este lugar una balsa para transportar ganados al otrolado del río (todavía 200 m río abajo se ven los antiguos anclajes de la instalación emergiendo del agua). Eran los comienzos de la exportación de carne argentina a Europa. El traslado de miles y miles de cabezas de ganado a razón de unas 200 por viaje demoraba días enteros y pronto una familia de origen danés construyó un parador para albergar a los ganaderos y peones. Acabó recibiendo el nombre de La Leona porque en estos parajes Francisco P. Moreno (cómo no) fue atacado y malherido por una hembra de puma (en jerga patagónica, leona). Superado el incidente, paraje, río y hotel fueron bautizados La Leona.Es un establecimiento del estilo y función del de Cerro Castillo en Chile, más discreto de proporciones, más preocupado de su pequeña historia pasada (en estancia aneja al bar tiene un mínimo pero cuidado museo) y menos caro. Satisfechas las necesidades que puede cubrir un viajero en sitios como este, regresamos al autobús. Una vez atravesado el río por un moderno puente, la carretera comienza a seguir las orillas del lago Viedma. Este lago se alimenta del glaciar del mismo nombre que arranca del mismocampo de hielo que el Upsala, al que nos acercamos días atrás. A su vez desagua por el río La Leona en el Lago Argentino. Pronto divisamos al frente el estupendo panorama del conjunto de los picos Torre y Fitz Roy. Y se ven, sí señor, se ven perfectamente, si una sola nube. El paisaje por el que circula el autobús, de no ser por el lago que siempre vemos a la izquierda, sería una reseca y árida estepa de matojos ralos y pardas colinas. Y la carretera, otra vez, con rectas de decenas y decenas de kilómetros. El chófer del bus conduce con los codos apoyados en el volante, dando conversación a los vecinos y, a ratos, tomándose un matecito. Solo le falta poner el piloto automático.
Otro detalle curioso de este bus: en la parte delantera, justo encima de lo que sería la posición del copiloto, figura un cartel que dice “Please, do not take your shoes off” y parece dirigido a montañeros cansados y… sudados. Un tercer tipismo, este de funcionamiento: en medio de la nada, el autobús se para y ¡da marcha atrás! para recoger a un paisano que llega por un camino haciendo señas de querer viajar a El Chaltén. Con esas le podrían haber venido a un “colectivero” de Buenos Aires; pero estamos en la Patagonia profunda y se atiende a la necesidad del pobre jornalero – esa es su pinta – necesitado de transporte. Claro que hay otras diferencias: si se le escapa este coche, el mozo hubiera tenido que esperar al próximo durante cinco horas y media.
Según vamos acercándonos a El Chaltén y a la cordillera, la tierra es cada vez más verde y húmeda, la vegetación más frondosa, menudean los ganados, se ven frecuentes lagunitas a la derecha de la carretera y pequeños núcleos de población – estancias, tal vez – salpican el paisaje.
Al acercarnos al pueblo, en lo alto de unos farallones de roca a los que se ciñe la carretera, vemos dos o tres cóndores que escapan a nuestras cámaras fotográficas. Poco más adelante creemos ver otros dos y Enrique, nuestro mejor fotógrafo, los caza en una foto. Cuando la repasa en el visor de su cámara, suelta una carcajada y nos comenta regocijado: “Sí, sí. Se trataba del cóndor Pérez y el cóndor López”. Había fotografiado a dos… montañeros trepados en aquel risco.
Resulta llamativo también que, antes de entrar en el pueblo, el autobús nos conduce a una especie de centro de interpretación, el Centro de Visitantes “Gpque. Ceferino Fonzo”. Nos meten en una sala en la que un guadaparque nos habla de las excelencias naturales de El Chaltén y nos da una serie de instrucciones bastante severas sobre el comportamiento que esperan de nosotros para preservar la pureza del medioambiente en esta tierra. Pide nuestra colaboración para que “dentro de cincuenta o cien años El Chaltén siga siendo un paraíso natural que sus descendientes puedan visitar y lo encuentren tan hermoso como ahora y puedan seguir bebiendo el agua de sus arroyos tan limpia y saludable como ustedes la podrán consumir sin ningún temor”. Al referirse a El Chaltén pueblo, ironiza con que ya tienen de todo “hasta banco con cajero automático, aunque ignoro si tiene plata; y también iglesita aunque el cura no aparece nunca por aquí”. Se expresa con notable corrección y fluidez. Pero, sobre todo, se queda con la atención del grupo entero por el entusiasmo y por el amor a la tierra y a su trabajo que transmiten sus palabras.Cuando termina su exposición, me acerco y le felicito por su entusiasmo y su labor. No se lo esperaba y me saluda con un azorado “Muchas gracias, caballero” y un apretón de manos como debe ser, apretón, aunque he de reconocer que la fuerza y el tamaño de su mano excede notablemente el del común de los mortales.Frente a la puerta, mientras le hago una foto a Merche con los cerros Torre y Fitz Roy como fondo, veo un cartel informativo magnífico de forma y conservación que nos explica los rastros que podemos encontrar en el monte de un cérvido típicamente argentino, el huemul, al que llama “monumento natural de los argentinos”. Recoge muestras de cuerna, posibles huellas de sus pezuñas en el barro. Y termina con una frase: “Aunque no lo veamos, sus rastros nos dicen que está”. Pienso que cartel y guardaparque tienen ciertos parecidos: solidez, naturalidad y entusiasmo.
El bus nos deja después en una estación de autobuses muy nueva - no podía ser de otra manera – en la que nos apeamos buscando el habitual cartel mágico de Ruiz Budría x 9 que no aparece por ninguna parte ¿Estaremos ante el primer fallo importante en la coordinación del viaje? Mª Ángeles busca en el talonario de vouchers o bonos de agencia el correspondiente a este traslado de la estación al hotel y no lo hay. Recuerda entonces Enrique que Fernando, el de la agencia Fuera de Ruta, le había explicado que aquí tenían serios problemas para completar el servicio turístico. Consultamos en la oficina y nos aclaran que nuestro hotel está mucho más cerca de la otra parada de este mismo autobús. Preguntamos por esa posibilidad al conductor que se presta a volver a cargar las maletas para llegar hasta ella.
Una vez allí nos percatamos de que la distancia al hotel no sería mucha si no lleváramos dos maletas per capita. En el hostel Rancho Grande a cuya puerta hemos parado nos permiten usar el teléfono para llamar un “remis”. Llega rápidamente cargamos en él todas las maletas y dos de nosotros se suben también. El resto nos desplazamos andando los 300 ó 400 m que nos separan del hotel.
El Karlenshen – que así se llama – tiene una decoración, al parecer, muy patagónica: todo en él – fachada, techos, escaleras, mostradores, mesas, cabeceras de cama, lámparas… -, está hecho de troncos o de gruesas rodajas de madera con los bordes sin pulir (solo descortezados) y barnizados al natural. Es una decoración que resulta un tanto recargada pero que debe de ser muy del gusto de la zona porque ya en El Calafate hemos visto bastantes ejemplos de ella en bares, tiendas y restaurantes. Permanecemos poco rato en él porque el cuerpo nos pide marcha y calculamos que tenemos tiempo suficiente, si hacemos caso a las guías, para ir y volver a la Laguna Torre. Como suele suceder, esta laguna recibe nombre del Cerro Torre a cuyos pies se halla. En la recepción del hotel nos indican de dónde parte la senda que lleva a tal destino y nos dicen que no nos preocupemos, que el camino está perfectamente indicado. Nada más tomarlo, nos damos cuenta de que es verdad y lo vamos a corroborar a todo lo largo del mismo. Los carteles son abundantes y en tan perfecto estado de ejecución y conservación como los que se podían observar a la salida del Centro de Visitantes. Me alegro de haber felicitado al amigo guardaparques. Nada más superar el primer repecho fuerte, se nos ofrece a la vista un paisaje maravilloso de este tramo de la cordillera andina presidido por el Fitz Roy y el Torre. “Cerros” ellos, según la denominación argentina, que da a este nombre un significado menos devaluado que el que le otorgamos en el español de la península y recoge el diccionario de la RAE. Hace unos días nos chocaba oír a un argentino hablar del Cerro Teide, en España. Y hablando de nombres, ahora propios, el del Cerro Fitz Roy era Cerro Chaltén antes de ser rebautizado con el nombre del vicealmirante de la Marina Real Británica que logró fama duradera por haber sido el comandante del HMS Beagle durante el famoso viaje de Charles Darwin alrededor del mundo.
El Cerro Torre, que no ha sido rebautizado, conserva un nombre alusivo a su aspecto de soberbia fortaleza inexpugnable. Por mucho tiempo fue considerada la montaña más difícil de escalar del mundo, principalmente porque no importa por donde se la encare, habrá que subir por un paredón casi vertical de más de 800 metros de granito; y porque las pésimas condiciones climáticas, y la variabilidad del clima hacen poco posible planificar un ascenso de muchos días. La cima de la montaña a menudo tiene un champiñón de cencellada, formado por los constantes y fuertes vientos, lo cual incrementa la dificultad por alcanzar la verdadera cumbre. De hecho las primeras expediciones que dijeron haber hecho cumbre no habían superado el hongo de hielo que la culmina, se habían quedado 100 m por debajo. Hasta 1974 nadie había hecho cumbre en el Cerro Torre.
Pues esta enorme cuchilla de granito que alcanza los 3.133 msnm, acompañada de otros tres picos Torre Egger (2.685 m), Punta Herron, y Cerro Standhart (3.050 m), jalonan junto al glaciar Grande el horizonte del valle que recorremos en esta excursión. Ni que decir tiene que las paradas menudean en parte por el cansancio pero en muy buena parte también por el placer de contemplar una y otra vez este fondo de valle unas veces asomando por encima de un grupo de árboles; otras entrevisto tras la celosía de unos ramajes; algunas más recortado nítidamente sobre el fondo lejano de un cielo espolvoreado de nubes; en algunos momentos enriquecido por la presencia grandiosa del Fitz Roy.
El camino no es muy duro pero tiene un tramo francamente áspero e incómodo de ascender. No puedo evitar pensar en lo que van a sufrir mis delicadas rodillas cuando, al regreso, deba bajarlo. Mi fallo físico para estas caminatas son las rodillas que llevan peor las bajadas que las subidas. Bueno, todo se andará que en ello estamos.
Ya avanzada la subida, divisamos una acumulación de tierra y piedra suelta que tiene todo el aspecto de haber sido la morrena de un antiguo glaciar - o del mismo glaciar de ahora en su antigua extensión – y que en ese momento nos oculta completamente el fondo del valle. Ascendemos por la vertiente de esa que suponemos morrena y, al descrestarla, comprendemos que, efectivamente, lo es o lo fue, para ser exactos. Lo que se despliega ante nuestros ojos sobre el fondo de un cielo ahora completamente despejado de nubes es un espectáculo de naturaleza que justifica cualquier esfuerzo: delante de la morrena se extiende la Laguna Torre que se alimenta del Glaciar Grande cuya lengua traza un zigzag izquierda-derecha por debajo de la línea de picachos que rematan por la derecha el Torre y sus compañeros Egger, Herron y Standhart.
Alguien comenta que, sin duda, el glaciar Grande lo fue mucho más, que fue él quien formó esta morrena desde donde nosotros estamos contemplando el paisaje. No logramos ponernos de acuerdo en si sería más bonito aquel paisaje de puro hielo o el que tenemos delante.
Aparecen en ese momento desde un lateral un matrimonio con un chico al que yo reconozco como el entusiasta devorador de chocolate y galletas en el catamarán de regreso desde el Camino Francés en Torres del Paine. Charlamos un rato porque ellos también nos reconocen. Isabel P. les pregunta si son valencianos porque ella, cuya madre es valenciana, reconoce el acento. Y resulta que sí que lo son. Nos comentan que sus hijas mayores van con el resto del grupo y un guía faldeando la montaña de la derecha con intención de llegar hasta la altura del glaciar. Calculan que pronto estarán de vuelta porque ya hace más de una hora que salieron y les habían comentado que en ir y volver invertirían casi dos horas. Aún nos habríamos animado si no fuera ya tan tarde para ponerse ahora en marcha.
Con un ojo puesto en el reloj damos por satisfechas nuestras ansias contemplativas y ponemos rumbo a El Chaltén. Como me temía al subir, aquel tramo tan duro del camino me castiga severamente las rodillas, sobre todo la derecha. Pero no es grave porque me doy cuenta que, con un trazado no tan accidentado y un ritmo a mi gusto, la rodilla va respondiendo muy adecuadamente. Acompasamos el ritmo Isabel P. y yo y eso me da una comodidad que agradezco mucho: si camino más lento, lo paso mucho peor. Dudamos al llegar a un cruce de sendas y tomamos por la de la izquierda pero pronto nos damos cuenta del error y rectificamos retomando el camino a campo través. Cuando ya estamos en el correcto, vemos que el resto del grupo ha cometido nuestro mismo error y van por el otro. Les avisamos a voces pero… no nos hacen caso. Solo Ángel sigue nuestras indicaciones. Así que les dejamos hacer: creemos que, en todo caso, llegarán al Chaltén aunque dando una vuelta mayor. Al trasponer la puerta del hotel, nos encontramos con Pilar y Chema, que hoy habían hecho la excursión al Fitz Roy que tanto nos había recomendado la guía de El Calafate, y que estaban derrengados. Por lo que nos van explicando de una subida muy, muy dura (que luego es preciso bajar, claro), voy tomando la decisión de abstenerme de hacerla mañana, aunque otros la realicen. Después de un ratito de charla, Pilar y Chema dicen que se van al hotel porque se encuentran muy cansados. Pilar todavía aventura que, si dentro de un rato se encuentra descansada, acudirá a despedirse. La verdad es que nos quedamos con la idea de que sí le apetece pero que seguramente no lo hará. Unos antes y otros después hemos ido llegando todos al hotel y, no mucho más tarde, decidimos probar suerte para la cena en el restaurante La Cervecería que muy cerca de allí regentan unas muchachas muy simpáticas. Esperamos a que queden sillas libres como para nueve personas tomando unas cervecitas en el porche. Figura en él un cartelito de cerámica muy simpático que reza: “LA CERVECERÍA 1999-2009 (desde el siglo pasado).
