Sapo de la noche

Sapo de la noche

  

Ahora no te sientes el sapo cancionero ni el grotesco trovero de la luna que canta el hortelano. Perdido el norte, arrastras tu blanda anatomía por los rincones menos áridos e inclementes de la geografía urbana. Te has extraviado. Mimetizas cuanto puedes tu cuerpo verrugoso con ese suelo extraño, carente de la textura amable, del color compartido de la tierra. Te escondes en el ángulo duro de pavimento y muro al percibir los pasos gigánteos de unos humanos. Eres incapaz de huir, no sabes dar esos saltos ágiles y de trayectoria quebrada de las ranas. Ojalá no te vean: sabes que los humanos os aborrecen, os odian…

Si estuvieras en la huerta que has dejado atrás, cegado por la luz del atardecer, nadie te localizaría: la tierra maternal te protegería, te haría suyo para que siguieras siendo libre, nadie te vería. Pero este suelo tan liso, tan previsible en sus alteraciones no acoge irregularidades sino que las realza y manifiesta. Te van a ver. Tiemblas de miedo cuando casi te aplasta una enorme pata humana y te aturde el sonido duro y el temblor del suelo que produce esa pisada y las que la acompañan. Ha habido suerte: se alejan. Es preciso encontrar la huerta otra vez. Y sales sapi-corriendo de ese ángulo duro que casi te esconde. Intentas huir siguiendo un leve olor a tierra húmeda, apuras tu lenta velocidad pero…

-Mira qué cosa.

-No es una cosa ¡Es un sapo!!!

Tres enormes cabezas humanas se adelantan a las patas de esos seres embutidas en una especie de fundas que parecen duras y amenazantes y no permiten ver los dedos como las abarcas del hortelano. Ojos desorbitados, miradas de asco, bocas de espanto ¿por qué? La puntera de una de esas patas se acerca y te remueve. Cierras los ojos y te preparas para… cualquier cosa.

-¡Ufff, qué cosa más fea y más asquerosa!

-¡Cuida, que los sapos son venenosos!

Y se retira rápida; menos mal. Las caras también aunque con unos gestos de miedo y asco… ¿de qué? Tú no has hecho nada, nunca haces nada malo. Jamás robas comida de los humanos, como hacen los perros o los gatos, y a esos los dejan vivir en sus casas. El hortelano lo sabe bien y te deja entrar en su caseta y, cantando, te llama “sapo cancionero”. Se lo has oído cantar muchas veces. No entiendes por qué canta eso pero te gusta: suena suave y como cariñoso. Él tiene comprobado que tú solo comes moscas, escarabajos, lombrices, babosas o, como mucho, alguna cría de ratón recién nacida. Y eso le parece bien. Y es amigo de toda tu familia. Le encanta veros cerca de un hormiguero saciando el hambre con montones de hormigas o despachando a vuestras tripas un caracol o una babosa. Le parece muy bien. Y entonces canta eso de “sapo cancionero”. El hortelano es también humano pero sobre todo es… hortelano. Y sabe.

Lo malo de hoy ha sido que te has dormido al sol y, cuando has despertado, no veías nada, estabas ciego. Entonces has echado a andar siguiendo el fuerte olor a humedad que provenía – no podías verlo - del riego de las calles; y te has metido, desorientado, en la ciudad. Y las gentes de aquí solo saben que eres feo, feo y contrahecho. Y venenoso, dicen que lanzas veneno a quien se acerca. Realmente solo tienes veneno para defenderte si te atacan. Como los gatos tienen dientes y garras. Pero de ellos no dicen que son asesinos sanguinarios.

Lo que pasa es que te ven feo, que tus hermosos ojos negros de párpados dorados a ellos les parecen horribles, que tu piel ocre o verdosa adornada de finas prominencias a ellos les parece asquerosa, que, como no sabes saltar o correr, te consideran torpe en vez de elegante y parsimonioso. Piensan, creen que solo eres eso: feo. Perdónalos. No saben, como el hortelano, que se puede ser feo y hermoso a la vez y… cada noche hacerle la corte a la luna mientras ella te baña de suave luz lechosa.