Nos sentamos por fin a la mesa y pedimos la cena. Las muchachas del restaurante, tan simpáticas ellas, se revelan también como… bastante lentas. Eso sí, cuando llega la comida, lo hace en unas raciones… de montañero. Nos las vemos y nos las deseamos para dar cuenta de ellas, pero cumplimos.
El dolor de mi rodilla derecha, cuando nos ponemos en pie, me convence definitivamente de que no debo hacer mañana la marcha al Fitz Roy. Al llegar al zaguán del hotel, se plantea el asunto y queda claro que solo van a hacer esa marcha Isabel P., Mariluz y Enrique. Ángel no lo tiene claro; y los demás decidimos aplazar para mañana la decisión de en qué vamos a ocupar el día. Nos quedan opciones como caminar siguiendo el río hacia el norte, hacerlo hasta el Lago Capri o hasta el Chorrillo del Salto. Mañana decidiremos.
Buenas noches.
Día 2.- DESTINOS MAYORES Y MENORES
Cuando bajamos a desayunar, se despeja la incógnita que quedó abierta ayer: Ángel por fin no se ha ido al Fitz Roy. Mariluz, Isabel P. y Enrique sí lo han hecho y he de decir que los envidio, pero después de ratificarme en mi decisión. La que tal vez sí debía haberse animado es Merche que en las caminatas de este viaje está funcionando como una montañera solvente. Claro, con la información recibida de Pilar y su marido, era fácil desanimarse; pero, posiblemente, al ritmo lento que Enrique se proponía seguir hoy, también Merche podría haber aguantado hasta el Fitz Roy.
De todas las maneras, después de desayunar, decidimos hacer caso de las informaciones que nos está dando el nuevo chico de recepción y encaminarnos hacia el Chorrillo del Salto, paraje que promete ser bonito, está al final de un camino llano y a unos 5 ó 6 km de distancia.
Echamos las mochilas al hombro y salimos de marcha siguiendo el curso del Río de las Vueltas, que debe recibir tal nombre porque avanza dividido en abundantes brazos que dibujan meandros en un cauce amplísimo. En algunos de esos islotes generados por los ondulantes brazos del río, pastan hermosas manadas de caballos en la hierba fresca y abundante.
El camino es la misma carretera de ripio que esta mañana han debido seguir en microbús nuestros intrépidos montañeros hasta la hostería el Pilar, desde la que parte el sendero que conduce hasta las lagunas sitas al pie del Fitz Roy. De ello se deriva su principal inconveniente: pasan por ella vehículos de todo tipo que circulan a más velocidad de la que recomiendan las señales y levantan polvaredas. Así que, cuando un cartel muy oportuno recomienda a la gente de a pie una senda alejada de la carretera, nos hace el soberano favor de librarnos del polvo y nos proporciona, por otra parte, un camino bastante sombreado.
Llegamos a un ensanchamiento en que confluyen la carretera, la senda que traemos y la que parece ir ya directamente hacia el Chorrillo del Salto. A juzgar por el ruido del agua que ya desde lejos percibimos, debe tratarse más de salto que de chorrillo. Impresión esta que se va reforzando según avanzamos y que se confirma cuando llegamos a ver el mentado Chorrillo del Salto: un notable brazo de agua que se despeña desde una altura de unos 30 m. Esta cascada se encuentra enmarcada en un bello paisaje de bosque que viene haciéndose más denso desde algún kilómetro antes.
Damos el visto bueno al destino elegido, ametrallamos a fotos todo el entorno y nos tomamos un descanso reparador al lado de la corriente y a la sombra de unas lengas. Llega cerca de donde nosotros nos encontramos una pareja con un hijo de unos ocho años con pintas de espabilado. Se queda mirando al salto y, volviéndose a sus padres, sentencia: “Impresionante la catarata”. Nos hace mucha gracia este muchacho tan redicho e Isabel R. pega la hebra con él. Se llama Franco y hace gala de naturalidad y… franqueza desde el primer momento. Me doy cuenta de que me estoy obligando a pensar que lo de Franco es nombre para no echarle encima al muchacho connotaciones indeseables. No sentamos a reparar fuerzas con nuestros bocadillos y con el agua perfecta, fresca y limpia, que tomamos directamente del río. Me acuerdo ahora del guardaparque que nos dio la bienvenida a El Chaltén y nos hablaba con entusiasmo de la limpieza de sus aguas y sus paisajes. Tenía razones para ello: ahora y durante toda la excursión de ayer no nos ha hecho falta llevar un botellín de plástico más que para tomar agua siempre fresca de cualquier riachuelo o mínima corriente. Esperemos que se conserve este paraíso a pesar de que ya hemos llegado los humanos. Y en cantidades crecientes: en un solo año los turistas pasaron de 3.000 a 100.000 con los peligros que esto conlleva. El paraje del Chorrillo del Salto, con su cauce abierto en ramales salpicados de pedruscos más o menos voluminosos y de troncos de árboles arrastrados por la corriente y con orillas poco o nada practicables (altas paredes de piedra por un lado e intricado bosque por el otro), la verdad es que ofrece poco margen para el paseo. De no ser que seas Ángel, que, a pesar de su pinta de hombre pausado y metódico, cuando se suelta por la naturaleza, se convierte en una suerte de cabra humana que trepa a los riscos más impensables o se desliza vertiginosamente por pedrizas casi verticales o… Es Ángel el que encontramos de pronto de pie en medio del río sobre un peñasco aparentemente inalcanzable o montado sobre el tronco que la crecida abandonó entre dos brazos de agua o agarrado al último árbol seco que permanece en pie al lado del pozo en que rompe la cascada.A pesar de todo ello, a él también se le acaba el repertorio de miniexcursiones y tomamos la decisión de regresar al hotel, quizás tomar un baño en la piscina y esperar a que lleguen los tres intrépidos montañeros. A eso de las ocho de la tarde aparecen por el hotel cansados pero radiantes de felicidad: lo han conseguido, han llegado hasta arriba de todo y han disfrutado de paisajes absolutamente maravillosos que Enrique pasa a mostrarnos recogidos en sus fotos. Realmente les ha merecido la pena.
Traen además otra noticia: han dejado medio apalabrada una cena a base de cordero patagónico asado en el restaurante La Casita, propiedad del mismo que los ha llevado y traído desde la hostería El Pilar. Si nos parece bien a los demás, lo que habría que hacer es acercarse a La Casita y confirmar la reserva. A todos nos parece bien y nos acercamos a cumplir con la reserva. Cuando ya salíamos hacia allí, Enrique me ha comentado que el cordero va a ser muy tierno y pequeñito – lo ha podido ver abierto en canal – y que, en compensación, la cocinera, mujer del dueño, parece bastante “espesa”. Yo lo tranquilizo con aquel refrán que dice “Cuanto más guarra la casera, más gordo el cura” y reservamos.
A la hora de ir a cenar, Enrique y yo nos constituimos en avanzada más que nada – lo confesaremos – por ser los primeros en trasegar a las tripas una de esas cervecitas artesanas que solemos frecuentar y que tanto abundan por estas tierras. Encontramos una mesa dispuesta para nosotros nueve con una divertida sorpresa encima. Se trata de un trozo de hoja de cuaderno, evidentemente recortado a mano, en que está escrito el siguiente aviso: RESEFADO (sic). Enrique y yo, en un alarde de cortesía y buena educación conseguimos contener la risa… no del todo pero casi.
Se me ocurre pensar que, si siguiera siendo profesor de Lengua, al explicar los elementos del proceso de comunicación, utilizaría este caso como ejemplo de en qué modo y hasta qué punto puede el contexto suplir las deficiencias en el uso del código lingüístico. Porque todos, a pesar de lo escrito, hemos entendido perfectamente que papelito tan trapero avisaba de que aquella mesa estaba… reservada.
En cuanto nos hemos sentado ha aparecido la cocinera – grande, basta y bastante.. “espesa”, ciertamente –, nos ha hecho los honores y ha añadido en la comanda unas ensaladas, unas papas fritas y bebidas al cordero patagónico ya solicitado al… “resefar”.
Tal vez el de la casera y el cura, como muchos otros refranes, esté cargado de razón porque lo que sí es cierto es que el cordero preparado por la “espesilla” ha estado simplemente excelente: un corderito muy tierno, efectivamente, bien acompañado de salsas, entre las que destacaría un fino chimichurri, y mejor asado. Ha sido opinión común que estaba mucho mejor que el que nos sirvieron en La Tablita de El Calafate, con toda la fama que este restaurante lleva.
Entre nosotros felicitamos a Mariluz, Enrique e Isabel P. que, con esta acertada elección de cena y sitio, han rematado adecuadamente su día de gloria. Y, cuando nos preguntan si hemos quedado satisfechos, felicitamos a los dueños de La Casita por la calidad de la cena. Punto y aparte.
Bastante aparte, porque nos vamos a la cama inmediatamente amenazados como estamos con una dura madrugada: mañana debemos estar en la estación de autobuses tomando el nuestro ¡antes de las 7.30 h! Y previamente, además de dormir, hemos debido hacer las maletas, desayunar y desplazarnos hasta la estación que se encuentra a unos 12 minutos del hotel.
Buenas noches.
Día 3.- HASTA EL FIN DEL MUNDO
Debo reconocer que las madrugadas me resultan más duras cuando las preveo que cuando las pongo en práctica. La de hoy ha sido un ejemplo más. Las maletas habían quedado hechas por la noche y apostadas en el zaguán del hotel antes del desayuno; este ha resultado especialmente cómodo porque en el comedor no había nadie más que nosotros; el dueño de La Casita con su furgoneta ha estado puntual y se ha llevado nuestras maletas a la estación; el paseíto hasta allá ha resultado agradable en una mañana como la de hoy.
Y es que venimos teniendo una suerte tremenda con el tiempo. En El Chaltén, desde el día de su fundación-inauguración, hace habitualmente muy mal tiempo. Alejandro, el guardaparque que nos dio la charleta de avisos y bienvenida a El Chaltén, nos felicitó por el buen tiempo con que nos recibía la región y nos aclaró que ese era el primer día en que el llevaba puesta camisa de manga corta. Suponemos que la habrá seguido llevando porque el tiempo ha sido de verdadero verano.
Hemos desandado en todos sus pasos el viaje entre El Calafate y El Chaltén: subida al autobús, “meditación” no trascendental pero placentera, parada en el hotel La Leona y regreso a El Calafate. Nuestro bus, antes de llegar allí, ha parado en el aeropuerto. No nos hemos apeado porque para tomar el avión nos faltan horas que pasaremos mejor en la ciudad que en estas instalaciones. Se han apeado una serie de viajeros y, cuando el autobús ya se ponía de nuevo en marcha, ha salido disparado de las últimas filas un caballero asustado que gritaba “My wife, my wife”. El conductor ha parado y el “casi-separado de hecho” ha recuperado a su señora que se había apeado ¿a hacer pis?
En estos momentos llueve. Mariluz, que se viene postulando a lo largo de todo el viaje como “brujita arregladora del tiempo”, recibe con buen talante nuestras reclamaciones: “A ver si nos arreglas esto, bonita, que nos quedan horas de callejear por El Calafate”. Ella, sin incomodarse, replica: “Tranquilos, que todavía no os he fallado un solo día”.
He ido comentando con Merche las peculiaridades del horario que nos espera: hemos salido tan pronto de El Chaltén porque, a pesar de que nuestro avión no despega hasta las 18 h, el siguiente bus no nos traería a tiempo; no nos hemos apeado en el aeropuerto para ocupar estas horas en El Calafate. La idea no está mal; lo que no sabemos es qué vamos a hacer con las maletas al llegar allí.
En la estación de El Calafate sí nos espera el cartelito mágico Ruiz Budría x 9. Llevamos todos los equipajes a un microbús y el mismo conductor nos aclara que los van a guardar dentro de la propia agencia Rumbo Sur hasta que, a las 16 h, salgamos hacia el aeropuerto. Se agradece la solución prevista.
Una vez en El Calafate, nos dirigimos sin prisa al Librobar Borges&Álvarez con la sana intención de regalarnos con un buen desayuno “ilustrado”. Y así resulta: bueno (café con leche excelente y trozo de tarta notable por tamaño y calidad) e ilustrado por el ojeo de una serie de libros que tomamos de las estanterías. El más divertido de ellos resulta uno titulado Manual del perfecto boludo que desliza una serie de irónicas reflexiones sobre el tipo humano que los argentinos califican de boludo. Una de ellas decía algo como “El boludo nace pero también se hace. Nunca se arrepiente de su boludez y la va perfeccionando con los años”.
Por las ventanas del Librobar se ven perfectamente dos callecitas con trazado en Y invertida a las que abre sus puertas un conjunto de tiendas y la entrada de este mismo bar. La estructura arquitectónica de este conjunto supongo que tiene pretensiones de ser típica de la región: fachadas de madera, al estilo de la que comentaba el otro día respecto al hotel Karlenshen – con sus troncos y rodajas de madera en barnizado natural – y tejados de tierra apisonada en distribución convexa rematada en las orillas por un surco de piedras que favorecerá, sin duda, el drenaje.
La necesidad (¿?) de completar el capítulo “compras de regalos” nos saca a la calle aprovechando que los silenciosos conjuros de Mariluz han surtido efecto y no solo no llueve sino que por momentos sale el sol. Lo malo es que, según Mª Ángeles que acaba de consultar su i-pod, los pronósticos del tiempo en Ushuaia, nuestro próximo destino, no pueden ser peores: Lluvia y fuertes vientos durante tres días. Y parece ser que Ushuaia en eso suele cumplir. Mariluz, impertérrita, repite: “¿Os he fallado en algún momento? Pues en Ushuaia tampoco”.
Se nos ocurre que en este tiempo libre podríamos completar la visita casi frustrada que hicimos días atrás a la Intendencia del Parque Nacional de los Glaciares. Al entrar saludamos cortésmente a D. Francisco Pascasio Moreno, que sigue ataviado de pionero y llevando su caballo de las riendas. Hoy sí nos resulta posible continuar visitando lo que resulta ser una suerte de parque temático en honor de dos personalidades famosas e importantes para esta tierra en aspectos muy diferentes: el ya mencionado Perito Moreno y Ch. Darwin. A ellos están dedicados varios grupos escultóricos en que se ha conseguido una excelente reproducción del físico de los representados. Aparecen presentados en las actividades que les hicieron famosos: F.P. Moreno como pionero o rodeado de fauna típica de la zona – puma, huemul, cóndor, tucán… - o firmando el tratado de trazado de fronteras entre Argentina y Chile; Ch. Darwin, rodeado de fauna del canal Beagle – delfines, gaviotas, pingüinos de varios tipos… - canal que ha heredado el nombre del barco en que realizó su viaje Darwin. Adornan también este parque elementos naturales como un arbolado digno del mejor jardín botánico, estupendos macizos de lupinos y la presencia de aves como bandurrias bayas o un grupo de caranchos que se dejan ver en lo alto de un abeto. Cuando terminen de acondicionarlo, va a resultar un coqueto y estupendo parque temático.
Entre compras y comida se nos hacen las cuatro de la tarde y frente a la agencia Rumbo Sur iniciamos el viaje al aeropuerto. Todos los trámites de check in, embarque y despegue se producen sin más problema que el retraso, inevitable al parecer, en la salida.
Al llegar a Ushuaia el panorama que se divisa desde el avión en vuelo y que luego se confirma al aterrizar no puede ser más desalentador: la ciudad aparece cubierta de nubes bajas y llueve, en ciertos momentos, con intensidad.
En el traslado y orden de reparto de viajeros, vamos a ser los últimos. Comenzamos a temernos que nuestro hotel se encuentre, como decía uno de los conductores de El Calafate, “en la concha de la Tera” - traduciendo al español peninsular - en el quinto coño. Pero esta vez nos equivocamos: la Posada Fueguina, que así se llama el hotel, está a escasos 400 m del centro de Ushuaia, aunque, eso sí, todos ellos en cuesta y bastante pronunciada.
El hotelito es bastante cuco y tiene unas vistas soberbias sobre la bahía de Ushuaia. Las tres habitaciones dobles que nos adjudican son tres cabañitas que dan al patio inferior del hotel (recordemos que todo está en cuesta, la Posada Fueguina también) y no tienen vistas a la bahía. La dueña del hotel -un poco sequita ella – nos explica que son las que habíamos contratado, las de tipo estándar.
Nos instalamos y, casi inmediatamente, nos echamos a la calle con dos misiones que repartimos por grupos: la de encontrar a Pilar y Chema, que están aquí desde ayer, (se encargan de ello Isabel y Enrique) y la de dar con el restaurante Chichos del que tenemos buenas referencias (nos adelantaremos Marga, Merche y yo a reservar mesa y acudirán luego los demás).
Con las explicaciones de la dueña del hotel (recién “bautizada” como “la Rotenmeier”, pobrecita) los tres adelantados damos pronto con el Chichos. Nos sentamos en la mesa que nos han preparado y esperamos… bastante rato. Perdida la paciencia, hacemos salidas a la calle San Martín, la principal, y en una de ellas Marga ve al resto del grupo que se habían pasado de la calle Rivadavia y habían encontrado otro restaurante de nombre parecido - ¿Chico tal vez? – y volvían buscando este. Nos reunimos por fin los nueve – Pilar y Chema ya estaban cenando cuando Enrique e Isabel los han encontrado – y pedimos la cena.
Las buenas referencias sobre el Chichos resultan justificadas: tomamos una estupenda cena realzada por un vino blanco muy rico al que nos invita Isabel Panzano por su cumpleaños. Nos achispamos todos un poco y hacemos muchas risas. Como ya viene siendo habitual, el canto del “Cumpleaños feliz” es coreado por todos los comensales en honor de la cumpleañera.
Tras la cena, nos reunimos con Pilar y Chema en una cafetería-restaurante en la que ellos han comido alguna vez. Pasamos una agradable tertulia con esta pareja que sabe crear la sensación de que son amigos tuyos de toda la vida. Y después afrontamos con buen ánimo – que falta hace – la ascensión a la Posada Fueguina.
Día 4.- EL TRENECITO FIN DEL MUNDO
Cuando abro la ventana al despertar, se me confirman los malos augurios meteorológicos que adelantaba la noche: las dos veces que me despertado la lluvia azotaba con saña los cristales de la ventana. Ahora no llueve pero una densa niebla dificulta la visión incluso de los pisos altos de la Posada Fueguina.
En el desayuno, observamos una peculiaridad de este hotel que nos ha sorprendido: la dueña se constituye en camarera y reparte los alimentos que lo componen, o sea, que controla absolutamente este desayuno que deja de ser un buffet libre para convertirse en un buffet… en libertad vigilada. Hay que reconocer que te sirve todo lo que le pidas y las veces que lo solicites, que, si alguien se desmanda (como Marga) y comienza a servirse, no se lo recrimina, pero, lo desees o no, ahí tienes a la… Rotenmeyer controlándolo todo con su presencia casi…divina. A propósito de este asunto, quiero compartir con los lectores de estas notas un hallazgo que he hecho en Internet y que puede ayudarme a describir la personalidad de nuestra omnipresente…
(Los encuadrados son míos. A que está bien, con su foto y todo)
Por lo que voy viendo, creo que, efectivamente, es una mujer eficaz y controladora, una “gerenta” sobresaliente y solvente (obsérvese la incoherencia de “feminizar” la palabra gerente y no los adjetivos que la acompañan a pesar de su idéntica morfología; de ahí mi entrecomillado). Desde luego, si a su gestión se debe, hay que reconocerle que el mantenimiento, el orden y la limpieza de este hotel son exquisitos. Y, volviendo a donde estábamos, el control del desayuno, total (o casi, porque los aguerridos aprovisionadores del grupo siguen cumpliendo sus funciones con solvencia cuando es preciso).
Como observo que hoy, al escribir, se me está disparando el registro digresivo, pido perdón y licencia para una nueva… digresión. Me estaba acordando, al meter esta cuña descriptiva, de un espectáculo de Cuentacuentos al que asistí en Jaca. Se titulaba Por cierto debido a que el contador iba narrando una historia y, de pronto, decía: “Por cierto, que este tío mío era…”; contaba lo del tío y regresaba a la historia que, al poco volvería a interrumpir una y otra vez con sucesivos “Por cierto”.
Prometo que este mío será el último.
Desde el salón donde desayunábamos, el paisaje estaba si no borrado, escondido tras una tupida niebla que, eso sí, era cada vez más… luminosa, como si la capa de nubes se fuera haciendo menos gruesa por momentos. (Se me ocurre pensar en aquello de la realidad y el deseo pero… no voy a “digredir” más) Lo cierto es que el panorama no provoca demasiadas alegrías.
Nuestro programa de viaje dice que hoy vamos a visitar el Parque Nacional de Tierra de Fuego. Tememos que se nos convierta en Parque Nacional de Tierra de Niebla pero subimos con diligencia al microbús cuando este pasa a recogernos. Lo hace con un poco de retraso porque volvemos a ser casi los últimos en la recogida.
La guía, solo cuando ha completado el aforo, se nos presenta como Mariluz. Dentro de un rato, no por maldad – lo juro – sino por distinguirla de nuestra Mariluz y un poco, eso sí, por ajustar su nombre a la realidad, le adjudico el sobrenombre de Marisombras. Sus mayores luces parecen ser las que le otorga su capacidad de comunicarse en alemán con unos turistas de esa procedencia que completan la expedición. Sus comentarios, además de escasos, son bastante deslucidos (des-luz-idos) y carentes de interés. Versiones más o menos legendarias sobre el nombre de esta isla – que lo es – de Tierra de Fuego o sobre el del río Pipo – un prisionero que casi consiguió escapar del penal y la isla– y comentarios profundos para turistas tan interesantes como que acabamos de pasar ¡cerca del campo de golf más austral del mundo! que tiene solo 9 hoyos que se han de repetir para completar un recorrido.
A nosotros nos cansan por archirepetidas las explicaciones sobre flora: los ñires y lengas, de la familia de los notofagus, el origen del llao-llao que aquí llaman “pan del indio”, el carácter parasitario de lo llamados “farolillos chinos”, etc…
Tienen más interés sus referencias a los orígenes de Ushuaia como colonia penitenciaria o a los primitivos pobladores de estas tierras, los Ona y los Yámanas, (=“gentes de mar”) y a sus ancestrales costumbres - aunque evita aludir a su práctica aniquilación a manos no españolas sino criollas -.
La mejor parte de este recorrido es que ¡va levantando la niebla! y, cuando llegamos a la estación de donde parte el llamado Tren del Fin del Mundo, brilla el sol aunque todavía con intervalos. La primera impresión de encontrarnos en un lugar de turisteo multitudinario está potenciada, sin duda, por la exasperante lentitud de quienes, en dos taquillas (aquí “boleterías”), cobran la entrada al Parque y el billete del Tren. Lo cierto es que, cuando nos concentramos en la sala de espera, tampoco somos tantos. En esa sala tenemos Merche y yo un encuentro completamente inesperable. Como la cara de una señora que hacía fila cerca de nosotros me sonaba bastante y se lo he hecho saber a Merche. Ella me ha contestado que el acompañante de esa señora sí tenía un gran parecido con José Luis Rueda, el hermano de nuestro cuñado Miguel. Tanto parecido que ¡eran ellos!, el hermano y la cuñada de Miguel, a los que hacía años que no veíamos en España. Frecuentes sorpresas de los viajes. En esa sala, amén de un maniquí vestido de presidiario de tebeo, podemos ver fotos – cuya información se completará luego con la de la megafonía del trenecito - de cuál y cómo fue el uso primero de aquel tren, muy distinto de este en que vamos a viajar: los presos primero lo construyeron sobre un terreno inhóspito ( pantanoso a tramos y nevado buena parte del año) y con medios muy primitivos; después lo utilizaron para desplazarse a talar árboles, sentados en las mismas plataformas en que se transportaba la madera, tala que había de servir para construir penal y ciudad.Subimos al tren. Después de los paisajes a que nos hemos viciado en Iguazú, Bariloche o Torres del Paine este, como mucho, nos parece un… lugar agradable, un locus amoenus que diría el clásico: río tranquilo que avanza en meandros, suaves prados en que pastan pequeñas partidas de caballos, extensas turberas de clores dorados- aquí prefieren la forma masculina “turbales” -, bosques en las laderas y tocones más o menos altos de árboles talados en las llanadas,… Parece ser que los presos talaban siempre los árboles a ras de suelo, estuviera nevado o no, y que es ese el motivo de que unos tocones sean más altos que otros.
Cruzamos el río Pipo por el Puente Quemado –del quemado quedan allí restos -, llegamos hasta la estación Macarena y nos apeamos. Por megafonía explican que el motivo es el posible paseo hasta el bello Salto Macarena. Allá que vamos. Seguramente en nuestra ausencia, se cruza en esa estación el tren en que viajamos con el que regresa. Esa sería, al menos, una buena explicación para la parada porque la contemplación del Salto, que, este sí, merecería el nombre de “chorrillo”,… no la justifica. Al volver al tren, me cruzo con José Luis Rueda que me dice, muy patriota: “Y ¿qué harían estos si tuvieran aquí el Monasterio de Piedra?” Razón no le falta.
En un meandro del río han reconstruido (¿inventado?) un asentamiento de los indios yámana. Lo vemos de lejos y partimos. En el viaje de regreso, salimos en seguida del Parque Nacional y llegamos a término.
Subimos al bus con Marisombras que nos va a acompañar hasta la bahía Lapataia. Antes de llegar a ese punto extremo de la geografía argentina, vamos a pasar y pasear por la zona del lago Acigami (“cesto alargado”, en yámana). Este lago tiene como fondo los Cerros Cóndor y Guanaco y está dividido entre Argentina y Chile. La parte argentina, protegida toda ella por el estatuto del Parque Nacional Tierra de Fuego, ha sido rebautizada con el nombre del Lago Roca y en correspondencia la parte chilena se llama Lago Errázuriz: Julio Argentino Roca y Federico Errázuriz fueron los presidentes que firmaron el tratado de Límites de 1899 por el que se partió en dos el lago Acigami.
Desde el lago nos trasladamos a pie a una especie de albergue que ofrece, en una parrilla al aire libre, raciones de choripán, bocadillos de chorizo argentino entre pan. Conscientes de que nos han traído hasta aquí con la sola finalidad de que consumamos, muchos de nosotros nos metemos entre pecho y espalda un choripán calentito y un poco picante que reconforta y anima. Volvemos al autobús para llegar hasta la hermosa bahía de Lapataia. Ahí encontramos un cartel que indica que este punto se encuentra 3.074 km de Buenos Aires. Seguimos las pasarelas elevadas sobre el suelo pantanoso que nos conducen hasta el punto más alejado al que está permitido acceder. Es una vista soberbia la que se divisa desde ahí. A la pregunta de uno de los viajeros sobre si las tierras que se ven totalmente al sur, a lo lejos, son ya la Antártida, Marinsombras contesta casi dolorida con un seco “No, aquello es Chile”. Pasamos luego un buen rato consultando con nuestra guía un mapa de la zona en que nos va señalando los lugares que avistamos desde allí. Es un buen detalle por su parte. Y regresamos a Ushuaia. Tras un ligero descanso, recorremos el hotel, hacemos uso de su wifi para hablar con la familia y comprobamos una vez más su perfecto estado de conservación que en ese momento, por cierto, está cuidando un muchacho que, brocha en mano, repinta los pequeñísimos desconchones que han aparecido el las paredes del patio inferior al que dan nuestras habitaciones. No se trataba, pues, de un milagro sino del cuidado extremo de nuestra “gerenta” y su marido. Un detalle, por cierto, de los adornos florales: me acabo de dar cuenta – las chicas ya se habían apercibido antes – de que las florecitas que adornan el exterior del hotel (delante del alféizar de cada ventana, en jardineras sobre las barandillas, etc…) ¡son de tela! Claro, así que no se ve ni una sola mustia ni ajada. Doña Abril no lo soportaría.
Hay que aprovechar la tarde y hemos pensado, para ello, en subir hasta el glaciar Martial que está cerca de Ushuaia. De modo que nos acercamos a una parada de taxis que hay frente al puerto y pedimos-ofrecemos el precio que nos han dicho en turismo que es el normal. Llegamos a un rápido acuerdo y salimos hacia el glaciar. El taxi nos deja al pie de un telesilla que nos subirá casi al pie del Martial. Nos avisan de que la hora tope para regresar en el telesilla son las 17.30. Calculamos que puede darnos tiempo incluso para subir hasta el mismo glaciar, si alguien lo desea. Subimos en dicho telesilla y tres valientes (Isabel P., Ángel y Mariluz) deciden subir hasta el pie mismo del glaciar que no se alcanza a simple vista. Los demás decidimos subir hasta media cuesta desde donde ya se puede tener una magnífica vista de Ushuaia, su bahía y su aeropuerto nuevo asomándose al canal Beagle. Cumpliendo el horario previsto, regresamos al punto de partida.
Aprovechando la espléndida tarde con que Ushuaia nos regala, damos después un largo paseo por los puertos, comercial y deportivo, y nos acercamos hasta la dársena de la Armada. No tenemos más remedio que comentar la fealdad de las embarcaciones militares; pensamos que sus colores oscuros y monótonos tenían explicación cuando la ocultación de los barcos a la observación del enemigo exigía color(es) que pasaran desapercibidos, pero que, desde que se inventó el radar… En contraste con estos, los barcos del puerto deportivo y los enormes cruceros atracados en el muelle ponían una nota vivísima de colores brillantes y variados. Y, si volvemos la vista al otro lado, se nos alegran los ojos con la contemplación del Cero Olivia y el Cerro Cinco Hermanos rematando el horizonte.
Isabel P. y Enrique comentan durante el paseo que ayer, buscando el restaurante Chichos encontraron otro que se llamaba Chico o algo así, que parecía tener mucha aceptación. Tomamos la determinación de cenar en él y así poder comparar. Nos han hablado también de otro llamado Tía Elvira que debe estar muy bien, pero será para otro día.
Como ya nos encontramos enfrente del Museo Marítimo (así figura en los planos la antigua prisión de Ushuaia en uno de cuyos pabellones se ha instalado ahora el tal museo), planeamos visitar la cárcel el último día y acercarnos a cenar ya en ese restaurante chileno de nombre Chico (¿?) que se encuentra muy cerca de allí.
Damos pronto con él y avisamos a Pilar y Chema del lugar de la cena. Van a acudir para cenar y despedirse porque ellos regresan ya a España. Cuando llegan encargamos cena y… esperamos mucho rato a que nos la sirvan. Lo que nos sirven está bueno pero no llega a la calidad de lo de ayer, ni la comida ni el servicio. Pero, como el ambiente es bueno y el tono vital alto por las cervezas que nos hemos “visto obligados” a consumir antes de la cena, todo resulta tan ricamente. Nos comentan Pilar y Chema los problemas por los que han pasado esta mañana, antes de zarpar del puerto, porque había tal niebla que el capitán no estaba dispuesto a hacerlo si no levantaba. Es la excursión que, en principio, haremos nosotros mañana. Han llegado por el canal Beagle hasta las inmediaciones de islotes donde han avistado pingüinos, cormoranes y lobos marinos. No han desembarcado en ninguna pingüinera como parecía sugerir el plan de viaje de la agencia: “Tal vez – disculpa el bueno de Chema – éramos demasiada gente para hacerlo”. Su amena exposición nos ha puesto en ganas de realizar ese viaje.
Despedimos con el cariño que se merecen a Pilar y Chema, recientes incorporaciones a nuestra lista de buenos amigos. Nos veremos en Zaragoza.
Día 5.- UN DÍA DE SORPRESAS
Una vez desayunados bajo la férula de nuestra “gerenta” - que, siendo justos, hemos de reconocer que día a día se va mostrando más cercana y amable - salimos a esperar el microbús que nos llevará al puerto. La programación de la agencia dice: “Zarparemos del muelle turístico con dirección Sudeste, navegando las aguas de la Bahía de Ushuaia… “La primera sorpresa es que de la furgoneta, que en la portezuela lleva el logo no de Rumbo Sur sino de CANAL (¿?), se apea un muchachote con rastas y vestido con aire muy campero en lugar del habitual guía bienvestido. Pregunta muy sonriente: “¿Ruiz Budria por nueve?” - pronuncia Budria como bisílabo – Y nos invita a tomar asiento. Se nos presentan Agustín y Leo, guía y conductor. Explica Agustín que vamos a recoger a dos parejas más y que luego haremos una parada para enganchar un remolque en que transportaremos ¡una zodiac! Nos miramos entre nosotros con ojos de extrañeza que va en aumento cuando nos añade que vamos a remar por un río de nombre muy raro y por el canal Beagle para acercarnos a una isla… “¿Pero lo de remar no era mañana?” – me pregunta Enrique. Yo asiento. Todos estamos extrañados pero, como el plan parece muy agradable, asumimos con gusto la sorpresa.
Con la compañía de una pareja canadiense y otra brasileña, que se han incorporado a la expedición, salimos de Ushuaia por la ruta 3 hacia el valle de Carabajal. Dejamos a la izquierda extensísimas turberas con sus colores dorados una de las cuales, según nos explica Agustín, está en explotación y las otras protegidas. Nos desviamos de la carretera para tomar la pista de “ripio” del valle. Poco después comienza un espectáculo al que no me acostumbro pese a que lo he tenido delante ya en varias ocasiones en estas tierras del sur: el de bosques con el suelo atestado de árboles caídos. Hace unos días nos explicaron que la política forestal argentina imponía no retirarlos para potenciar la formación natural de un sustrato más rico y profundo en los bosques. Parece que en estas tierras el sustrato no rocoso del bosque es muy poco profundo lo cual, además, provoca que los árboles, al tener raíces muy someras, cuando se hacen muy altos y los azotan vientos huracanados - o sea, patagónicos - caen arrancando un cepellón muy superficial. Se ven, ciertamente, muchos ejemplos de eso.
Lo que ocurre es que, en este bosque del Carabajal, la cantidad de árboles caídos – arrancados con su cepellón o tronchados – compone a tramos una estampa… apocalíptica. Se lo comento a Agustín y él nos aclara que hace unos días azotó esta región un viento violentísimo que arrancó muchos árboles y partió otros como si fueran una cerilla. Observamos que, efectivamente, hay árboles caídos o recostados a media caída en los vecinos, que todavía conservan hojas verdes aunque ajadas y gruesos troncos tronchados que muestran, en su irregular corte, madera todavía no oxidada por la intemperie.
Afortunadamente para estos bosques, esta tierra es húmeda. De lo contrario, con el viento que aquí sopla y este sotobosque lleno de madera seca, los incendios serían frecuentísimos y arrasadores.
Agustín nos explica que ya hemos entrado en territorio de la Estancia Harberton que incluye también el islote de los lobos, la pingüinera y la isla Gable. Bromea sobre el negocio que se le vino a las manos al estanciero Harberton cuando los pingüinos se asentaron en la isla Martillo: ahora, sentadito en su salón nos cobrará por desembarcar en la pingüinera. O sea que vamos a desembarcar y a estar al lado de los pingüinos. ¡Muy bien!
Leo para la furgoneta cerca de la orilla de un río, el Larsiphasek o Lashifashaj – según de dónde copies el nombre – y ambos nos animan a que les ayudemos a bajar la zodiac del remolque y a que procedamos a equiparnos con las botas, chaleco y remos que vamos a necesitar para nuestra navegación a remo. Una vez preparados, Leo nos da instrucciones sobre cómo debemos usar los remos – movimiento, sincronización -. Cargamos con la zodiac hasta el agua y embarcamos. Leo nos distribuye a cinco en cada lado y a mí me toca el puesto de proa a babor. Tres quedan de suplentes en medio y él se coloca de timonel.
Con una juerga impresionante, comienza la navegación. Leo se revela como un tipo divertido que ironiza sobre sus remeros mientras deshace los entuertos que provocamos con nuestros movimientos discordes. Pero, mal que bien y a favor de la corriente, avanzamos. Después de un buen rato que, divertidos como estamos nos parece corto, llegamos a un punto en que Leo nos explica que vamos a parar porque el canal Beagle, al que vamos, está apenas a 40 m. Pero el río, haciendo un meandro en paralelo, desemboca en el canal bastante más allá.
Así que desembarcamos, cargamos con la zodiac y atravesamos la lengua de tierra que nos separa del canal. Ya en la orilla Agustín nos indica que aquello que se ve al otro lado del canal es la población chilena de Puerto Wilson. Inmediatamente alguien le replica: “Pero ¿no decís los argentinos que Ushuaia es la ciudad más austral?” Él contesta rápido con una sonrisa simpática: “Y eso es cierto: Puerto Wilson es un pueblecito no más”.
Y zarpamos de nuevo en dirección a una isla que – nos dicen -tiene una buena colonia de cormoranes y de lobos marinos. Afortunadamente el Beagle está como una balsa de aceite y nosotros ya remamos… menos malamente, porque aquí no hay corriente que nos empuje como en el río. Antes de llegar a la isla, cruzamos un banco de algas; lo que nos faltaba. Por fin vemos el islote ya cerca y Leo nos anima a guardar silencio o a hablar muy bajito: los animales se pueden espantar. Como la zodiac no tiene problemas de encallar, nos acercamos muchísimo al islote. Es una maravilla ver, sobre todo, a los lobos que, en algunos casos, han sabido retrepar sus corpachones tan torpes en tierra hasta rocas bien altas. Dos de ellos se lanzan al agua y allí los podemos ver evolucionar con soltura y ligereza: sacan los cabezas ¿espiándonos? y luego se zambullen. En total son unos diez o doce. De cormoranes, en cambio, está lleno cada mínimo hueco del acantilado donde han anidado. Alguno de ellos dibuja su elegante silueta en todo lo alto. Tomo también foto de un lobo marino que, subido a una roca y alzando su hocico hacia el cielo, compone una bella estampa. Tras hacer pequeños trayectos lentos por delante del islote, ponemos proa a tierra.
Cuando desembarcamos, nos encontramos con un par de agradables sorpresas preparadas por Agustín, que se había quedado en tierra: la primera es que encontramos todos nuestros zapatos y zapatillas perfectamente alineados al sol al lado del minibús y calentitos; la segunda, que nos obsequia con un vasito de caldo caliente entre bromas sobre las horas de sueño que ha perdido para elaborar guiso tan costoso. El minibús nos acerca, una vez repuestos por dentro y por fuera, a la Estancia Harberton. En su muelle nos espera una barca fuera borda que – menos mal – va a ser la que nos traslade a la pingüinera de isla Martillo. En pocos minutos esta vez – oh ventajas de la técnica – nos presentamos en esta isla.
Ya es una delicia ver, desde la barca, la playa toda llena de pingüinos tumbados o en pie, entrando y saliendo del agua, acicalándose con sus picos,… Estos son pingüinos de Magallanes, llamados así porque fueron descubiertos en el estrecho del mismo nombre. De unos 40 cm de altura, su cabeza es negra con un franja blanca que parte del ojo, rodea los oídos y la barbilla, para juntarse en la garganta. Presentan plumaje negro en el dorso y blanco en la parte delantera, con dos bandas negras entre cabeza y torso, la inferior en forma de herradura invertida.
Cuando ponemos pie a tierra y podemos sentarnos en el suelo apenas a un metro de ellos el placer es ¿doble, triple? No sé, pero muy grande. Son tremendamente confiados y se nos habría ocurrido acariciarlos de no habernos avisado Leo de que, si lo hacíamos, quedaría nuestro olor en su piel, la manada los rechazaría y podrían llegar a morir. Es muy gracioso verlos caminar a nuestro lado con su torpe bamboleo.
Hay en el suelo una serie de troncos que delimitan la zona de tierra en que estos pingüinos horadan sus nidos en el suelo arenoso. Bordeando esta elemental empalizada, damos un rodeo en busca de otra colonia, esta de pingüinos Papúa. Se distinguen por su parche blanco en la parte alta de la cabeza detrás de los ojosy por su pico de color rojo intenso. Los adultos llegan a una estatura de unos 80 ó 90 cm y son los pingüinos más veloces bajo el agua: alcanzan los 36 km/h. A diferencia de los Magallanes, los Papúa hacen con piedrecitas nidos redondos sobre el suelo que luego cuidan con esmero ambos miembros de la pareja. Tal vez esperando algún descuido para robar sus huevos, sobrevuela el lugar un skúa o gaviota parda.
Con el mismo cuidado que al descender de la barca, subimos a bordo y nos desplazamos hasta la isla Gable cuya soberanía se han disputado Argentina y Chile hasta 1984. Esta isla forma parte de la Estancia Harberton que en 1886 fue cedida por el gobierno al misionero Thomas Bridges con dos condiciones: que se nacionalizara argentino y que no la vendiera nunca porque en ese caso la propiedad revertiría a la Rep. Argentina.
La idea es cruzarla haciendo trekking y, a mitad de camino, detenernos a comer. Más pronto que tarde llegamos a una especie de cabaña con pintas de haber servido en tiempos de refugio para ganados y pastores. Es allí donde vamos a comer. Dentro de esa cabaña con suelo de tierra y paja, encontramos un grupo de tres mesas rústicas ya vestidas con manteles a cuadros. Unas ensaladas, aceitunas verdes, unos platos de embutidos y queso y un plato principal de pescado – dicen que es merluza – componen un menú del que damos cuenta con buen ánimo. Salimos después para hacer un buen recorrido por la isla conociendo su fauna y flora por las explicaciones de Agustín. Cuando llegamos a la costa, ya nos está esperando la barca de antes para llevarnos a la Estancia Harberton desde donde el minibús de esta mañana nos va a devolver a Ushuaia. De camino paramos en un paraje en el que se puede ver un grupo de árboles de esos que han sido deformados por el continuo azote del viento que durante años los ha agitado como una bandera y, por ello, reciben el nombre de abanderados.
Casi a las seis de la tarde regresamos al hotel muy satisfechos con la inesperada y variadísima jornada de hoy. Estamos todos de acuerdo enque Agustín y Leo, los dos guías de CANAL Fun & Nature, son dos estupendos profesionales y nos han hecho pasar un día excelente. Así se lo hacemos saber. Les preguntamos si serán ellos también los que nos acompañen mañana la excursión de los lagos Escondido y Fagnano. Nos dicen que no, que lo sienten pero que tienen otro servicio turístico con un grupo que “no será tan fantástico como ustedes”. Se agradece el cumplido, muchachos.
Descansamos un poquito y en un par de horas estamos otra vez en marcha. Un ligero paseo nos da tiempo para elegir como lugar para la cena de hoy, que hemos comido fuerte, la cafetería restaurante Tante Sara en la que ya estuvimos con Pilar y Chema la otra noche. Unos estupendos bocadillos bien regados con jugo exprimido de naranja o cervecita patagónica completan el día gastronómico. Y la jornada total.
¡Hale, a subir a la Posada Fueguina!
Día 6.- EXCURSIÓN Y COMIDA EXTREMAS
Son dos los 4x4 que vienen a recogernos para iniciar la excursión de hoy: nosotros 9 no hubiéramos cabido en uno. Así que Marga, Mariluz e Isabel P. pasan a completar el pasaje del segundo vehículo. Y nos ponemos en marcha. Sebastián, el conductor que nos ha tocado en suerte – después se verá que esto no es una simple frase -, se revela como un muchacho serio, no tan extrovertido como los guías de ayer, pero culto, discreto y trabajador.
Tomamos la misma ruta 3 que seguimos ayer en principio. Nos detenemos muy pronto y descendemos a ver un establecimiento de cría de perros de raza hashki que son utilizados en invierno para tirar de trineos en esas llanadas tan propicias para este deporte. Reanudamos el viaje. Dejamos atrás el desvío que ayer tomamos hacia la Estancia Harberton. Y llegamos hasta el Paso Garibaldi. Sebastián nos ha ido explicando la importancia que tuvo para toda la zona el trazado de una nueva carretera – la que vamos a seguir por la mañana - con pendientes menos pronunciadas y con firme asfaltado. Pararemos en el mirador de ese Paso porque desde allí hay una vista perfecta y simultánea de los dos lagos que vamos a visitar el día de hoy.
Nos paramos y, efectivamente, el panorama que se divisa desde el mirador es espectacular: justo debajo del mirador, el Lago Escondido del que sube haciendo zig-zags una pista de ripio que al parecer era la antigua “carretera”, y al fondo, casi en el horizonte, el Lago Fagnano o Kami (el nombre de Fagnano le fue impuesto en honor de un obispo salesiano de Tierra de Fuego, José Fagnano). Nos ha dicho el guía que se trata de dos lagos muy diferentes: el Escondido se orienta más o menos de norte a sur y tiene solo 23 km de largo y el Fagnano se extiende durante 98 km de largo (los últimos 13.5 pertenecen a Chile) y se orienta de este a oeste. “Y seguramente al regreso se habrán dado cuenta de alguna otra diferencia”, pronostica Sebastián. Ya veremos.
Lo que menos me gusta del lugar es que está generosamente dotado de… tenderetes de productos artesanos. Claro que mi disgusto se compensa perfectamente con el gusto que proporcionan tales tenderetes a la mayoría femenina del grupo. Por fin la caravana de cinco 4x4 se pone en marcha. Una vez rebasamos un enorme aserradero, tomamos un desvío que – nos advierte Sebastián – no es una carretera de ripio sino una mera “huella de leñadores”, o sea, un camino terrible en el que entre baches, pedruscos, socavones y barrizales se puede disfrutar algún que otro metro de terreno no accidentado. Nuestro conductor bromea que ya perdonaremos, que lamenta haberse equivocado en el camino tomado cuando a escasos metros a la izquierda hay otro con firme y trazado perfectos. Yo voy pensando que, aunque lo dice en broma y por enfatizar el carácter “aventurero” del recorrido, seguramente es verdad y que la única justificación de esa elección es que nos han vendido una excursión “extrema” por lugares inaccesibles si no fuéramos conducidos en esos 4x4. El carácter de “circo aventurero” de este viaje queda aún más de manifiesto cuando, al acercarnos a una curva en que están marcadas unas rodadas profundísimas en las que se incrustan los neumáticos, Sebastián dice “Bueno, espero que ustedes sepan conducir” y se apea en marcha dejando que el 4x4, con nosotros dentro, circule sin conductor… por donde imponen las rodadas, claro.
El bosque por el que nos desplazamos tan accidentadamente es otro ejemplo arquetípico de ese bosque patagónico con el suelo sembrado de ramas y miles de árboles caídos esperando desintegrarse y enriquecer el suelo con su materia orgánica. De nuevo no puedo evitar esa sensación desagradable de abandono y desidia. Me doy cuenta de que seguramente este bosque está mucho más cerca de lo natural que esos pinares del Pirineo, de Guadalajara o de Soria en que se ha cuidado, a veces con esmero, que el sotobosque esté limpio y se evite así el riesgo de incendios, pero…En la proliferación de árboles muertos, nos comenta el guía que colabora un poblador casi natural de estos bosques, el castor. Digo casi natural porque el castor no es un animal autóctono sino traído de otras tierras: al parecer se trajo un centenar largo de castores que, al criarse sin ningún depredador en estas tierras, se han multiplicado rápidamente. No pasaría nada si los castores no hubieran seguido con su instinto de construir diques en cuyas aguas remansadas crear sus nidos de entrada sumergida a pesar de que aquí no tenían predadores de que protegerse. Pero los han construido y los árboles de estas latitudes no sobreviven en suelos inundados. Con lo cual, cada castorera se convierte en un cementerio de árboles. Sebastián comenta que el castor es ya una verdadera plaga, pero su caza está totalmente prohibida.
Nos comenta el tamaño que han alcanzado los castores de esta zona – algunos ejemplares controlados llegan a pesar 45 kg – y todos podemos observar las poderosas dentelladas que quedan marcadas en algunos gruesos árboles abatidos por los castores. Alguien pregunta si es posible avistarlos. El guía nos dice que solo salen de sus madrigueras al anochecer y son muy esquivos.
Al acercarnos a las orillas del Fagnano, el vientecillo ha ido en aumento y, cuando llegamos al lugar en que vamos a comer, sopla con ganas y además frío. De modo que todos acabamos abrigándonos en condiciones. Se trata de un claro del bosque a escasos metros del lago en que, junto a una casetita que cumple funciones de almacén, tienen construido en el suelo un enorme fogón en forma de U. Dentro de él y a la derecha, han ido quemando leña y las brasas las pasan a la izquierda donde Sebastián está asando en una hermosa parrilla chorizos en abundancia.
Entretanto, en unas mesas de campamento, han ido apareciendo platos de queso y salchichón, unas ensaladas y botellas de vino y de Coca-cola con lo que comienza la comida. Pronto nuestro cocinero comienza a dar salida a unas raciones de choripán y nosotros… les vamos dando entrada. El viento frío ha ido en aumento y algunos comenzamos a buscar el amor de la lumbre mientras Sebastián ha pasado a preparar a la brasa unas piezas de ternera que tienen una pinta excelente. Me dice que ese corte se llama ojo de bife. Comentamos que a mí me gusta la carne muy poco hecha, mucho menos de lo habitual en estas tierras. Me dice que elija una y que, cuando crea que está bastante hecha, él me la pone en el plato. Así preparado el ojo de bife, resulta un bocado magnífico que devoro con verdadera gula. Observo que no soy el único. Incluso Merche, tan poco amiga de la carne en esta preparación y proporciones, acaba con su ración sin llorar. Nos ofrecen la posibilidad de repetir y todavía pruebo un trocito que ya no es de ojo de bife y resulta más duro y menos sabroso. En ese momento aparece un grupo de excursionistas con su guía. Este habla con los nuestros y todo el grupo se suma a la comida y terminan con la carne que quedaba por consumir. Nos cuenta otro de los guías que ese grupo estaba haciendo una ruta semejante a la nuestra y su 4x4 ha roto la transmisión. Ignoramos cómo se las van a apañar para dar fin a la excursión.
Durante el postre y el café – que de todo hay – el viento se ha encargado de prepararnos el ánimo para una pronta partida. De modo que, apenas terminada la comida, nos ponemos en marcha. Sebastián, nuestro conductor, viene a decirnos que, si no nos parece mal, nuestro 4x4 va a remolcar al que se les ha averiado al grupo llegado a última hora. Por supuesto aceptamos la aventura añadida. Y digo añadida porque, ya de por sí, el regreso programado tenía algo de aventura: el camino que íbamos y vamos a seguir – con el 4x4 remolcado y todo – consiste en recorrer la orilla del lago casi todo el rato con las cuatro ruedas por el agua. Observamos que llega un punto en que los vehículos que van por delante de nosotros toman un camino a la izquierda que suponemos que es el de regreso. Sebastián nos lo corrobora y añade que ese otro 4x4 estacionado cerca del camino es el que se va a llevar a los pasajeros del que venimos remolcando.
Para el coche y se baja a desenganchar al remolcado. Comentamos entre nosotros que este chico es una verdadera joya: ha conducido, ha preparado el asado de choripán y de carne, ha apagado completamente el fuego con garrafas de agua, ha ayudado a recoger y se ha prestado a remolcar al coche averiado. Le felicitamos por su laboriosidad y continuamos viaje.
No es que el nuevo camino sea una autopista pero lo parece si establecemos comparaciones con el padecido esta mañana. De forma que el regreso se hace mucho más ligero. Retornamos a la carretera por la que hemos venido antes, rebasamos el aserradero y volvemos a abandonarla al tomar el desvío hacia el Lago Escondido. Sebastián nos viene comentando que vamos a parar en un conjunto de hotel y chaletitos que está cerrado por problemas judiciales. Desde allí, los que lo deseemos podremos dar un paseo en canoa por el lago. No nos mostramos muy animados porque tememos que este lago tenga el mismo oleaje que el Fagnano y… porque no nos quedan más ganas de aventura.
Al llegar percibimos inmediatamente la otra diferencia entre los lagos Fagnano y Escondido, la que nos auguraba Sebastián: en este no sopla el viento y, en consecuencia, tampoco hay oleaje. Es ciertamente un lago escondido entre montañas que lo protegen de los vientos dominantes. Tres o cuatro de nosotros se animan todavía a remar un rato en canoa y el resto declinamos la invitación confesando que, simplemente, no nos quedan ganas. El que suscribe intenta y consigue echar una cabezadita en el asiento de atrás del 4x4. Terminado el paseo en canoa de los piragüistas, nos ponemos en marcha y subimos hasta el Paso Garibaldi por esa, por buen nombre, carretera que esta mañana desde el mirador veíamos cómo ascendía en empinadas vueltas y revueltas con pavimento de ripio. Superada esta última dosis de aventura, nos reincorporamos a la carretera normal y regresamos a Ushuaia. Como la comida ha sido copiosa, despedimos la jornada con un simple bocadillo – que luego resulta no serlo tanto – en la Chocolatería-restaurante Andino. Hubiéramos preferido hacer hoy una cena en condiciones porque Enrique no estará en la de despedida: las obligaciones académicas de nuestro profesor universitario lo van a llevar mañana a viajar hasta Santiago de Chile. Primer cierre: ya nunca volveremos a ver el cartel mágico Ruiz Budría x 9. Y es que esto se acaba, muchachos: a los más afortunados nos quedan día y medio en Ushuaia y dos días en Buenos Aires. C’est tout.
Comenzamos la ascensión a la Posada Fueguina pensando que dentro de pocos días vamos a echar de menos estas casi escaladas al hotel: tienen su encanto.
Día 7.- REPASO FINAL
Este último día entero en el Fin del Mundo, como les gusta llamar Ushuaia a los habitantes del lugar – me gustaría poder contar cuántos establecimientos, calles, instituciones y productos lo llevan por nombre – lo vamos a emplear en dos destinos que nos quedan pendientes: la Prisión por la mañana y una navegación hasta el faro por la tarde.
La importancia de la Prisión radica en que fue el origen de esta población en esa política tan típicamente argentina de establecer parques naturales y población en lugares fronterizos con Chile. La historia de la humanidad cuenta con más ejemplos de esta costumbre de colonizar territorios estableciendo en ellos población penal. El de Ushuaia fue uno de esos casos. El tren del Fin del Mundo en que paseamos el otro día se creó para talar madera con la que construir, entre otras cosas, este Penal.
Esta construcción se fue realizando entre 1902 y 1920, año en que adquirió la estructura que hoy tiene. La planta del edificio está formada por cinco pabellones dispuestos en abanico dentro de un imaginario semicírculo cuyo centro lo ocupa el Hall Central. Cada uno de esos pabellones contaba con 76 celdas, en principio, individuales. Lo cierto es que esta cárcel llegó a albergar 600 penados en sus 380 celdas.
Hoy día estos pabellones tienen diferentes usos. Las dos plantas del 1 forman el Pabellón Histórico que conserva las celdas en su estado ¿primitivo? El pabellón 2 en su planta calle es una Galería de Arte y la primera alberga el Museo Marítimo y una muestra histórica de Ushuaia Antes. El pabellón 3 contiene salas para Exposiciones Temporales en la planta calle y Museo de Arte en la primera. El pabellón 4 dispone del Museo del Presidio y Museo Antártico. Y el 5 es de acceso restringido.
Paseamos un rato por los pabellones no restringidos y esperamos la visita guiada por el Pabellón Histórico. Esta resulta bastante agobiante por el número de visitantes y por lo estrecho de los pasillos. A ello viene a añadirse que la explicación no nos resulta muy interesante cuando nos habla de la historia y peculiaridades del Penal y pasa a ser insustancial y un punto morbosa cuando nos cuenta la historia de algunos ilustres penados. Así que, al llegar a la “vida y milagros” del Petiso Orejudo – cuya efigie de petiso y de orejudo encontramos en ¿su? celda – que había sido un asesino múltiple de niños que comenzó su “carrera” a los 11 años, decidimos abandonar tan instructiva charleta y hacer mutis por el foro. Charleta que, según nos había comentado Chema, evitaba cuidadosamente la mención de uno de los más famosos huéspedes del lugar, Carlos Gardel.
Ya en la calle, dimos un paseo y despedimos a Enrique al que en seguida pasaría a recoger por el hotel el consabido microbús de Rumbo Sur para llevarlo al aeropuerto. Y nos quedamos sin nuestro fotógrafo titular, sin su compañía siempre agradable y su sincera conversación. Hasta siempre, amigo.
El resto ponemos rumbo a la oficina de Turismo y luego a la de Rumbo Sur. Recabamos información sobre pequeños cruceros en que podamos visitar, navegando hacia el este por el canal Beagle, islas en que habitan colonias de cormoranes y de lobos marinos y llegar hasta el faro Les Eclaireurs construido en una de las islas del archipiélago del mismo nombre.
En Turismo nos dan un listado de compañías que realizan ese servicio con sus precios, que son todos muy semejantes. De modo que decidimos afinar precios con los de Rumbo Sur por ver si, siendo ya clientes suyos, se ponían más a tiro. Nos llama la atención lo poco que se resisten a bajarnos el precio un 20 y hasta un 30 %. Por si acaso, aplazamos la confirmación de la reserva y seguimos las pesquisas. No tenemos que buscar otra oferta: se nos viene encima en forma de vendedor que nos introduce en su caseta – casi no cabemos en ella – y nos asegura que va a mejorar la oferta que nos han hecho. Y lo hace ofreciéndonos 4 de los 8 pasajes GRATIS. Ante tan increíble oferta, le planteamos nuestras reticencias sobre la calidad del barco y el servicio. Nos muestra unas fotos: el Barracuda, que tal es su agresivo nombre, tiene una pinta no muy moderna precisamente tanto por dentro como por fuera, pero… algo había de tener. Y aceptamos la oferta.
El vendedor nos comenta que él es nada menos que egipcio, que está casado con una argentina – se explica así su buen español con acento argentino – y, cuando sabe que somos de Zaragoza, que es un fan fervoroso de Amaral. “Acá en el móvil llevo muchas de sus canciones” Y, sin mediar mayor provocación, nos hace oír una. Después de esto, todavía nos pondera las excelencias del Barracuda. “Ustedes verán cómo los acerca más que ningún otro barco a las islas de los lobos marinos. Y una cosa les digo: Si a la vuelta no han quedado conformes, les devuelvo su dinero”. A uno le queda la duda de que tal vez el barco sea un desastre si necesita tantas ponderaciones. Desde luego el diseño del tal Barracuda, en la foto publicitaria, en que seguramente ha salido guapo, parece más de carguero que de moderno crucero.
Este azar, al que voluntaria y conscientemente nos hemos expuesto, nos excita y nos hace reír. Damos otro paseíto por los alrededores, hacemos alguna pequeña compra y nos informamos de la carta y precios de otro restaurante del que nos han hablado bien, el Tía Elvira, y que se encuentra allí cerca. Se trata de elegir más tarde dónde vamos a tomar nuestra cena de despedida de estos pagos del Fin del Mundo, porque mañana al mediodía volamos hacia Buenos Aires.
Después de comer nuestro discreto pic-nic, nos dirigimos a las oficinas del puerto donde tenemos que pagar una especie de permiso de embarque para luego subir al Barracuda de nuestros temores e impaciencias. Sentimientos estos que aumentan al percatarnos de tres cosas:
1- sobre la foto que anuncia nuestro barco en la misma caseta en que lo contratamos, figura una fecha que ha de ser la de su construcción (1950) compensada, eso sí, por un eslogan que dice al pie “El mejor barco de Ushuaia”.
2- nos avisan de que el Barracuda no está anclado, como los lindos catamaranes de Rumbo Sur y otras compañías, justo frente a la puerta por la que vamos a salir sino… al fondo del muelle
3- y el empleado que revisa nuestros billetes de embarque comenta regocijado: “¿Todos ustedes van juntos? ¡Qué bárbaro el Barracuda! ¡Cómo va hoy!”
Cuando llegamos hasta él y subimos a bordo, la impresión que nos llevamos es… una mezcla de encontrarnos ante un barco de otra época, bastante viejo y ajado – la tapicería del los bancos que amueblan el primer salón es de skay y está reventada por algunos lados – y la de que tiene un cierto encanto pasado de moda en su comedor con veladores de bronce cubiertos de manteles verdes adornados de una lamparita de enagüillas y sus bancos tapizados en skay también verde. Nos resulta simpático sobre todo cuando se nos presenta la guía-grumete-camarera de este barco que es una muchacha extremadamente simpática y servicial. Cuando Isabel le pide que se preste a hacerse una foto con ella, le falta tiempo para ofrecerle un gorro de marinero del Barracuda. Creo que todas las chicas posan en su compañía como marineras de tan ilustre embarcación. Luego nos hemos enterado por Internet – que todo lo sabe – de que desde 1950 a 1975 perteneció a la Flota Fluvial Argentina y navegó después por el delta del Paraná. Quien lo adquirió en 1975 lo radicó en Ushuaia y lo dedicó desde un comienzo al transporte de turistas por el canal de Beagle. Y en ello sigue, ostentando la condición de la más veterana embarcación turística de Ushuaia. Salimos de puerto con el retraso ¿endémico de estas latitudes? El Barracuda fue el primero en zarpar de todos los barcos que, más o menos a esa hora, se hacían a la mar con el mismo destino. Tenemos pronto una magnífica vista de la capital de Tierra de Fuego y las montañas que la rodean. Desde el barco se ve perfectamente también un peculiar embolsamiento urbanístico que alguien nos definió días pasados como un barrio okupa: parece ser que un ciudadano, de su mano mayor, decidió hace unos años talar bosque por encima de los barrios más altos de la ciudad y vender la posibilidad de construir allí al margen de toda planificación urbanística. La cosa prosperó y hoy ya nadie se atreve a desalojar a esos okupas de suelo.
Pese a haber salido los primeros, pronto nos vemos rebasados por los veloces catamaranes de otras compañías. No nos importa demasiado porque para entonces ya nos hemos instalado en dos mesas del comedor a tomar un chocolate o café con un trocito de tarta. Tenemos además toda la tarde para completar el recorrido por el canal Beagle.
Pronto divisamos un archipiélago y el Barracuda se acerca a la isla Alicia, habitada por una importante colonia de cormoranes imperiales y de lobos marinos. A los rápidos catamaranes que nos habían adelantado,al parecer, ya les había dado tiempo de avistar la isla y sus animales residentes y habían dejado no el campo sino el mar libre. Comprobamos que, efectivamente, Danilo, el capitán, acerca el barco hasta que podemos ver muy próximos todos los animales. Alguno de los pasajeros manifiesta su temor a que el barco encalle en las rocas de la isla. Inmediatamente la guía-grumete-camarera le tranquiliza: “No preocuparse: el capitán controla perfectamente”. Y sí, lo hace. Resulta especialmente agradable ver, desde distancia tan corta, los magníficos ejemplares de lobo marino (de uno y dos pelos) desplazándose torpemente dentro de cada grupo que se amontona alrededor de un macho corpulento y cabezón. El Barracuda nos va acercando sucesivamente a cada una de las tres manadas que se concentran en distintas plataformas de roca de la isla.
He de reconocer que, tal vez manipulado por el recorrido del Barracuda que sigue claramente a .los lobos, paso bastante de la colonia de graciosos cormoranes imperiales que, en gran número, puebla la parte alta del islote Alicia. A decir verdad la puebla y… la blanquea con sus excrementos. Se trata de un tipo de ave mucho más bonito que el que yo asocio a la palabra cormorán, de color completamente negro: este cormorán imperial tiene cuerpo y cuello de perfecto color blanco, patas palmeadas de color rosa pálido y de color negro intenso dorso, alas y cabeza que remata en un gracioso penachito de plumas en cresta.
No sabemos si el guano de las aves o los corpachones de los lobos - tal vez ambos elementos – dan lugar al único detalle desagradable del lugar: un olor pestilente que nos acompaña sobre todo cuando el viento nos llega de la isla. El Barracuda pone proa después hacia el archipiélago de Les Eclaireurs. En él encontramos la Isla de los Lobos, de nombre perfectamente justificado por la presencia de una abundante colonia de lobos marinos. Por pura casualidad, somos testigos de una escena quizás habitual en estas manadas: estoy grabando con mi cámara a un macho que sale del agua, lo sigo en su torpe avance y me doy cuenta de que se dirige directo a lo alto de la roca desde donde el macho de esa manada preside su corte de hembras; se encaran, pero el enfrentamiento dura muy poco y el intruso regresa a la parte baja de la roqueda. El capitán nos señala una de las crías y nos dice que tiene cuatro días (una hermosura de bebé); él regresa al puente y se emplea en acercarnos lo más posible – que es mucho – a la isla. Nuestras narices son de nuevo atormentadas por el pestazo con que lobos y cormoranes obsequian a los turistas. El Barracuda vira y vamos derechos hacia otro islote en que se alza el Faro del Fin del Mundo, tal es el nombre que los folletos turísticos otorgan a este de Ushuaia aunque parece tratarse de un error o quizás de una inexactitud deliberada: el nombre está tomado del título homónimo de una novela de Julio Verne que con este nombre se refería no a este sino al Faro San Juan de Salvamento, situado en la Isla de los Estados. Se trata, de todas formas, de un bello faro pintado en franjas rojas y blanca que destaca en lo alto de su islote. Su nombre verdadero es el que recibe del archipiélago en que está construido: Faro Les Eclaireurs. Fue precisamente en esta zona donde se produjo en el año 1930 el hundimiento del Buque Crucero Monte Cervantes del que todavía afloran algunos restos junto a las rocas de uno de los islotes. Por megafonía nos cuentan la misma historia del heroico comportamiento del capitán del Monte Cervantes que hemos podido leer esta mañana en uno de los paneles del museo Marítimo en el Presidio de Ushuaia.
Después de unas cuantas idas y venidas por los aledaños del faro, el Barracuda pone proa a Ushuaia y regresamos complacidos de la travesía que nos ha ofrecido este barco que, a primera vista, nos había parecido una verdadera bañera con motor. Lo que pueden conseguir el buen servicio y la simpatía y profesionalidad de una tripulación, aunque esta sea escasa.
Hemos hecho unas pequeñas, pero “imprescindibles”, compras en una de las tienditas del puerto. El tendero era un tipo vital y campechano que, a nuestras preguntas de si nos podría cobrar en euros o en dólares, nos ha contestado que “en euros, en dólares, en rupias, dirhams o rublos y en cualquier moneda que no sea de chocolate”.
Cumplidas estas nuestras “necesidades” consumistas, hemos decidido dar un paseíto por Ushuaia antes de cenar. A la hora de elegir el sitio donde hacerlo, la mayoría se ha decantado por repetir en el Chichos que tan buen sabor de boca – precisamente - nos dejó la primera noche de nuestra estadía fueguina – como disen acá-.
La cena ha cumplido con las expectativas aunque el entusiasmo, digamos, báquico no ha llegado tan lejos sin duda a causa de la ausencia del excelente vino blanco con que en aquella ocasión nos obsequió Isabel Panzano. La sustitución por cervecita artesana patagónica, con ser una buena opción, no nos ha llevado a la… euforia del primer día. Y también ha contado la sensación no confesada de episodio final que ha tenido esta cena: ya no somos nueve – falta Enrique -, con la excepción del desayuno en libertad vigilada - y sus efectos secundarios – de mañana, esta es nuestra última comida en Tierra de Fuego... Gravita sobre el grupo esa sensación de “all-right-finito-ya-está-se-acabó” que decía una famosa novela.
Y además nos queda la penúltima ascensión hasta el Posada Fueguina. ¡Ánimo, curtido Grupo Patagonia 2010!
Día 8.- FIN… DEL FIN DEL MUNDO
Hoy no hemos madrugado. Y ha quedado claro que la vida del turista en funciones sí impone las madrugadas: hemos desayunado solos y rodeados de mesas en las que ya no había servicios de desayuno. Que nadie deduzca de esto que las mesas estaban sucias, nada de eso: las manos y las órdenes de nuestra “primaveral gerenta” no hubieran permitido – y no lo han hecho - un desmán de este tipo.
Hemos cumplido con el desayuno en todas sus fases – las presentes y las… de futuro – con toda la tranquilidad que permite una mañana cuya única urgencia viene marcada por la llegada a mediodía del microbús que nos llevará al aeropuerto. Hemos decidido despedirnos de Ushuaia con un paseo relajado que ha resultado ligeramente pautado por pequeños episodios… mercantiles.
Nos llaman la atención dos cosas: la coqueta casita de madera que alberga una oficina de Información Turística – la principal ya no es esta, si es que algún día lo fue – y las instalaciones propiedad de los Salesianos que con su iglesia, colegio, etc… ocupan ¡una cuadra entera! Al parecer fue muy importante la presencia de la orden Salesiana en la Patagonia. Cuando el otro día hablé por skype con mi amigo Antonio, que conoce la orden de cerca, se lo comenté y me dijo que él, de niño, había dado muchas veces dinero en su colegio para las “misiones de la Patagonia”. Le prometí que me informaría de a cuánto cotizaban ahora esas acciones. No sé si ha sido por sus risas disuasorias del otro día y por mi pereza de hoy, pero no he entrado a informarme. Me he metido en la iglesia – que estaba abierta -: tal vez su carencia absoluta de valores estéticos me ha hecho olvidarme también de los valores bursátiles por los que tenía intención de preguntar. Tras este vagabundeo en estado puro, hemos afrontado por última vez la ascensión a nuestro hotel. No sé si ha sido la mañana – otra vez prodigiosamente espléndida -, el buen desayuno o el entrenamiento de los días anteriores, pero, sin apenas perder el resuello, me he encontrado a la entrada de la Posada Fueguina. Este hotel, encaramado en escalones en todo lo alto de la calle Laserre, extremadamente pulcro, con sus maderas, muros y hierros perfectamente pintados, con sus plantas “perennes” en impoluta floración y sus soberbias vistas sobre Ushuaia y su bahía en el canal Beagle, tiene ciertamente un atractivo especial, un encanto. Hemos tenido en él una estancia agradable.
Cuando nos reagrupamos los ocho, como nuestras maletas ya han quedado recogidas en el zaguán del hotel, subimos allá a esperar el microbús. En recepción nos espera el matrimonio propietario de la Posada Fueguina. Los encontramos especialmente comunicativos y simpáticos. Se interesan por cómo nos fue la despedida de Ushuaia. Les contamos lo poco-nada que hemos hecho y el dueño se descuelga con un comentario divertido:
- Pues, mientras tanto, nosotros acá nos quedamos regando las florsitas.
Una carcajada general acoge tan irónico comentario que es recibido con una sonrisa cómplice incluso por la dueña del hotel, su gerenta.
Es ella la que, a continuación, se interesa por nuestra profesión y por qué era eso que estaban haciendo todas las noches las Isabeles en el ordenador. Evita mencionar que la actividad bloguera de nuestras amigas se extendía a menudo mucho más allá de las doce de la noche que era la hora tope que imponía un cartelito colgado sobre el ordenador del hotel. Cuando le dicen que estaban elaborando un blog sobre todos los días de nuestro viaje, se interesa mucho por ello y nos pide la clave que marcar para poder leerlo.
Llegan entretanto los de Rumbo Sur a recogernos y a llevarnos al aeropuerto. Los dueños de la Posada Fueguina se despiden muy cariñosos y optimistas “hasta cuando regresen ustedes por acá”. Nuestros bolsillos y nuestros deseos se divorcian ante el comentario.
¡Adiós Ushuaia! porque los aeropuertos son perfectos territorios de ninguna parte donde nada que vaya más allá de la lengua y la moneda te sugiere que estás aquí y no allá: las mismas tiendas, más o menos abundantes – en este caso menos -, los mismos bares con mínimas funciones de restaurante y público despersonalizado y esencialmente transeúnte, los mismos pasillos inhóspitos, e idénticas salas de espera con número siempre escaso de sillas en que descansar o soportar esperas y retrasos. El de Ushuaia tiene dos aspectos de distinto signo que lo identifican: la hermosa madera de que están construidos techos y paredes y… la tasa de aeropuerto que te cobran.
Cumpliendo aquí también con un retraso tal vez reglamentario, emprendemos este vuelo de unos 3.000 km agradeciendo una vez más la existencia de aviones – aun con retraso – que hacen posibles viajes como el nuestro - este es el sexto vuelo interior que hemos tomado - y que, en unas pocas horas, nos han transportado a lo largo de muchos miles de kilómetros.
Al llegar al aeropuerto de Eceiza, el Grupo Patagonia 2010 vuelve a desmembrarse con la salida inmediata hacia Madrid de las dos Isabeles, nuestras “cronistas de Indias” vía blog, a quienes reclaman sus obligaciones laborales. Los besos y abrazos dan cuenta, pública y privada, de lo que a todos nos duele separarnos. “A nosotras más”, dice una de ellas y nosotros se lo aceptamos en el sentido en que ella lo dice. ¡Adiós. Isabeles!
En dos taxis, nos trasladamos al Gran Hotel Argentino, el mismo que tuvimos a la ida, pero que hoy nos guarda una sorpresa. Días pasados le llegó a Mª Ángeles – que había reservado tres habitaciones por Booking – la indicación de que había problemas para cobrar las habitaciones en el número de cuenta que ella les había facilitado. Doble extrañeza: los datos facilitados habían sido los mismos para reservar las habitaciones de ahora que las de hace tres semanas y, además, en nuestra anterior estancia nos cobraron las habitaciones cuando llegamos a ocuparlas, no antes. Al contestar Mª Ángeles en estos términos, le cobraron por adelantado las noches de las tres habitaciones.
La sorpresa reservada ha sido que el recepcionista nos ha dicho que tenía un problema: que únicamente podía ofrecernos dos habitaciones triples para los seis. Le hemos hecho notar que no tenía un problema sino dos: que nos estaba ofreciendo lo que no había comprometido y que, además, ya había cobrado tres habitaciones dobles por dos noches. Le hemos aclarado que en estas ocasiones hay también dos soluciones: o nos facilita inmediatamente las tres habitaciones ya cobradas o nos las busca en otro hotel de categoría superior que se encuentre en esta misma zona.
Se ha metido a evacuar consultas y, muy poco tiempo después, ha regresado diciendo: “No sé si se lo van a creer, pero acaba de cancelar su reserva un señor y así podemos atender a la suya. Estas son sus tres habitaciones”. Efectivamente no nos lo hemos creído, pero hemos tomado las llaves gustosos y nos hemos instalado. Para mayor satisfacción, nuestra habitación era estupenda, mucho más amplia, espaciosa y cómoda que la de la estancia anterior.
Cuando hemos bajado a recepción antes de salir a dar una vueltecita, hemos sido testigos de la bronca que les estaba montando a los del hotel un señor argentino al que no podían cumplirle la reserva de habitación. Preguntas posibles: ¿Es este el señor que… había cancelado la reserva? ¿Es otra víctima más del overbooking ejecutado por el hotel? Lo cierto y comprobable es que el hotel está de bote en bote y lo suponible es que les resulta mucho más rentable alquilar una habitación ahora a puro precio de temporada alta que cumplir con la reserva más barata de hace meses.
Reunidos los seis supervivientes del viaje, nos lanzamos a la calle no sea que se hunda el hotel y nos pille dentro. No llevamos más rumbo preciso que el del restaurante en que pensamos cenar. Se llama El Gaucho, se halla situado en la calle Lavalle, no lejos del hotel, y, con ese nombre, se entiende que habremos de comer carne o tal vez… carne. Pero el cuerpo nos lo pide. Concretamente esta vez, todos queremos pedir ojo de bife que es un corte semejante al del chupetón en España y que agradó especialmente el día que nos lo sirvieron a orillas del Lago Fagnano, con nuestro conductor Sebastián a la parrilla.
Como tenemos tiempo, vamos dando un hermoso rodeo rememorador por 9 de Julio, Corrientes, San Martín y Florida para llegar a Lavalle. Hacemos proyecto de acercarnos mañana por la mañana al barrio de San Telmo que, de los que conozco, es mi preferido – aunque mañana tendrá un defecto, es día de mercado callejero - y por la tarde a Galerías Pacífico. Lo que se llama un shopping day, dicho así para evitar el contundente español “un coñazo de día”. Procuraremos aliviar el tostón mercantil con las lindezas, que las tienen, San Telmo y hasta las G. Pacífico.
Una vez llegados al restaurante El Gaucho, entramos a preguntar si podríamos cenar ojo de bife. El muchacho que está junto a la puerta pregunta a alguien y nos dice que no, que sí hay pero que lo tienen reservado y una serie de confusas excusas. El resto del grupo decide que, ya que estamos allí y tenemos del sitio buenas referencias, cenaremos en El Gaucho y, si no es ojo de bife, pues será bife de chorizo o alguna otra cosita ligera.
Nos atiende un camarero muy amable y servicial que, a las primeras de cambio, se nos confiesa descendiente de españoles: su abuelo era de Gijón. Cuando comenzamos a pedir, le comentamos que nuestra primera intención había sido cenar ojo de bife, pero que, si no es posible… Nos pide que le excusemos un momento y va a preguntar. Nosotros seguimos pensando, por si acaso, en otras posibilidades de menú, pero regresa y, para sorpresa nuestra, nos dice que sí los hay y además muy buenos. Con ello se completa la comanda rápidamente.
La cena resulta muy buena y el camarero, siempre atentísimo, a los postres, nos sorprende con el ofrecimiento de una copita de cava “para estos amigos españoles”. Aceptamos, por supuesto, y correspondemos después con una buena propina.
Seguimos la peatonal Lavalle hasta 9 de Julio y de allí al hotel. Buenas noches.
Día 9.- DESPEDIDA…
Hoy se cumple un mes desde que salimos de España, un mes de 31 días. Es lo primero que me ha venido a la cabeza al abrir los ojos. He pensado que estoy muy satisfecho, que todo nos ha salido perfecto: nos ha hecho un tiempo excelente incluso en sitios donde no es precisamente lo habitual, hemos visto, en muchos lugares, verdaderos prodigios de la naturaleza y, adobándolo todo, hemos disfrutado de una convivencia maravillosa entre los nueve del grupo. Todos sabemos que no es fácil que convivan tantas personas durante todo un mes y no hayan saltado chispas en algún momento. Bueno, pues no sé si ha sido fácil, pero ha sido. Yo, que me tengo por un buen catador de amistades, me decía a mí mismo, en el placer del duermevela, que he disfrutado con la comprobación de que, lejos de resentirse, nuestra amistad no sólo se ha consolidado sino que ha crecido. Un viaje magnífico y siete amigos mejores que antes: es un balance estupendo. (¿Qué a quién descuento? Pues a Merche y a mí mismo, que, entre nosotros, somos más que amigos ¿vale?) No me gusta nunca hacer estas valoraciones antes de que haya terminado el viaje del todo, pero mucho tendría que estropearse la cosa para que variara sustancialmente ese balance tan positivo. Y, en cualquier caso, pensamiento tan satisfactorio ya no me lo quita nadie.
Este duermevela ha venido propiciado por el hecho de que hoy tampoco nos apremiaba ningún horario impuesto desde fuera y, en sana consecuencia, no hemos madrugado. Consideramos ayer que, con salir a eso de las 10 h hacia San Telmo, ya era suficiente. Y lo era. A esa hora de un domingo como hoy, había muy poca gente por la calle. Nos hemos detenido frente al 172 de Bernardo Irigoyen – nombre de la acera de la avenida 9 de Julio que sigue a Carlos Pellegrini - porque en la jamba de una de las puertas una placa en bronce decía CLUB ESPAÑOL. Se trata de un elegante edificio de cuatro plantas y rasgos modernistas en la construcción. Llama la atención en su fachada el triple balcón con arcos de herradura cuyo intradós está decorado con mosaicos y que arrancan de un friso de bajorrelieves en bronce que recorre la fachada de lado a lado. Son muy llamativas las esculturas que jalonan el balcón del tercer piso y la de una especie de genio alado o mercurio que remata la cúpula del edificio. Es también espectacular la balconada de la triple ventana del primer piso.
Mientras nos fijábamos en todos estos detalles del Club Español, Ángel ha pegado la hebra con un señor mayor que parece estar abriendo un kiosco de prensa vecino. Confiesa 83 años y haber nacido en España, en Asturias concretamente. Da una larga cambiada sobre las circunstancias de la emigración de su familia – seguramente forzada no sólo por razones económicas – y pasa a hablarnos de su estado de forma. “Es debido, sin duda, a que nunca me excedí en nada – esboza una sonrisa pícara – y a que, hasta el día de hoy, siempre hice deporte”. Parece uno de esos tipos positivos a los que los años corresponden inyectándoles vitalidad. Nos despedimos de él con el cariño que seguramente merece y seguimos nuestro camino.
Tomamos a la izquierda la calle Belgrano y torcemos a la derecha al llegar a Defensa. Al fondo de esta calle se encuentra la Plaza Dorrego, corazón de San Telmo. Apenas iniciada, Defensa comienza a poblarse de tenderetes mercadilleros de variada oferta y condición. Se agradece que, de vez en cuando, la propuesta estrictamente mercantil se combine con otras de índole más artística y divertida: el tipo que decora en vivo enormes vainas de semillas de un árbol tropical; la muchacha que tañe una de esas enormes trompas tibetanas; el hombre sin rostro que se esconde tras la enorme pechera de su traje sobre la que flotan unas gafas y un sombrero; la chica que arranca música de exquisita suavidad a un extraño instrumento con forma de enorme lenteja metálica llamado Hang; el señor que escenifica con su marioneta de borracho desesperado un desgarrado tango porteño; la provecta pareja de bailarines de tango que acompasan sus años y sus kilos al ritmo de los más clásicos tangos de Gardel; el vendedor ambulante de zumos de naranja, que exprime ante los ojos del comprador con un artilugio semejante al que había en el hostel Che Lagarto de Iguazú; los inditos vestidos de ídem que tañen con sus flautas y quenas antiguas melodías andinas; los tercetos o cuartetos de viento que llenan la calle de melodías de Nueva Orleans y los hombres-estatua que, cuando alguien les arroja una moneda, chirrían o abren los ojos o te saludan con el sombrero de paja.
Entre tanto divertimento, las chicas han ido llevando a cabo un minucioso y concienzudo estudio del mercado santelmino de piedras semipreciosas, con resultado de compra de una serie de semichollos con los que agasajar, a la vuelta a España, a “n” miembros de la familia. ¿Qué sería de nosotros sin estas humanas providencias que remediaran nuestro natural olvidadizo y malqueda? ¿Cómo íbamos a superar, ya en Zaragoza, la frustración derivada de comprobar que nos habían sobrado unos pesos argentinos - en calderilla, para colmo, muchos de ellos – que ningún banco iba a aceptar? Tengo que hacer partícipes a mis compañeros de expedición varones de estas sencillas y tan sensatas consideraciones en las que tal vez no hayan parado mientes. Debéis considerar, dilectísimos camaradas, que plantearse estas cuestiones elimina, al menos y directamente, el riesgo de tensión que llevan aparejado otras consideraciones poco meditadas del tipo “¡Vaya chatarra que has comprado!” o “Tendrás que adoptar algún primo para regalarle esto” o bien “¿Otros pendientes? Ya no quedan orejas desnudas en España”. El único problema objetivo y verdadero de este mercadeo es que ha de realizarse a pleno sol y sin el mínimo consuelo de una cervecita patagónica, por ejemplo. Lo pongo en consideración de nuestras estudiosas de mercado y, con prontitud y buen ánimo – he de decirlo -, pasamos a cubierto para tomar un refrigerio en el barcito más próximo. ¡Hermosa combinación de consumo piedrosemipreciosista y consumo cervecero! Planteados así los viajes, tienen que salir bien como le está ocurriendo al nuestro ¿no os parece? Una vez satisfechas nuestras seminecesidades, nos ponemos en marcha para acercarnos a tomar nuestro pic-nic en la zona de Puerto Madero, reponer fuerzas y lanzarnos con nuevos ánimos a la gran empresa vespertina denominable “Asalto a Galerías Pacífico”. La impaciencia nos/les puede y, sin mucho tardar, nos encontramos en busca de la manzana comprendida entre Avda. Córdoba y las calles Florida, Viamonte y San Martín que es el enorme espacio que ocupan tales Galerías. Este grandioso edificio, declarado Monumento Histórico Nacional en 1989, fue proyectado un siglo antes, en 1888, y terminado diez años después, en 1898. Inspirado en la Galería Vittorio Emanuele II de Milán, ha tenido usos muy variados a lo largo de su historia hasta convertirse en este enorme Centro fundamentalmente comercial pero que alberga espléndidas salas de exposiciones, un teatro, la Escuela de Danza de Julio Bocca y el Centro Cultural Borges.
Pese a lo que pueda deducirse de mis comentarios anteriores, la intención de los seis del grupo en esta visita es fundamentalmente turística. Recorremos los cuatro enormes pasillos que se cruzan en el centro, provenientes de las cuatro calles y después la zona de la magnífica cúpula decorada con murales de pintores argentinos. Subimos a la parte alta y visitamos allí una exposición de fotografía de Antonio Banderas y otra de pintura en la sala aneja. Como Merche y yo habíamos aplazado hasta hoy la adquisición de unos regalos para nuestros hijos, nos desgajamos del grupo y, con rapidez, cerramos el capítulo compras. Tras estos y otros leves escarceos compradores, tomamos un refrigerio en un bar instalado en los bajos de Galerías Pacifico y hacemos planes para nuestra última cena, poco apostólica ella, porque no vamos a ser más que seis. Pensamos en cenar en un italiano y aceptamos la sugerencia de Marga de ir al Filo-Art porque viene recomendado por la misma persona que aconsejó El Gaucho y porque está situado en la calle San Martín, a solo cuatro o cinco cuadras de donde estamos.
El Filo-Art resulta ser, efectivamente, un buen restaurante italiano en el que, además de la calidad de lo servido, tienen el buen gusto de evitar, a la hora de la comanda, que pidamos cantidades excesivas de cena.
Regresamos hacia el hotel, pero dando un pequeño rodeo por la plaza San Martín y Avda. Santa Fe hasta 9 de Julio. Y de allí al hotel. Cuando ya a la puerta Merche y Mariluz me han propuesto no retirarnos todavía y despedir las noches bonaerenses con un paseíto final, yo acepto con la sola condición de hacerlo sin las bolsas de compras que cargo y sin el macuto de mi uniforme de turista.
Ya liberado de estas impedimentas que eran más bien impedimentos, salimos y decidimos recorrer 9 de Julio por la acera Cerrito hasta el teatro Colón y regresar. Hace una noche estupenda y no encontramos gente en tropel, como durante el día, más que a la entrada de un teatro: se aglomeraban a su puerta decenas de hombres y mujeres, con pintas de centroeuopeos, ataviados con trajes negros acompañados de complementos (pañuelos, fajines,…) de color rojo. Parece que se trataba de un grupo que había participado en un concurso de tango. Rebasado este tramo tan concurrido, el resto del recorrido es anormalmente tranquilo. A la altura del teatro Colón, cruzamos, en dos etapas, la avenida hacia Carlos Pellegrini. Al dejarlo atrás, íbamos lamentando otra vez no haber podido visitar el Colón.
Dos cuadras antes del hotel, íbamos distraídos con la deliberación de si las gotas que nos habían caído serían lluvia o producto de las emisiones de algún aparato de aire acondicionado, cuando he oído los lamentos de Mariluz. Me vuelvo y la veo con las manos en el cuello y gritando “Me han robado mi cadena de oro”. Todavía puedo ver a tres chavales jóvenes que, corriendo como gamos, volvían la esquina de Diagonal Norte. No me da tiempo más que… para mentarles a la madre. ¡Vaya consuelo! Atendemos a Mariluz que esta bastante nerviosa y nos cuenta que un rato antes los había visto parados en la calle y le había llamado la atención con que la observaba uno de ellos mientras los otros – ahora lo entendía – disimulaban. No le han hecho daño físico: parece que, en un alarde de “profesionalidad”, han conseguido desabrocharle el cierre de la cadena para llevársela, vamos, que no se la han arrancado.
Nos metemos al hotel y nos vamos a dormir. Al despedirla, pensamos que nuestra amiga, seguramente no va a dormir bien. Días después nos confesará que, al llegar a la habitación, se había echado a llorar de rabia e impotencia y luego había dormido medianamente mal.
Antes de dormirme, he recordado que esta mañana en el duermevela quizás me había precipitado al considerar que este viaje nuestro iba a ser perfecto. Al parecer, la condición humana de este viaje ha acabado por imponer una imperfección, la que ha padecido Mariluz. Qué le vamos a hacer: definitivamente nada es totalmente perfecto.
Y día 10.- … Y CIERRE
Cuando tomamos el avión en Madrid el pasado día 9 de diciembre, parecía que el de hoy quedaba tan lejos…Pues bien, ya ha llegado y estamos de cierre, de resultas.
Pero, antes de eso, es un día de celebración porque hoy cumple años Mª Ángeles, nuestra querida compañera de TODO el viaje. Así que, al llegar al comedor a la hora del desayuno, hemos procedido a darle una buena tanda de besos. Como estábamos en mesas distintas y Marga y Mariluz todavía no habían llegado, hemos dejado lo del “Cumpleaños feliz” para la comida.
Les hemos comentado a nuestros “ángeles” lo que le ocurrió anoche a Mariluz porque ellos no se habían enterado, claro. Hemos considerado que sería conveniente que ella presentara una denuncia en comisaría; y eso era lo primero que tendríamos que hacer hoy. Cuando ha llegado a desayunar, Mariluz nos ha dicho que sí pensaba en lo de la denuncia que luego le iban a exigir en cualquier reclamación al seguro.
Lo dicho, un día de resultas. Porque, además de la tramitación de la denuncia, tenemos que pasar por Aerolíneas Argentinas para aclarar el asunto de la maleta que le estropearon a Merche en el vuelo Calafate-Ushuaia. Y conviene que hablemos con Fernando, el de la agencia Fuera de Ruta, para ver si nos facilita transporte al aeropuerto a buen precio.
Solucionamos esto en primer lugar: pasará un microbús a recogernos a las 17 h. El tal Fernando se interesa por hablar con nosotros y quedamos en acercarnos después de que hayamos solucionado lo de la denuncia.
Nos ponemos en marcha hacia la comisaría competente que se encuentra en la calle Tucumán. Al cruzar la plaza Lavalle, nos sorprende la instalación escultórica A toda orquesta. Consiste en una buena cantidad de atriles de músico que en vez de las partituras contienen rectángulos de césped sobre los que revolotean nutridas bandadas de palomas. En la misma plaza, hay además otros dos monumentos escultóricos – estos muy clásicos - uno al General Lavalle, epónimo de la plaza, y otro al del Ballet Nacional. Los recuerdos de la orquesta y el ballet parecen acusar la proximidad del Teatro Colón cuya puerta principal da a esta plaza.
Rebasado el Palacio de Justicia, y dos o tres cuadras más allá, encontramos la comisaría. Nada más entrar, le comento a Merche que me recuerda a la antigua comisaría de Delicias en la plaza Huesca de Zaragoza: el mismo aire de covachuela administrativa, el mostrador tras el que se agolpan dos o tres funcionarios que redactan denuncias o informes en confuso aglomerado,… Lo único en que esta comisaría aventaja a aquella de Delicias es la presencia de una agente de policía muy guapa y bien plantada que, además, se muestra muy amable con el ciudadano al que atiende. En los funcionarios de mi recuerdo una especie de gruñido malhumorado sustituye al rostro, que sin duda no era memorable, como rasgo identificador.
Un agente atiende relativamente pronto a Mariluz. No sabemos si es debido a la pormenorizada narración de nuestra amiga o a problemas de redacción por parte del agente, pero la presentación de la denuncia se dilata notablemente en el tiempo. Consumado el trámite, marchamos en dirección a la agencia Fuera de Ruta en la calle San Martín. Antes de abandonar Tucumán, alguna de aquellas putas palomas melómanas que sobrevolaban atriles en la plaza Lavalle decide marcar con sus excrementos mi cabeza y espalda. La consistencia del “proyectil” y la intervención rápida de mis compañeras de viaje minimizan pronto los efectos de la… hazaña. “Son unas bestias odiosas”, se solidariza conmigo un paisano desde la puerta de una tienda. Agradezco con una sonrisa la declaración com-pasiva de ese que, sin duda, es otro damnificado de las ratas con alas que el vulgo conoce con el pomposo nombre de palomas. Damos rápidamente con las oficinas de Fuera de Ruta. Nos atiende con extrema amabilidad el tal Fernando que resulta ser un jovencito de treinta y pocos años, una criatura. Encaja con buen ánimo las críticas – no muchas – que presentamos a la organización del viaje y se ofrece para lo que nos interese a partir de ahora. A petición nuestra, nos indica dónde se encuentran las oficinas centrales de Aerolíneas Argentinas y nos despedimos. Realizada la gestión en Aerolíneas, tomamos el subte que, haciendo trasbordo en Diagonal Norte, nos lleva hasta el barrio de Palermo que a Mariluz le apetecía volver a visitar. Nos apeamos en Scalabrini Ortiz y seguimos la calle del mismo nombre con la intención de llegar a la plaza Cortázar. Según caminamos, nos vamos dando cuenta de que se nos está haciendo tarde y tal vez no lleguemos hasta allí. Decidimos por fin buscar un sitio donde comer por la plaza Campaña del Desierto. Elegimos un restaurante a sugerencia de una vecina a la que consultamos.
Pedimos nuestros menús y Mª Ángeles nos invita al vino y a una bandeja de aperitivos que casi nos deja fuera de juego. Los invitados por ella tenemos que apuntarnos aquí un fallo lamentable: ni durante la comida ni a los postres, como venía siendo costumbre en otros cumpleaños, nos hemos acordado de cantarle a la homenajeanda (la que debía haber sido homenajeada) el “Cumpleaños feliz” de rigor. Esperamos que Mª Ángeles, con su bondad habitual, habrá sabido perdonarnos. Todo fue por culpa del chico alemán ese… que nos esconde las cosas.
Con una cierta preocupación por la hora, tomamos el subte y nos presentamos rápidamente en el comienzo de Avda, de Mayo y en el hotel. Lo único que nos queda por hacer es reclamar los equipajes que hemos dejado esta mañana en la consigna del Gran Argentino y esperar a que nos transporten al aeropuerto Eceiza.
Los retrasos y la morosidad serán la nota común de las horas que nos quedan en Buenos Aires. El microbús llega con una curiosa impuntualidad: justo media hora tarde. El conductor se excusa con que le han indicado mal la hora (¿?). En Eceiza hacemos pronto el check in. En los paneles de salidas del aeropuerto, nuestro vuelo no parece llevar retraso. Todos contentos. Hasta que nos ponemos a pasar los trámites de aduana y aquello se convierte en el cuento de nunca acabar. Resultado: salimos de Buenos Aires con una hora de retraso.
A la hora de arrancarnos de esta tierra, se nos viene a la boca la letra trucada de aquel tango “Ay mi Argentina querida ¿cuándo te volveré a ver?” Tal vez nunca, pero ¡cuánto me has hecho disfrutar!
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Hora final un tanto triste para un viaje absolutamente maravilloso que no creo que olvidemos nunca ninguno de los nueve componentes el GRUPO PATAGONIA 2010. De mí sé decir que lo atesoraré para siempre en mi memoria como la experiencia gozosa y placentera que me han aportado, por un lado, la hermosura casi inexplicable de los fabulosos lugares que hemos conocido y admirado y, por otro, la convivencia con un grupo humano impar en la que no han hecho mella treintaitantos días de compartirlo todo, a veces hasta la habitación. Las ocasiones en que he narrado a amigos y familia las excelencias de nuestro viaje por tierras de la Argentina y Chile, me he dado cuenta que a todos admiraba casi por igual la excelencia de los lugares visitados y la de la amistad que nos ha hecho convivir en perfecta armonía a 9 personas durante 32 días.
MARAVILLOSO VIAJE Y ¡¡¡ VAYA DISFRUTE !!!